Con el dinero de su último golpe, Víctor Lince se estaba dando un banquete en un céntrico
restaurante de Madrid. Probó los mejores mariscos, carnes con deliciosa salsa, frescos
pescados y el más caro vino del país.
Se le acercó un viejito huesudo y muy simpático y se sentó a su mesa.
- Soy Marcos Duro –dijo–. ¿No me reconoce?
- Creo que no –dijo Lince degustando una rica ostra.
- Usted es Víctor Lince, el famoso malhechor. Yo sí lo he reconocido en seguida. Soy un
importante editor, habrá oído hablar de EDICIONES LEAMOS, y quiero proponerle un buen negocio.
- ¡Sí, hábleme de negocios!
- Usted es un joven famoso y guapo, que sabe moverse muy bien en sociedad y encandilar a las
damas. ¡Yo puedo hacerle un escritor estrella!
- ¿Escritor? Pero si yo no sé escribir novelas.
- Es igual, eso es lo de menos. Usted pone la presencia y el nombre, y yo le traeré una novela
comercial muy bien escrita.
- ¿Una novela… escrita por quién?
- Qué más da. Por un redactor con mucho talento, pero que jamás llegará por sí mismo a nada…
porque es un desconocido viejo y feo.
- Ah, ya. Y yo pongo la cara. ¿Eso es legal, señor?
- Mira quién lo dice. ¿No lo comprende? Así ganamos todos. Por separado, ni usted, ni yo, ni
el escribano haríamos gran cosa. Es como una simbiosis.
Mientras le metía mano a una cigala, Lince repuso:
- Deme un día para pensarlo. ¿Nos vemos aquí mañana?
Y se enfrascó en los centollos, dándole a entender a Marcos Duro que se largara de allí. El
editor se levantó ofendido, pero sabía que Víctor Lince al día siguiente aceptaría la oferta,
pues era un vividor manirroto que siempre andaba sin dinero, por mucho que ganase con sus
fechorías.
Marcos Duro condujo con discreción hasta el barrio de Carabanchel, se detuvo ante un bloque de
pisos de ladrillos modesto, como los que le rodeaban, y subió hasta un apartamento pequeño,
viejo y cutre, cuyas ventanas daban a un patio interior.
Le abrió la puerta un tipo muy curioso, que casi nadie había visto en persona. Era un ser
andrógino, había que fijarse mucho para distinguir si se trataba de un hombre o una mujer. Su
edad también era indefinida: igual podía ser un viejo bien conservado, que un joven preso de
una enfermedad degenerativa galopante. En cuanto a su procedencia, tenía mezcla de las tres
razas, aunque no era del todo blanco, ni negro, ni asiático. Su identidad se perdía en el
laberinto del mundo y los misterios de la vida, pero en aquella época los pocos que lo
conocían le llamaban Leslie.
Y en efecto, Leslie ya sabía a lo que venía Marcos Duro a su humilde morada. De un viejo
mueble, oscuro y carcomido, que estaba junto a la pequeña chimenea, sacó un tocho manuscrito,
titulado “Rayos de luz” y se lo entregó al escritor, que estuvo leyéndolo un buen rato,
sentado a una desvencijada mesa de madera.
Marcos Duro permaneció impasible, tratando de disimular sus emociones como de costumbre, para
que no se le notara su profunda satisfacción por estar leyendo una obra maestra de la novela
del siglo XXI. El nuevo Cela, el nuevo Delibes, el nuevo Quevedo que todos estaban buscando
desde hacía mucho tiempo por los rincones de Hispania, sin que apareciese, él lo tenía ante
sus ojos. Sabía reconocerlo a la perfección, pero mejor sería manejar con cuidado el hallazgo.
- No está mal – dijo –. Me lo llevaré para terminar de leerlo más despacio.
- ¿Lo publicará? – le preguntó Leslie.
