Te veo, Valparaíso, como una luciérnaga perdida en la noche del mundo. Te oigo con tus cuerdas
vocales cansadas de gritar un océano que no comprendes. Tu cara gastada acuna rincones que
esconden gatos y niños; rincones americanos, salvajes, que con grietas de tierra y cal
escriben pasados de terremotos y pobrezas.
Te veo entregada a los días, al paso de reyes y almas deshabitadas. Toda tu piel porteña,
sumisa, abatida y golpeada por los soles y las suelas que gastan tus entrañas. Algunas palomas
te siguen los pasos, pero tú vas oblicua, obligándonos al lento andar por tus empinados
caprichos. Y si vamos rápido, nos devuelves al piso, como cosa de poco valor que no logra
entender la cadencia triste y arrinconada de tu nombre. Ese nombre (que también portentoso) me
fuerza a perderme.
Tú misma, Valparaíso, te pierdes en la inocencia y la perversidad de ese nombre; nos
maravillas con el oleaje perfecto de tus calmas. Sales al Pacífico con una paz venenosa, con
un poema sobre los colores de los murales que te visten. Eres una niña índigo; una suerte de
princesa del sur. Cuando sueñas se calla el tiempo, pero lo haces cuando nadie te ve, oculta
detrás de tu solitario edén del Pacífico. Sueñas y acaso lloras porque estás sola entre
titanes, recordando siempre tu luz de luciérnaga, tu vestido inmaculado de pequeña.
Tú y yo nos conocemos. Te veo mientras camino y tú, pícara, me sacas lágrimas. Como si alguna
vez, antes, nos hubiéramos encontrado en algún lugar. ¿Dónde nos vimos, Valparaíso? ¿En los
versos de algún poeta? No. No fue sólo en la literatura nuestro encuentro. Hay carnadura en
nuestro andar (o acaso el andar que tú me permites). ¿Dónde me escribiste antes de que te
escribiera? ¿Dónde y cuándo le hiciste un guiño a mi alma siempre solitaria?
No te envalentones Valparaíso si te digo que te veo triste. Que no te ofusque el orgullo si
confieso que acudo a tus abrazos silenciosos porque me necesitas (y también porque te
necesito). Pero no, tú no puedes ser violenta. Tú sabes de la religión de tus calles, tú eres
la dueña de las paulatinas peregrinaciones hacia tus cimas. Tú sabes cuándo callar y cuándo
agitarte. Pero parece, pobre, pobre Valparaíso, que ya no te agitas, que ya no recuerdas las
proezas de los grandes.
Te veo, amiga Valparaíso, hundida en el mundo. Y por eso te dedico mi lágrima y mis poemas. Te
dedico este amor que se hace fundamental mientras te observo. Espero que me perdones, dulce
ciudad niña, el atrevimiento audaz de una extranjera. Es que tienes algo que también es mío.
Tienes la voz del poeta.
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