La alarma sonó. El abuelo, escuchó decir a su madre mientras la veía levantar sus brazos por
sobre las sábanas, apartándolas ahora, formando ese hueco blanco que se forma en las camas
cuando alguien las deja para empezar un día entre tantos. Luego lo miraría para ver si estaba
dormido y él, astutamente, no movería sus ojos, pero manteniéndolos levemente arrugados,
podría ver que ya su madre se ponía el deshabillé, se acomodaba en las pantuflas y desaparecía
a través de la puerta.
La noche anterior la había pasado feo rezándole a su Jesusito debajo de la cama mientras su
padre gritaba esa palabra que él no comprendía del todo pero que sabía era algo malo. Y a los
malos se los castigaba dejándolos dormir en el living, sin sábanas blancas y con el viejo
almohadón a cuadros que todos recordaban había sido vomitado en Noche Buena por la tía Julia.
Le costaba pensarlo, pero tenía miedo de que todo empezara de nuevo en esa calma chicha de la
mañana; los gritos, los platos rotos, el pequeño helicóptero de madera que siempre había
estado de adorno sobre la repisa, ahora sin la punta de la hélice. Tenía miedo y trataba de no
lo pensarlo, porque si lo pensaba, de esa nada tenebrosa que parecía ser el silencio de la
mañana iba a salir la voz de su madre Alicia, atormentando la paz de los muebles, seguida o
anulada por el vozarrón profundo de su padre. Y para evitar pensar decidió bajarse de la cama,
caminar descalzo hasta la puerta y escapar del cobijo que le daban las sábanas blancas e
inmaculadas.
Su padre ya se había ido a trabajar (o al menos eso quería creer). Marta, la mujer que hacía
de cuenta que lo cuidaba mientras reía hipopotámica con el tubo del teléfono en la oreja y
quedaba como hipnotizada en minutos que se tragaba la larga distancia, ya había llegado y
estaba hablando con Alicia en la cocina. Su madre ya habría apagado la alarma que indicaba que
era la hora de llevarle pastillitas al abuelo. Él siempre quiso probarlas, porque una vez que
había visto cómo Alicia las ponía sobre un plato y las contaba, le habían parecido deliciosas;
todas de colores y de diferentes tamaños. Parecía que de viejo a uno se le permiten más los
dulces. Pero a ese otro lado de la casa no podía ir demasiado, al menos no solo. Siempre iba
acompañado de su madre, de Marta o de su padre, porque el abuelo no hablaba jamás, y no era
bueno molestarlo.
Ese día su mamá se fue a trabajar y al mediodía lo fue a buscar para llevarlo al colegio, pero
antes, en el trayecto en auto, le explicó algunas cosas de los grandes que él creía saber pero
que a veces lo confundían. Supuso que después de una tormenta hay siempre un arco iris, pero
su mamá tenía cara de pocos colores y su padre lo llamó esa misma tarde para decirle que se
quedaría en lo del tío por unos días. Con una desilusión amarga, aceptó todo sin mucha vuelta
y pasó la tarde-noche jugando a los autitos en su pieza. Hasta que por alguna razón recordó la
alarma cortando el aire tranquilo de la mañana, y decidió ir a ese otro lado a ver a su
abuelo.
Había algo extraño en aquel hombre. No sólo lo evidente: su cuerpo siempre acomodado sobre la
silla de rudas, sus pelos finamente peinados hacia el costado y un silencio absoluto en sus
ojos cristalinos; había algo más. Quizá la forma de estar casi enterrado entre tanto mueble,
delante de esa vasta biblioteca que además de libros sostenía una colección infinita de
aviones de metal y de madera que brillaban como si alguien los limpiara con real dedicación
todos los días. Sí, había algo más que a Mateo le resultaba difícil explicarse y mientras
pensaba ésto, recordaba a Marta, seguramente pegada al teléfono hablando de Mimí, estupidizada
con los ruidos de la telenovela. Ahora él podía quedarse en el rincón del cuarto que estaba en
ese otro lado casi secreto, observando a un hombre que apenas se movía y parecía no haberse
dado cuenta de su presencia.
