Claudia era una niña como las demás: coqueta, alegre, juguetona y estudiosa, aunque
con tendencia a la pereza. Nunca había llorado, ni siquiera cuando nació. Tenía 7 años y
cuando reía se le formaban unos hoyitos muy graciosos a ambos lados de la boca. Le
gustaba mucho inventar historias y reproducirlas con sus muñecas barbies. También
disfrutaba cuando por las tardes, después del colegio, jugaba con sus amigos en la plaza
mayor del pueblo. Jugaban al escondite, a la botella, pero sin duda su juego favorito
eran las vidas, y no se le daba nada mal.
Lo que ocurre es que a veces su madre reventaba su burbuja de felicidad eterna.
- Hija, vamos para casa ya que se te va a hacer tarde y luego no te da tiempo a hacer los
deberes.
Entonces a Claudia le cambiaba su pueril cara sonriente.
Cuando entraba por la puerta, la niña veía a su padre viendo la tele tirado en el sofá de
un salón en tinieblas. La mesita-centro tenía un cenicero rebosante de pitillos y un par
de botellas de licor vacías. El humo negro de los mil cigarrillos que Andrés, su padre,
se había fumado en la tarde sobrevolaba y contaminaba la estancia. Claudia procuraba no
mirarle y se dirigía rápida y directamente a su habitación. Se encerraba allí hasta que
los gritos de su madre la llamaban a cenar. Oía muchas veces discutir a sus padres,
gritar, romper cosas, forcejeos, portazos… El momento de la cena era un momento de temor
a veces, pero otras era un momento de aplomo para demostrar su fortaleza. Aquella noche
había pescado para cenar. Andrés odiaba el pescado por sus espinas y cualquier cosa, por
mínima e insignificante que fuera, constituía una buena excusa para manifestar su
desacuerdo violentamente. Se enfadó, tiró el plato al suelo y golpeó bruscamente a
Silvia, la mamá. Claudia seguía cenando, seria y ausente. Ni se inmutó, ni movió un solo
músculo de su cuerpo. Solo pensaba en que… En realidad, ya no pensaba nada. Silvia se
puso de pie y lo recogió todo mientras su esposo la maldecía y gritaba. Claudia sabía que
aquello no duraría mucho, un día aquella bomba estallaría. Andrés se levantó de la mesa y
se fue al salón, cogió una botella de güisqui y le dio un sorbo detrás de otro. Entonces
llamó a la puerta una compañera del colegio de Claudia para pedirle un libro que
necesitaba para hacer los deberes del día siguiente. Ella se lo había dejado en clase.
Claudia se puso nerviosa, abrió la puerta y cuando vio a su amiga empezó a temblarle el
pulso. Miró al salón y vio cómo su padre se levantaba del sofá para dirigirse,
bamboleándose, hacia ellas. Se hizo el silencio y empezaron a llover tímidas lágrimas de
los cristalinos ojos de Claudia. Andrés empujó a su propia hija y abrió más la puerta
para ver de quién se trataba. Entonces puso el grito en el cielo y comenzó a proferir
insultos a diestro y siniestro, aunque casi ni se le entendía:
- Tú, niña, ¿qué horas son estas para andar molestando? ¡Niña estúpida, lárgate por dónde
has venido que no te quiero ni ver, lárgate vamos! (Miró a Claudia y continuó) La culpa
es tuya, aparte de gorda, inútil, como tu madre. ¡Maldigo el día en que me la follé,
ojalá no hubieras nacido, tú y tu madre me habéis destrozado la vida! (Cayó al suelo como
fulminado por el peso de sus palabras y se echó a llorar como sin ganas.)
Claudia se encerró en su cuarto y se dejó caer en la cama. Seria, pensativa, se
preguntaba por qué sus compañeros tenían unos padres normales que los querían, que los
llevaban al colegio y los recogían despidiéndose con un beso sincero, unos padres que se
preocupaban por ellos, que les llevaban de excursión a conocer cosas, y ella no tenía
nada de eso. Sentía en su cuerpo como si algo quisiera salir, como un estallido, y de
repente empezó a llorar desconsolada. Oía gritos en el salón, pero ella se sentía bien
entre aquel océano de lágrimas.
Al rato su madre entró en su cuarto, se postró en la cama con ella y la abrazó. Lloraron
juntas toda la noche, y al amanecer se quedaron dormidas. Silvia se despertó
sobresaltada. Dejó a Claudia durmiendo y corrió al salón, ¿dónde estaba Andrés que no las
había despertado con una golpiza? Recorrió toda la casa, pero no aparecía. Salió al patio
y… allí lo encontró: colgado de una soga atada a un barrote de la terraza.
Silvia lloró, pero esta vez de alivio.
Regresó al cuarto a buscar a Claudia para contarle las novedades. La niña seguía
durmiendo, pero Silvia encontró algo extraño en su semblante: su hija tenía la cara roja,
con granos y surquitos, como desfigurada. La madre se asustó mucho y antes de contarle a
Claudia lo que había pasado con su padre la llevó de inmediato al médico.
Tras hacerle las preguntas oportunas a la madre y aplicarle una compresa empapada con
agua a 35 grados mantenida en el tercio superior de la espalda como 20 minutos, el médico
enseguida diagnosticó que la pequeña sufría la enfermedad de la urticaria aquagénica,
aunque de una manera un tanto extraña, pues solo le aparecían las lesiones típicas con
las lágrimas, no con el resto de aguas. Simplemente el médico la aconsejó que procurara
no llorar, pero aseguró que aquella reacción cutánea no desembocaría en graves
consecuencias, solo era “algo incómodo”.
Claudia no entendió nada, pero vio alivio en la cara de su madre y eso la tranquilizó.
Cuando regresaron a casa, estando a punto de entrar en el patio, Silvia se preparó para
hablar con su niña:
- Hija, sé que ha sido un día duro, pero ahora vas a ver algo desagradable.
- Ya lo sé, mamá. Fui yo, lo vi en una película: cogí la soga del garaje mientras tú
dormías en mi cama. Estaba inconsciente, lo arrastré hasta el balcón de su cuarto y… lo
dejé caer. Por fin somos libres, mamá.
