(POR LA AGENTE CARLA RUIZ)
Si me preguntas quién es Víctor Lince, te diré que ante todo es un aventurero, casi un
vagabundo, amante sin embargo de la buena vida y los grandes placeres.
Espero que mi jefe el inspector Jorge Leiva no lea esto, porque siempre quiso atrapar a ese
vividor ladrón para encarcelarle, pero mis sentimientos hacia Lince son más complicados, con
una mezcla agridulce difícil de explicar en una mujer.
Cuando conocí a Lince siempre iba acompañado por su perrillo Chispa, el único ser de quien se
fiaba en este mundo y posiblemente el único a quien quería de verdad, pues Chispa le fue fiel
de un modo incondicional hasta la muerte, lo que llegó a producirme terribles celos.
Chispa era un perrillo blanco, moteado de negro su perfecto hocico rastreador; más veloz y más
vivo que el hambre, no había botín que se le escapara. Parecía un perro vulgar, pero no lo
era, sino el más fino ratero que vieran mis ojos, envidia de la policía, que nunca tuvimos
perro tan hábil ni tan logrero.
Esa mañana del 20 de mayo hacía una primavera espectacular, radiante y fresquita por unos
días, más bella aún que el otoño. Sin embargo, la crisis económica seguía haciendo estragos,
había huelga convocada en todo el sector y las instalaciones de la capital como del país
funcionaban sólo con los servicios mínimos. Un día ideal para cometer un gran robo.
Lince se había permitido el lujo de amenazar en público, nada menos que en un anuncio de
periódico, a la joyería Tirado, que no era una joyería como las demás. Se encontraba en una
calle recoleta junto a la Plaza Mayor, y sabíamos que trabajaban con joyas robadas. Por
increíble que parezca, el clan Tirado se dedicaba al robo de joyas, para luego revenderlas en
su local. La gente las compraba porque eran más baratas, y así los Tirado hacían un negocio
redondo, se estaban forrando en plena crisis.
Nadie se atrevía a denunciarles, porque tanto el padre como los hijos ya habían dado sobradas
muestras de una violencia brutal. Cualquiera que los delatara sabía que se exponía junto a su
familia a una venganza tan cruel como impune. Ni la policía del distrito Centro podíamos
actuar contra ellos. Se rumoreaba que tenían amenazadas a las hijas del comisario Rivas, el
cual no se caracterizaba por su valentía heroica, y que aquello le había sumido en una
depresión de la que no se recuperaba desde había más de un año, que a punto estuvo de llevarle
asqueado a la prejubilación.
Si el comisario ordenaba la detención de los Tirado y el cierre de su local, podía estar
seguro de que días después, semanas después o meses después, una de sus hijas o ambas
aparecerían muertas de un modo accidental pero misterioso: un repentino atropello, una
intoxicación alimenticia, un fallo en su automóvil…
En medio de aquel tumulto de rumores, Víctor Lince osó publicar el siguiente anuncio en un
periódico de tirada nacional:
“Estimado señor Tirado e hijos:
Me siento muy afortunado de haber tenido noticia de su excelente colección de joyas. Me
interesa en particular la estrella de su joyería, el collar de esmeraldas que fue traído de
Suráfrica en 1992, envidia de toda Europa y del mundo civilizado. Tengo entendido que dicho
estuche fue sustraído al marqués de Brandueso, poco después de que cerrara su fábrica en el
barrio de Aluche, declarándose en suspensión de pagos y dejando a todos sus trabajadores e
inversores sin un céntimo. Sea como fuere, ahora tengo la intención de robar a su vez el
collar de esmeraldas de su caja fuerte, ya sabe, la que tienen detrás del falso Miró y cuya
combinación de cinco dígitos termina en 7. No se molesten en cambiar la combinación otra vez:
resulta complicado y no merecería la pena. Tampoco les aconsejo que intenten trasladar las
esmeraldas, y menos que acudan a probar más aún la paciencia de la policía. Ruego que dejen
las esmeraldas donde están, para que yo pueda recogerlas antes de la medianoche de hoy. Les
agradezco de antemano su atención y su cortesía.”
Firmado: L
En Madrid y en España entera ya sabían todos lo que significaba “Firmado: L”: una advertencia
rubricada de Víctor Lince.
Cuando Jacobo Tirado, el padre del clan, leyó el anuncio de periódico, sufrió un ataque de ira
que descargó insultando y golpeando a sus hijos. Era un hombrecillo mediano, moreno y con
bigote, atento y simpático en sociedad, pero cuya crueldad podía llegar hasta extremos
terribles, como sabían bien sus propios hijos. Tenía pequeños ojos de lobo, que siempre
miraban fijo, y aunque sonreía con frecuencia, nunca se le iba esa expresión de depredador a
punto de saltar sobre su presa.