De repente, el abuelo habló. Mateo estaba seguro de que había hablado. Recordó que mamá
repetía y repetía que el abuelo jamás hablaba y cuando terminó de pensar ésto, el viejo lo
vio. Permanecieron mirándose un largo rato, como si ambos fueran dos estatuas de mármol
olvidadas en alguna plaza oscura, y aunque esa calma se pareciera mucho a la de la mañana de
ese día, no supo bien por qué ahora en ésta se sentía seguro.
No había tomado mucha coca cola pero sin querer lo colmó un eructo casi de adulto, como esos
del primo Patricio, a quien le encantaba eructar y prenderse fuego los pedos. Inmediatamente
se tapó la boca y miró a su abuelo (ahora que hablaba tal vez lo retaba). No digo nada si vos
no decís nada le dijo aquel hombre de modo cansino y casi sin fuerza. Mateo bajó la mano y
movió la cabeza sellando esa especie de pacto extraño que se había formado en pocas palabras
articuladas por un hombre que supuestamente carecía de la facultad del habla.
Lentamente el niño se acercó a él y entendió que de cerca la cosa era distinta. Sus ojos se
veían más tranquilos, sin la oscuridad que le daba la lejanía. Casi como si estuviera probando
su voz, el abuelo le contó que sabía volar y que hacía muchos años atrás había andado por los
aires. Mateo abrió los ojos bien grande y esperó a que le contara más, pero su abuelo le dijo
que si lo iba a visitar más seguido, solo, sin nadie más, le iba a contar las historias más
maravillosas que haya escuchado jamás. Y así lo hizo. Las siguientes semanas, escapando del
supuesto yugo de Marta, que había abandonado el tema de Mimí por la noticia mucho más caliente
del embarazo de Gabriela, Mateo se quedó con ese abuelo que podía hablar y no sólo hablar sino
contar historias fabulosas sobre pilotos en problemas que lograban aterrizar enormes aviones
sobre el agua, o fantasías de nubes y tormentas (en ocasiones eran necesarias mágicas
representaciones con los ejemplares de colección que se hallaban sobre la biblioteca). Y el
abuelo no se podía mover demasiado pero juntos hacían volar los aviones y revivían uno a uno
los pasos más complejos, las horas más temibles y los vuelos más pacíficos que se escapaban
por sobre las nubes y se llevaban hacia el infinito el sueño del mundo.
Pero de vez en cuando había que volver a la realidad y el abuelo para eso no era muy bueno,
porque ni bien escuchaba la llegada de Alicia, sus ojos se ponían grises y se perdían,
olvidándose del mundo de juegos y recordándole a Mateo que su secreto no podía ser
descubierto, a lo que él contestaba con sumisión y tristeza.
Luego todo seguía igual. Los malos más malos se iban de la casa, ni siquiera dormían con el
almohadón a cuadros vomitado en Noche Buena. Marta siempre con lo mismo: qué voy a retarlo si
es un santo este varón; y su madre con una sonrisa un poco rota pero sonrisa al fin. Lo que se
había vuelto una rutina, lentamente, había sido dormir en la cama grande con Alicia. Después
de aquella primera vez ahora no había podido dejarla. No por nada particular, simplemente era
más grande que la suya y más blanca. Le gustaba que fuera tan blanca, sin manchas y expandida.
