El señor Artur Mas, presidente de la Generalitat, tiene perfecto derecho a querer lo mejor
para sus gentes. Y a manifestarlo como una pretensión que él, en su inconcebible y cegata
obstinación, considera justa y perfectamente viable. Lo raro del caso es que, pareciendo chico
listo y avispado, se mantenga sin cambiar ni una coma de su mensaje, cuando sabe -debe saber-
que tan utópica pretensión no es sino quiméricos sueños navegando por el mar del absurdo.
Y lo peor de su disparate no es que -más bien pronto que tarde- se le acabe la cuerda y tenga
que salir trasquilado y con el rabo entre piernas, sino el tremendo daño que su insensatez
está causando tanto al pueblo catalán como al resto de España.
La sola mención de la palabra independencia -dimanante, más bien, de un carácter de rebeldía
que de una percepción de autosuficiencia-, crea y predispone, no sólo a España y los españoles
-entre los que se cuentan un altísimo número de nacidos y residentes en Cataluña-, sino a
todos los integrantes de la Unión Europea y resto del mundo occidental, a desconfiar -en todos
los aspectos, turismo, seguridad, economía, inversiones, etc.- del país en el que uno de sus
pueblos, territorios, regiones, autonomías o como quieran llamarlo, eleva la voz pretendiendo
independizarse y abandonar por completo -de grado o por la fuerza- a la nación a la que
pertenece por raíces, sangre e historia.
Está bien -y podemos entenderlo- que el señor Mas quiera una mayor independencia del gobierno
central, que quiera emancipar sus arcas, su realidad socio-económica, sus proyectos y su
futuro sin necesidad de darle cuenta a nadie, que quiera hacer de su industriosa y
perseverante Catalunya la Perla de Occidente, incluso, que aspire a convertir su hermosa
tierra payesa en la California de los Estados Unidos de Europa y a ser el mundialmente
conocido Schwarzenegger de esta ahora humilde y poco conocida parte del mundo. Tiene derecho a
todo, pero sin necesidad de ese "Aquí us quedeu, colla d'espanyols..." Para ello tiene la
Carta Magna de todos los españoles. Que es suya también. Y en cuyo articulado se recoge la
posibilidad, previo consenso de todos los que la aceptaron y firmaron, de cambiar el modelo
político de ahora - autonómico, semi-centralista- por otro con total soberanía y autogobierno,
e, incluso, con derecho de autodeterminación. Sólo se trata de leer siquiera sea por encima el
libraco, ver y entender dónde y cómo comienza la solución -sencillísima por demás-, centrar
adecuadamente la idea y exponerla a los dirigentes de las demás formaciones que también están
de acuerdo en limpiarle el polvo a los muebles. Como ya son muchos -bastantes- los que
consideran llegada la hora de renovar antiguallas y guardar las reliquias tras las vitrinas de
su museo, no le será difícil conseguir suficiente voz como para que el sargento mayor del
reino no tenga otra opción que la de dar órdenes de desalojo general por cambio de dueño.
La Constitución de 1978, aunque sigue regulando muy dignamente nuestros derechos y
obligaciones, bien es verdad que se va haciendo mayor y algo achacosa (baste ver la
incongruencia en la línea de sucesión de la Monarquía o la falta de articulado que regula las
atribuciones del heredero de la Corona en caso de incapacidad temporal del Rey). En otros
aspectos, la situación actual de España es bastante distinta de la que era hace treinta y
cinco años, y vemos cómo los nuevos tiempos y costumbres la van haciendo necesitada de una
actualización, remodelación o, si el pueblo así lo quiere, de una renovación que contemple la
posibilidad de convertir nuestro actual Estado Regional-Autonómico en una Federación o
Confederación de Estados.
Ello podría acabar -y en buena lógica acabaría- con las corrientes independentistas que
mantienen los sectores nacionalistas del país vasco y, principalmente, Cataluña. Habría que
reseñar que los sectores independentistas de esta última no conseguirían su sueño (aún más
absurdo que los del señor Mas) de total independencia y unión en un confederado catalán de lo
que denominan Países Catalanes, que incluye a la propia Cataluña, el Rosellón y la Cerdaña
francesa (a los que denominan Catalunya Nord); la Franja Oriental de Aragón a la que denominan
Ponent, e, incluso, la Comunidad Valenciana; las Islas Baleares y la comarca murciana de El
Carche. Pero no cabe dudas de que Cataluña -y los catalanes que insisten en el autogobierno-
tendrían su estado soberano como un Estado Federal.
El cambio del modelo de estado no tendría que afectar en nada a nuestro actual Jefe del
Estado, S. M. el Rey D. Juan Carlos I, sea adaptando sus actuales prerrogativas en el modelo
de Monarquía Constitucional o Parlamentaria, o bien instaurando la Monarquía Federal, que se
entiende como una Federación de Estados con el monarca como presidente de la federación
conservando los títulos monárquicos. Ejemplos serían Australia y Canadá, o el mismo Reino
Unido, donde cada estado es soberano aún teniendo en la figura de la reina, Isabel II, al jefe
del estado. Y no digo esto porque crea que la figura del Rey es una tradicional y conveniente
estampa decorativa que hace bonito, sino porque -con todos mis respetos a opiniones
contrarias-, en el plano interno, como Jefe del Estado y Comandante en Jefe de las fuerzas
armadas, nos ha demostrado cualidades y actitudes muy a tener en cuenta, y de cara al
exterior, porque es el mejor embajador y la imagen más representativa, consolidada y firme de
cuantas pudiera tener España.
España. Segundo decenio del primer siglo del tercer milenio. Sí... parece que se aproxima la
hora de los cambios. Y, ciertamente, atendiendo a las ideas de los más conservadores, puede
que sea mejor no tocar nada, que sea aplicable el refrán ese que dice: "Más vale malo conocido
que bueno por conocer." Pero, es indudable que la mejor historia del hombre, la del progreso y
los éxitos evolutivos, se cuenta por todos esos pasos que dio siempre por los caminos de lo
desconocido.
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