Sus dos hijos veinteañeros eran agresivos perros de presa a las órdenes del padre, dañinos por
necios obedientes al mal que siempre habían conocido. El mayor, Nicolás Tirado, era moreno
como el padre, con pelo rizado y largo; de complexión también fina, reía con frecuencia, pero
eso no le privaba de cometer todas las bajezas que se le ponían por delante, siempre que
quedaran impunes para su malvada cobardía.
El menor, David Tirado, no le iba a la zaga a su familia en el arte de sablear a los demás,
como rata que muerde y huye. Había heredado el cuerpo de su madre, rubicundo y grueso. Por eso
parecía más calmado, pero en realidad siempre estaba dispuesto a apuñalar a cualquiera que le
diese la espalda.
Ahora preso de un ataque de ira, Jacobo Tirado azotaba a sus hijos con la fusta que guardaba
bajo el mostrador, tachándoles de inútiles e indignos de su sangre. ¿Cómo era posible que
Víctor Lince, por mucho que ya estuviera considerado el mejor ladrón justiciero del país,
conociera un collar de esmeraldas que nunca habían mostrado en público, e incluso la
combinación de la caja fuerte? Era evidente que habían sufrido en su tienda fallos de control
y de seguridad.
¿Cómo se atrevía Víctor Lince a amenazarle con robar su gran collar de esmeraldas, y nada
menos que en un periódico nacional, a la vista de todos, lo que ya constituía una humillación
pública para sus intereses como clan y los de su negocio?
Debían prepararse con uñas y dientes para que todo aquello quedara en una fanfarronada, un
estruendoso fracaso de Lince y un nuevo éxito de la familia Tirado. Las esmeraldas tenían que
seguir en su poder después de la medianoche, y Víctor Lince, si osaba cruzarse de verdad en su
camino, debía morir o mejor arrepentirse para siempre de haber nacido con semejante
arrogancia.
* * *
Aquella noche se armó un buen jaleo junto a la Plaza Mayor de Madrid. Los curiosos rodeaban la
joyería Tirado, atraídos por la noticia. A la policía del Distrito Centro también se nos
ordenó acudir, con la misión –chúpate esa– de proteger el local de los Tirado y detener a
Víctor Lince en cuanto se presentara. Allí estaba yo con los agentes Prieto y Castilla, a las
órdenes del inspector Leiva, que tenía especial interés en meter a Lince entre rejas por mucho
tiempo.
Reconozco que yo sentía expectación por ver aparecer a Víctor Lince, debido al aura de fama
que le rodeaba y a todas las fantásticas historias que corrían sobre él. No es que me gustara
ni nada de eso, por muy guapo que fuera el tío, pues sabía que era un bandido con las mujeres,
y no consiento que me manejen, soy yo la que tengo los tíos a patadas y los desprecio como
quiero. Esos canallas que te roban el corazón y luego se largan no me interesan.
El problema sería reconocer a Víctor Lince, todo un maestro del disfraz. Sabíamos que
aparecería – siempre cumple sus osadas amenazas –, pero no de qué forma. Podía presentarse
como un viejo, o un mendigo, un artista estrafalario, incluso como un policía o hasta una
mujer. Nunca se sabía cómo ni quién daría el golpe, pero teníamos la importante información de
la hora, el lugar y el objetivo. Era la ventaja que nos daba ese arrogante de Lince, que haría
después todo lo posible por burlar a los Tirado y hasta a nosotros la policía.
Yo me recreaba imaginando que me cabría el honor de descubrirle y detenerle. Le llevaría
esposado a la comisaría, junto a mí, en el furgón policial. En las dependencias policiales le
sometería a un minucioso interrogatorio, para conocerlo todo sobre él. Si hiciera falta le
presionaría para que hablase, acercándome a su oído, tocándole sus manos esposadas y
acariciándole el cabello rubio, muy cerca de esa carita de niño bueno que tanto atrae a otras.
Eran las doce menos cuarto y Lince aún no había dado señales de vida. Recibimos la orden desde
la comisaría de desalojar la calle, ya que entre la bulla era el mejor modo que Lince tenía de
camuflarse con impunidad. Los Tirado seguían atrincherados en su local, con las puertas
cerradas, custodiando su caja fuerte.
Estábamos desalojando con dificultad a toda la gente, cuando un turista rubio salió de entre
la multitud y comenzó a trepar por la ventana hasta el balcón de los Tirado. Tenía pinta de
guiri, con pantalón corto, camiseta floreada y zapatillas.
- ¡Mirad, es Lince! – empezó a gritar la gente.
Y se armó un tumulto imposible de controlar.
- ¡Lince está trepando al balcón! –decían.
Tuvimos que arreglárnoslas para contener a la gente y a la vez cazar al intruso. El inspector
Leiva nos dio órdenes tajantes de que mantuviéramos alejado al gentío, y fue él quien se
encargó de trepar tras el ladrón.
Sólo pudo atraparle ya en el balcón, porque estaba cerrado y Lince no pudo abrirlo a tiempo
para entrar en la casa. Allí mantuvieron un brutal forcejeo.
