Parece que estamos viviendo en la hora de las tinieblas y de los abismos. Nos desbordan
las intimidaciones. Los peligros de que se agraven las situaciones están ahí. El ser humano es
menospreciado en cualquier esquina. No se puede caer más ruin. El horror es un diario en
muchas vidas sometidas a constantes humillaciones. Tenemos que pensar en el modo de salir de
este desconcierto. Quizás nos estimule un examen de conciencia. En todo caso, debiéramos saber
que jamás hemos logrado nada solos. Todo se consigue en comunión y en comunidad, con paciencia
y tenacidad, con más alma y menos armas.
Las soluciones bélicas acrecientan aún más los problemas. Deben evitarse los conflictos. El
abecedario de los artefactos es demasiado estridente para establecer pláticas. La puerta de la
paz no se abre con amenazas. No es preciso imponer nada, es más de proponer y de recapacitar
sobre las propuestas. Para empezar hay que estar dispuestos a ser constructores de armonía. La
proliferación de violencias de todo tipo, lo que hacen es sumirnos en la desesperación, en
lugar de activar nuestro esfuerzo por el entendimiento. Lógicamente, tenemos que
concienciarnos por salvar la vida siempre, por mantener viva la esperanza de encontrar
soluciones a tantas trágicas situaciones, por hacer un mundo más habitable para todos en
definitiva. Desde luego, sí queremos un planeta hermanado hay que poner decididamente la
inteligencia al servicio de otros razonamientos más pacifistas, sabiendo que la concordia es
posible sin armas, lo que exige el establecimiento de atmósferas adecuadas con la convivencia,
instaurando la verdad como luz, la justicia como horizonte, el amor como camino y la libertad
como descanso. Algo que no se cultiva en estos momentos; y, así tenemos lo que tenemos, un
mundo inhumano.
Evidentemente, son evitables todas las guerras, y aunque, después de los espantos de la
segunda guerra mundial, la sociedad ha dado un paso importante fundando Naciones Unidas, hoy
esa comunidad internacional tiene que respetarse mucho más. Hay que dejar de fabricar armas, y
pensar en producir otras dimensiones, quizás más elevadas al espíritu humano, como puede ser
la solidaridad como deber natural. Los artefactos son siempre destructivos y destructores, en
cambio el desarme es un signo de cambio y desarrollo, puesto que los gastos en armamentos
pueden utilizarse en las personas más necesitadas. Para desdicha del mundo, seguimos
preparándonos para las guerras en lugar de esforzarnos por alentar otros sentimientos más
armónicos, más del interior nuestro y de la vida. Sin duda, el futuro de cada uno de nosotros
no es solitario, depende del compromiso de todos, y es desde esa colectividad, en cuyo
contexto también la cuestión de la fraternidad asume un carácter ético, desde donde debe
partir la instauración de un orden de unión y unidad. Por supuesto, tenemos que adentrarnos en
las causas que originan estos conflictos y ver la manera de favorecer el encuentro entre
culturas, encontrando el apoyo preciso y necesario en las organizaciones internacionales.
No se trata, pues, de que unos amenacen a otros, sino de ver los motivos por los que se genera
el conflicto. De ahí la importancia de ser tolerantes. Realmente son muchas las brechas
sociales abiertas. Hay tantos sueños por cumplir, que hace falta conciliar ideas y reconciliar
discursos, trazar nuevas reglas y retratar nacientes objetivos, como el de reforzar los
vínculos de amor. Ciertamente, el amor es el mejor batallón de paz. Deberíamos importar ideas
que nos armonizasen en vez de armarnos de rencores. Con la violencia todos perdemos. Lección
que debe grabarse en todo espíritu humano, en toda cultura, en toda convivencia. A mi manera
de ver, es más preciso que nunca, que sigamos avanzando en el respeto hacia cualquier ser
humano, para conseguir un mundo libre de ensayos armamentísticos. Todo esto será más efectivo
si damos respuestas firmes y unificadas en un mundo global. Cuesta entender, por tanto, que
algunos Estados no firmen o ratifiquen tratados tan importantes para toda la civilización como
el de prohibición completa de los ensayos nucleares. Lo mismo sucede con las armas químicas
que aún persisten. Por desgracia, algunos Estados también permanecen fuera de la Convención de
Naciones Unidas. Indudablemente, son muchas las armas que terminan en manos de quienes no
deberían. Tampoco se entiende que multitud de artefactos se envíen a países con un funesto
historial de violaciones de los derechos humanos.
Ante estas bochornosas realidades, ciertamente los peligros aumentan y el desconsuelo se
acrecienta. Habría que ver la manera de buscar un mundo más seguro para todos, que nada tiene
que ver con las armas, sino todo lo contrario, con el desarme de todos los países y una mayor
conciencia de hermanamiento del ser humano. Al fin y al cabo, la paz es una sensación de
justicia que se protege con la razón y no con la locura de una contienda, en la que todos
perdemos, cuando menos serenidad. El día que las personas se conviertan en ciudadanos de paz,
habremos conseguido el mayor de los avances, ser dueños de nosotros mismos. Recordamos aquí
las palabras de Martín Luther King: “Tenemos que aprender a vivir juntos como hermanos o morir
estúpidamente”. Obviamente, un mundo que es incapaz de fraternizarse, más pronto que tarde,
multiplica los odios y las venganzas a un ritmo tan cruel como vertiginoso.
La historia nos evoca hechos dramáticos, que pudieron evitarse a poco que hubiésemos
recapacitados –como ya dije- sobre sus causas y efectos desencadenantes del conflicto, esta es
la lección que debemos extraer del pasado. Sabemos, por consiguiente, que las divisiones entre
países, que la barbarie contra las personas, que la imposición de ideologías, que el rearme
sin límites ni concierto, que el incumplimiento de los tratados internacionales o cualquier
otra regla de conducta internacional infringida, no pueden llevarnos más que a nuestra propia
destrucción. La irracionalidad no puede ganarnos la batalla. Todas las naciones del mundo
tienen que llegar al acuerdo de un nivel mínimo de armamento. El día que tengamos estima por
el prójimo, que aprendamos a aceptarnos unos a otros, que tomemos un estilo de vida racional y
solidaria, no harán falta otras armaduras, que la defensa mediante un diálogo incluyente que
nos configure como ciudadanos del mundo, donde la enemistad sea agua pasada que no mueve
molino y la amistad agua viva que nos aglutina. Disgregado el tejido moral que nos une, como
familia o sociedad, hay que temer cualquier cosa. El caos ocupa nuestras vidas.
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