Todo cambió en ese pueblo erigido a fuerza de suspiro de pulmón y lomos encorvados
desmontando médanos insolentes.
Para quien conoció un ayer cercano, resulta tristísimo ver la realidad actual que comenzó
a desarrollarse cuando la desidia arrancó las ropas de la santa patrona del lugar,
dejando al desnudo sus curvas de mujer talladas en piedra y cemento.
La que da la bienvenida obligando a hacer un giro entre la ruta y la entrada al pueblito,
siempre engalanada por flores que dejan los habitantes como ofrenda y gratitud por los
favores otorgados en otros tiempos.
Nada es igual en ese sitio marino donde los pocos residentes parecen ir transformándose
en almejas, -extinguidas, éstas-, escondiéndose del sol, de la noche y de las estrellas.
Y hasta de las olas que siguen danzando melodías de recuerdos no tan lejanos, salpicando
la arena con su espuma y sal, ahora contaminadas.
Un pasado desdentado ovilla recuerdos echándose a dormir un sueño eterno entre las dunas.
Es como si se hubiera exiliado allí, incapaz de alejarse para siempre.
Evoca entre sonrisas, los tiempos en que los pobladores dejaban las puertas abiertas y
las bicicletas a la sombra, mientras iban a darse un chapuzón de mar cuando el calor
abrasaba descargando pinceladas de color sobre los cuerpos.
-Acá nunca pasa nada, decían inflándose de orgullo cuando los turistas se sorprendían
pensando que eso de no echar llave era descuido.
Todo cambió en poco tiempo, demasiado poco tiempo, cuando hablamos de la pujanza de ese
pueblo parece que estuviéramos transportándonos hacia otro siglo. Pero no, todo se ha ido
dando en demasiado poco tiempo. Tan poco que hubiera sido muy fácil detenerlo si hubiera
habido decisión real.
A media voz hablan en el pueblo sobre lo que está pasando ahora. Cuando la obscenidad se
instala, cuando se prostituyen las conciencias nepóticas encumbradas, las voces van
perdiendo sonido, se enronquecen, aletargan, susurran temerosas, mientras los ojos
dirigen la mirada hacia todos lados. Como escudriñando que nadie esté cerca, no sea cosa
que…
-Todos sabemos quienes son los que están robando, dice una mujer con palabra nerviosa.
-¿Y qué hacen? Preguntó una recién llegada.
-¡Qué podemos hacer! Si tienen más poder que nosotros, a ellos los apañan. Mirá, ese que
va allá es uno de los chorros, pero es apenas un raterito, ese no se mete en las casas.
Anda más bien con el arrebato, quebrado por las drogas va haciendo desastres, el otro día
le arrancó el monedero a una viejita de ochenta y siete años ¿Podés creerlo? Y le puso
una pistola en la cabeza.
-Espantoso, pero digo ¿Y los otros, los que se meten en las casas? No creo que nadie
pueda ir tan fácilmente, con un televisor al hombro saltando muros medianeros. O un
lavatorio, es cosa de locos.
-Dejalo ahí, mejor cambiar de tema, pero todos los conocemos.
-Parece mentira, pensaba la mujer casi recién llegada. Cuando las cosas no se detienen a
tiempo se van profundizando. ¡Qué pena!
La brisa suave desparramaba el perfume de la menta y la lavanda, la sirena de una
ambulancia rasgaba la tarde en su rumbo apresurado hacia el hospital que, casualmente,
con lo único que cuenta es con recursos humanos. Los materiales se alejaron cuando se fue
la tranquilidad; no hubo mano ni conciencia ahí ni más allá, capaz de detener ese éxodo
hacia la nada. Hoy parece un fantasma esquelético, descascarado, agonizando en una sala
de terapia intensiva sin oxígeno.
La burocracia corrupta, insensible, impávida, ante una realidad que exige atención y
acción inmediata, repasa las noches en comités de tranzas, manteniendo incólume el trono
desgarbado de un Baco irresponsable que exhorta a no parar la fiesta donde caben pocos
invitados. Los efluvios etílicos y rayas blancas que exaltan los ánimos cuando pueden
andarse bajoneando, son los aliados imprescindibles que aparecen en el momento justo en
que se quiere asesinar los recuerdos.
Así es como se mueren los pueblos de a poquito, amordazados por el terror que es capaz de
silenciar hasta a la irreverencia del pensamiento, cuando da vueltas sobre una frase que
tiene fuerza innegable: de todas las desgracias que padezcan los pueblos siempre hay
responsables.
Lo que pasa es que se sientan en tronos muy altos, casi inalcanzables, adonde solo tienen
permiso de entrada los lacayos y los adulones.
Recién vuelvo del mar, estaba tan picado. ¡Qué cosa más linda!
Mi corazón, creéme, pienso que no late, siento como un chirrido igual al de la seda
cuando la rasga el filo de la tijera.
Y de este sentimiento, también hay responsables, pero según dicen, es mejor cambiar de
tema…
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