Todas las mañanas su madre le llevaba las pastillas al abuelo después de escuchar la alarma, y
ahora todo ese proceso que antes le había parecido una rutina que no le pertenecía, lo dejaba
pensando en los pilotos que atrevidos desafiaban el aire. Sin decirle nada a su abuelo, había
empezado a inventar historias él mismo; todas bastante parecidas a las que le contaba el
viejo, con alguna variante o dos, pero para él eran únicas e irrepetibles y cuando finalmente
las compartía con su abuelo, éste las festejaba con ánimo exagerado y se prestaba rápidamente
a la representación con los aviones de colección. A veces se ponían sentimentales y se
encargaban de las personas que se quedaban en tierra, extrañando a esos pilotos que parecían
irse a otro mundo, un mundo acariciado por esas nubes que contaban sueños. Con el tiempo le
fueron poniendo nombres a cada avión y a los personajes que los manejaban. Algunos días Mateo
quería escuchar historias que su abuelo ya le había contado porque le gustaba revivirlas,
perderse en cada detalle envuelto en esa voz parecida a la sabiduría que tenía el viejo. Ahora
yo te voy a enseñar una cosa, dijo el abuelo un día, erguido como una estatua sobre la silla
de ruedas. Mateo lo miró serio y esperó. Si algún día te subís a un avión, cerrá los ojos y
pensá que no existe, que estás entre las nubes y que hay un mundo más grande, todo para vos.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir con su madre a su lado en la cama blanca, blanca
como las nubes, Mateo cerró los ojos e imaginó que volaba, porque no era necesario esperar a
estar en un avión, pensó. Al otro día, impaciente, antes de desayunar se escabulló hacia el
cuarto del abuelo y le contó que había volado. Ah, sí, por las noches es cuando más se vuela,
le respondió el hombre de los aviones.
Su padre no volvería y su madre estaba inquieta, iba y venía de un lado a otro de la casa y,
como en todo ese último tiempo de peleas y ausencias, Alicia sólo veía al abuelo cuando le
tenía que llevar los dulces después de la alarma. Voy a llevarle las pastillitas al abuelo, ¿querés
venir a verlo? le preguntaba a un Mateo que cómplice con el secreto le decía que no, que
estaba bien, que total el abuelo nunca dice nada. Y ella subía las escaleras hacia la gran
biblioteca llena de historias, un poco indiferente, dispuesta a encontrarse con el hombre con
el que se encontraba todos los días: un silencio oceánico sobre una silla de ruedas. Alicia le
hablaba todas las veces que lo veía; le decía cosas mínimas, nada del divorcio, claro; cosas
sobre el trabajo más que nada, y, así, era testigo de cómo el viejo tragaba una a una las
pastillas, parco, acotado, sin la solemnidad íntima que lo caracterizaba en los juegos con su
nieto. Siempre con esa actitud de mierda, Alicia le había revelado un día a Marta en un ataque
de nervios. Pero el abuelo, siempre férreo en sus decisiones, se alejaba de toda esa cosa
doméstica -que en sus pensamientos más profundos habría querido catalogar de “diabólica” si no
hubiera sido porque se trataba de su propia hija- con un silencio devorador para todos
(excepto para Mateo).
Hasta que un día Alicia habló un poco más. Al abuelo le costaba seguir lo que le decía porque
a la primera referencia de Marta (apichonada ahora al costado de su hija, mirándolo a él con
la misma sonrisa hipopotámica que tenía al teléfono) quedó paralizado. Mateo estaba en el
colegio y Alicia se había tomado el día libre para empacar. Las cosas eran así y la culpa
nunca es de nadie, escuchó que dijo, como una frase desencajada de su contexto, aislada en un
mundo de mierda y caos. Después de la venta de la casa, se irían a un departamento en el sur
pero a él no podían llevarlo. Por un tiempo, hasta que la venta se hiciera efectiva,
permanecería allí con Marta, que era tan buena con Mateito. Luego se quedaría en uno de esos
paraísos estatales en los que guardan a la gente de su edad. Claro que lo irían a visitar
seguido, porque en avión no se tardaba más que pocas horas. A Mateo le dijimos que nos vamos
de vacaciones, sabés. El abuelo cerró los ojos para que ninguna de las dos le viera las
lágrimas que apagaba como podía, aunque a esa altura, seguramente, si se hubiera puesto a
sollozar con ganas, las dos habrían sonreído con la misma sonrisa hipopotámica que tenía Marta
cuando se ponía nerviosa.