Marcos Duro miró a su alrededor. Apenas había muebles. Los pocos que quedaban fueron
regateados en mercadillos de segunda mano. El pisucho estaba siempre oscuro. Se notaba que en
aquella atmósfera opresiva no había ni un céntimo, pero tampoco ni un átomo de alegría. Sin
saber nada de su vida, era evidente que Leslie arrastraba una cadena interminable de
desgracias, injusticias y tragedias. Y como se sabe, la desgracia llama a la desgracia.
- Los tiempos están muy difíciles –dijo Marcos Duro–, no se puede editar así como así. Si
quieres ver publicada “Rayos de luz”, tendrá que ser en colaboración.
Leslie soltó una especie de risa sarcástica.
- Sabe que no tengo dinero – dijo.
- Y también sé que me necesitas. Con tu aspecto, ningún editor del mundo te publicaría. Nadie
querrá ir a verte a las giras de promoción. Nadie comprará tus libros para llevártelos a que
se los firmes.
Leslie sabía que aquello era verdad. A veces la realidad era tan cruel, que resultaba más
agradable cualquier tipo de ficción.
- ¿Qué podemos hacer entonces?
Marcos Duro sacó del bolsillo de su chaqueta un papel, lo desdobló y lo puso sobre la mesa
mugrienta. Era un contrato especial, por el que el autor renunciaba a los derechos sobre su
obra. Leslie lo leyó por encima y dijo:
- Así tendré que desprenderme de mi obra maestra, mi hijo intelectual predilecto. Me reducirá
a un negro esclavo. Mi nombre no aparecerá en ningún sitio.
- Al menos “Rayos de luz” circulará por ahí. Será todo un éxito y tú lo sabrás.
- Pero yo podría ser rico y famoso.
- Mírate al espejo. Es lo último que puedo ofrecerte.
Tras un silencio violento, Leslie firmó el contrato. Marcos Duro cogió el contrato firmado, el
manuscrito de “Rayos de luz” y salió de allí. Leslie se quedó callado y cabizbajo en la
penumbra.
* * *
Poco después Víctor Lince vio cumplido uno de sus sueños. No como actor, pero sí como escritor
estrella, acudió en loor de multitudes a la Gran Vía de Madrid, donde se presentaba a las ocho
de la tarde su gran novela “Rayos de luz”.
Lince acudió como en las grandes ocasiones, vestido de impecable esmoquin, repeinado su
cabello rubio y con misteriosas gafas de sol, lo que sabía que encantaba a muchas féminas y no
pocos hombres.
Bajó de la enorme limusina que había alquilado al efecto, como si fuese una estrella de
Hollywood. La multitud se agolpaba a las puertas de la librería. Periodistas de todos los
medios le hicieron fotos y preguntas, que al día siguiente publicaría la prensa nacional y
parte de la extranjera.
Los carteles de “Rayos de luz” llenaban la Gran Vía y estaban por todo Madrid, anunciando el
estreno de la novela del siglo. Una intensa campaña en los medios desde hacía dos semanas,
había despertado la expectación general: “VÍCTOR LINCE Y SU GRAN NOVELA, RAYOS DE LUZ”. En los
carteles, posaba Lince sonriente ante el libro, con su esmoquin impecable y sus gafas de sol,
en actitud radiante, sensual y provocativa, que impactaba a cualquiera.
Incluso había un dispositivo policial para evitar percances durante el evento. Lince pudo
distinguir a mediana distancia, camuflado entre la gente, al inspector Jorge Leiva con sus
agentes secuaces, Juan Prieto y Castilla, pero no divisó por ningún lado a la agente Carla
Ruiz. En cualquier caso, seguro que tenían la intención de echarle el guante en cuanto Lince
se descuidara, así que anduvo con pies de plomo.
Atravesó la muchedumbre saludando a admiradores y firmando autógrafos, y en cuanto pudo se
refugió dentro de la gran librería.
En el estrado que habían montado para la presentación, ya le estaba esperando Marcos Duro con
su sonrisa de rata. Delante, las sillas estaban repletas de público, y la gente se agolpaba en
la entrada de la librería, de pie, en una masa que llegaba a la Gran Vía. Las cadenas de TV
grababan sin cesar, otros periodistas hacían fotos o tomaban notas para reflejar lo más
interesante del acto en sus futuros reportajes.