Mateo volvió del colegio listo para continuar con sus aventuras aéreas (ahora había conseguido
un F-22 Raptor que le había prestado un compañero, bueno prestado no, pero de esos problemas
se ocuparía luego). El abuelo agotó sus lágrimas mucho antes de que su nieto entrara en la
habitación de la biblioteca y los aviones. Enseguida le contó la historia de un piloto que
forzado por una tormenta a aterrizar en otro lado, lograba nivelar heroicamente la nave.
Entonces Mateo sacaba su Raptor y le explicaba que debajo tiene bodegas desde las cuales
lanzar misiles. ¿Anduviste en uno de éstos, abuelo? Y de repente el viejo quería llorar de
nuevo, porque Mateo le decía abuelo con una admiración que sus pocos años lograban hacer
infinita. No era como el abuelo de Marta o de Alicia, una obligación que casi imponía la edad.
Nunca, los míos eran aviones comerciales. No está muy seguro de si Mateo entiende lo que es un
avión comercial, pero de todos modos suelta las palabras y las deja allí auspiciosas.
Volvieron como siempre a las historias, pero como ahora tenían a un Raptor, el abuelo tuvo que
adaptarse a lo que la guerra requería y empezó a contar relatos fabulosos de espionaje en la
Segunda Guerra Mundial. La guerra no sirve para un corno, Mateo; vos siempre tratá de volar
alto y vas a ver cómo te evitás las guerras. Son cosas que pasan acá abajo nomás. Su nieto
sonreía y lo miraba. Luego jugaron con los de colección. El de Mateo era el avión más fuerte
que luchaba con los de su abuelo, los perseguía y les tiraba misiles hasta que finalmente todo
acababa en tierra, con los derribados y los victoriosos. Mamá dice que nos vamos de
vacaciones, dijo casi sin mirar a su abuelo, poniendo los aviones sobre los estantes,
guardándose el Raptor en el bolsillo para más tarde. ¿Qué querés que te traiga abuelo?, le
preguntó cuando ya el avión estaba bien acomodado en su pantalón. Sobre la silla de ruedas, el
viejo se quedó pensando y finalmente dijo traeme una nube. Mateo alzó las cejas, rió y le dijo
que sí, que le iba a traer una nube.
El silencio de la mañana lo despertó. Antes era la alarma y Alicia llegando al cuarto diciendo
hora de la medicación, papá. Abrió los ojos, miró hacia el costado, vio el espejo rosa de
Marta sobre una mesa y recordó. Como no hablaba con nadie no podía decirle a su hija que la
que supuestamente lo cuidaba se había puesto una especie de consultorio de pedicuría en el
living. Además, incluso si hubiera podido, no era necesario, ya que Alicia llamaba los fines
de semana o cuando alguien interesado en la casa la iba a ver, y eso era todo, ni tiempo de
ahondar en detalles. Hacía meses que no sabía nada de Mateo. La biblioteca con los libros y
aviones era ahora un gran monstruo que devoraba con cierta fruición silenciosa las ruinas
fabulosas de guerras y pilotos en problemas. Por primera vez tenía miedo y no lo pensaba,
porque si lo pensaba, algo de todo aquello comenzaría a materializarse en las paredes, casi
chupándoselo para hacerlo desaparecer entre los muebles. Lo único que le quedaba por hacer era
enfrascarse más en su silencio o hacerse el dormido; esperar la hora en la que la casa sería
vendida y el fin vendría acelerado, cuesta abajo hacia la forma oscura de un recuerdo.
Pero al menos tenía el anhelo palpitante de que cuando Mateo se subió al avión que lo llevó al
sur, alejado para siempre de él, haya cerrado los ojos y haya pensado que no había máquina de
por medio; que todo era un gran diseño de la naturaleza y que su cuerpo, solo cerca del sol,
podía ahora pasear entre nubes gigantes, blancas e inmaculadas que algún día debería
regalarle.
Ver Curriculum