Lince se sentó en el estrado junto a Marcos Duro y le dijo:
- Es todo un éxito. ¿Y mi dinero?
- ¿Qué dinero? –repuso Duro–. Eso será después del balance de ventas, el año próximo para la
feria del libro.
- ¿Dentro de un año? Menuda estafa.
- Hay que tener paciencia, joven. Mira cuántos lectores tienes. Te harás millonario. Te
corresponde más o menos un euro por libro. Imagina que vendemos un millón: ¡Te embolsarás un
millón de euros!
Lince meneó la cabeza. Aquello no le convencía. Le preguntó a Duro quién era el auténtico
autor del libro. Como es natural, el editor se negó a revelárselo. Entonces Lince le amenazó
en voz baja con contarlo todo allí mismo. Ya que no iba a ver ni un euro hasta dentro de un
año, quería saber al menos la verdad. Duro cedió, alarmado, y le cuchicheó al oído el nombre y
la dirección donde vivía el autor de “Rayos de luz”.
Por lo tanto Lince cumplió su parte. Se portó como un chico bueno durante la presentación.
Contó anécdotas graciosas y picantes, que hicieron la delicia del público asistente, la
mayoría mujeres.
Por último vino la firma de libros, a la interminable cola de lectores que ya habían comprado
“Rayos de luz” para que se lo dedicara. Lince atendió a cada uno sonriente, con una cortesía
que dejó muy contento al editor.
Hasta que una mano soltó su libro con ruido sobre la mesa. Lince levantó la vista. Tenía ante
sí el rostro amargo del inspector Leiva, pero Lince no se amilanó.
- ¿Va a detenerme aquí? – dijo.
- Será mejor que nos acompañes en silencio – dijo Leiva –. Este camelo ya es demasiado hasta
para un mangante como tú.
- ¿Y su ayudante Carla Ruiz, dónde está?
- ¿Es que la quieres para algo? Está de baja, enferma.
- Qué lástima, una chica tan sana y tan joven, y enferma.
- Déjate de cháchara y acompáñanos, si no quieres que formemos un escándalo.
¡La oportunidad de un escándalo! Una tentación irresistible para Lince, tras su máscara ese
día de escritor respetable, de la que ya estaba un poco harto.
Lince agarró la mesa con ambas manos y la volcó sobre los pies del inspector, que cayó al
suelo, arrastrando a la apretada bulla que había tras él. El editor no podía creer lo que
veían sus ojos, como si no supiera con quién se estaba jugando los cuartos.
Se armó un buen tumulto entre la gente que abarrotaba la librería. Unos trataban de levantarse
de las sillas, otros de acercarse con curiosidad, otros de huir. Algunas personas cayeron al
suelo. Estalló el pánico, gritos, estampida, sillas volcadas, público queriendo salir de la
librería sin conseguirlo. Respetables damas se desmayaron, otros acudían a socorrerlas. El
editor, con las manos en la cabeza, miraba a los lados con estupor, en medio del desastre.
Lince saltó con agilidad hacia la parte trasera de la librería, donde había menos gente y más
estantes repletos de libros de todas clases: románticos, policíacos, históricos, de fantasía,
juveniles… ¡y cómo se desplomaban los pilares de best-sellers entre los empujones de la
marabunta!
La puerta de atrás daba a una calle mucho más tranquila, donde Lince pudo correr y perderse
entre la gente, hacia barrios donde la vida conservaba su ordinaria y aliviante normalidad. En
cuanto pudo tomó el metro a Carabanchel, hacia la dirección que había sonsacado a Marcos Duro.
Encontró a Leslie sentado junto a la pequeña chimenea de su cuartucho. Lince se llevó una gran
impresión, no sólo por el extraño aspecto del tipo, además tenía las muñecas sangrantes y
estaba quemando en la chimenea una pila de manuscritos.
- ¿Se puede saber qué hace? – le dijo Lince.
Leslie le miró con sus ojos tristes y derrotados.
- Me voy de este mundo que nunca me quiso. Pero antes, me llevaré conmigo toda mi obra.
A duras penas, Lince logró salvar algunos manuscritos, quitándoselos a Leslie de sus ya
débiles manos. Luego vendó como pudo las muñecas de Leslie, para cortar la hemorragia y evitar
que muriera desangrado, mientras llegara una ambulancia.
De repente, entró por la ventana que daba al patio interior un tipo vestido todo de negro y
con pasamontañas. Llevaba una pistola en la mano, apuntó en seguida a la cabeza de Leslie y,
si Lince no le hubiera lanzado una patada, habría volado los sesos del pobre Leslie allí
mismo.
El tiro desviado impactó en el fuego de la chimenea, produciendo el fulgor de un estallido.
Lince desarmó al agresor con rápidos codazos y puñetazos. La pistola cayó al suelo.
Emprendieron una encarnizada pelea con los puños. Empujones, patadas, todo valía en esa lucha
libre para vencer al enemigo a vida o muerte.
En apenas un minuto infernal que pareció más de una hora, Lince derribó al asesino contra la
chimenea. Éste se sujetó con dificultad para no caer en el fuego. Entonces Lince aprovechó
para arrancarle la capucha.
Ante su sorpresa, se encontró con el rostro jadeante de la agente Carla Ruiz, que por todo
saludo le escupió a la cara con odio. Lince le dijo:
- Vaya con la enferma. ¿Ahora eres en tus horas extras asesina a sueldo?
Carla intentó escupirle otra vez. Lince cogió la pistola del suelo y le apuntó.
- ¿Serás capaz de matarme? – dijo Carla.
- ¿Por qué no? Igual que tú me hubieras matado a mí y a ese desgraciado de Leslie. ¿Quién te
paga? Habla si quieres vivir.
En los bellos ojos malignos de Carla Ruiz apuntó también un pequeño destello de miedo. Confesó
que la había contratado Marcos Duro, para quitar de en medio a Leslie, que ya no era más que
un estorbo.
- ¿Y cómo va a pagarte?
- Eso es lo más interesante – ijo Carla para salvar su vida–. Cien mil euros…
Lince escuchó con atención, y le explicó a su vez los macabros propósitos de Duro, cuyos
detalles Carla desconocía hasta entonces. Idearon un plan. Se escondieron tras la ventana, en
el patio interior.
Pocos minutos después entró en el pisucho Marcos Duro. Venía solo, bien vestido como siempre,
con un buen abrigo sobre su traje. Descubrió a Leslie medio desangrado, junto al fuego, la
cabeza caída sobre los hombros. Sonrió con satisfacción. Cogió de la vieja mesa los
manuscritos que Lince había salvado del fuego, para llevárselos y sacarles un suculento
provecho.
Entonces entraron Lince y Carla Ruiz por la ventana. Lince apuntó al pecho de Marcos Duro, a
ese corazón que no tenía.
- ¡El dinero! –le dijo.
Duro comprendió que iba en serio. Sacó el fajo de cien mil euros y lo puso sobre la vieja mesa
con mucho cuidado.
- Ahora estamos en paz, ¿eh? – dijo Duro volviendo a levantar las manos.
- No del todo – dijo Lince.
Él y Carla desnudaron a Duro, le amordazaron y ataron de pies y manos, dejándole así en el
patio de vecinos. Alguien le encontraría después allí, descubrirían quién era, en un espantoso
ridículo de escándalo para sus negocios.
Llevaron en seguida a Leslie al hospital y le estuvieron acompañando, pues tampoco tenía más
familia. En cuanto Leslie recuperó la conciencia, Lince le dejó los cien mil euros sobre la
almohada y le dijo:
- Esto es para ti. Te lo mereces. Cuando te recuperes del todo, cómprate una granja en algún
maldito sitio lejos de aquí.
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