Los demás lo seguíamos desde abajo con impaciencia, tanto los curiosos como nosotros los
agentes de la policía.
En el estrecho balcón, el inspector y Lince llegaron a las manos, en una lucha encarnizada por
ganar. Lince quería huir para dar su golpe a toda costa, y Leiva estaba dispuesto a lo que
fuese para reducirlo.
Finalmente el inspector sacó su pistola y le golpeó con ella en la cabeza, hasta que logró
ponerle de rodillas y colocarle las esposas.
Abajo la gente estaba un poco decepcionada, y la verdad yo también. El espectáculo se había
terminado. Ayudamos al inspector a descolgar a Lince por el balcón, que estaba ya casi
inconsciente. Era posible que tuviéramos que llamar a una ambulancia. El inspector Leiva había
ganado y Lince había perdido. La gente curiosa nos rodeaba. Yo me acerqué para escrutar el
rostro de Lince.
Entonces se abrió el balcón de los Tirado, apareció de repente el padre, Jacobo Tirado, y nos
gritó desde arriba fuera de sí:
- ¡Las esmeraldas! ¡Nos han robado las esmeraldas!
* * *
Los Tirado me producían un asco que no me preocupaba de disimular. El padre y los hijos tenían
algo repulsivo, un aire de desfachatez insoportable, así que anoté su declaración de mala gana
y con cara de pocos amigos.
Me lo había encargado el inspector Leiva, que mientras tanto custodiaba junto a su fiel Prieto
a ese pieza de Víctor Lince. Más atrás, el silencioso agente Castilla nos protegía, dispuesto
a sacar su arma a la mínima sospecha.
Estábamos en el despacho de los Tirado, en la primera planta de su vivienda, junto a la caja
fuerte. En la calle quedaban algunos curiosos nocturnos, pero la mayoría ya se habían ido a
sus casas.
Yo estaba sentada frente a Jacobo Tirado en su mesa de despacho, tan funcional como fea. Tras
el padre, como dos cínicos perros guardianes, sus hijos me miraban burlones, a lo que yo les
respondía con gestos de desdén.
Junto a mí, Víctor Lince impasible estaba custodiado por mis compañeros. Aun disfrazado de
guiri tenía la belleza apolínea de un joven dios griego. Él creería que no me había dado
cuenta, pues no lo había mirado ni mostré ningún aprecio hacia él, pero yo sabía perfectamente
dónde y cómo se encontraba.
- ¿Qué ha pasado? – le pregunté a Jacobo Tirado con mi voz más chillona e impertinente adrede.
Mis compañeros policías aguardaban expectantes la declaración. Jacobo Tirado señaló al falso
Miró que colgaba a sus espaldas y dijo:
- Unos minutos antes de las doce no pude soportarlo más y saqué el collar de esmeraldas de la
caja fuerte, para asegurarme de tenerlo entre mis manos. No quería que ese ladino de Lince nos
engañara y se llevara el contenido de la caja sin que nos diéramos cuenta desde la habitación
de atrás.
- ¿Entonces cómo ocurrió? – dije.
- ¿Ve esa ventanita de refrigeración? – dijo señalando al rincón –. Es tan pequeña que no cabe
ni mi brazo. Cuando teníamos el collar sobre la mesa, entró por el ventanuco un maldito perro
ratero, con dos brincos cogió el collar en la boca ante nuestras narices y salió por la
ventanita en un santiamén. Antes de que pudiéramos reaccionar y levantarnos ya había
desaparecido con el collar.
Reprimí una risotada ante sus narices. Mi jefe y mis compañeros estaban estupefactos, y Lince
seguía sin inmutarse.
El inspector Leiva decidió que no había testigos ni pruebas – al margen de los Tirado – de que
aquello hubiera ocurrido. El collar de perlas no tenía certificado de propiedad, ni estaba
asegurado, sino que flotaba como es lógico en un limbo alegal. Nadie había visto al perrillo
con el collar ni sabía dónde estaban ahora. Y en cualquier caso, aunque el inspector no lo
dijo, quien roba a un ladrón tendría cien años de perdón.
Así que mi jefe ordenó dejar libre a Víctor Lince, pues no teníamos prueba alguna contra él.
Le dejamos marchar y nos fuimos también de la casa de los Tirado hacia la comisaría, yo desde
luego sin despedirme ni mirar atrás.
Como siempre, Víctor Lince había sido muy hábil. Al trepar por la ventana en la calle llena de
curiosos y de policía, desvió la atención hacia él. Mientras tanto, su avispado perrillo
Chispa aprovechó el menor resquicio y descuido de los Tirado para correr con el collar de
esmeraldas.
Ahora no había ninguna acusación formal posible contra Lince, y los Tirado se quedaron con un
palmo de narices. Pero Jacobo tirado tenía un maligno as guardado en su mugrienta manga de
triunfante estafador.
Ordenó a sus hijos que siguieran a Lince y estuvieran al acecho. Lince fue al tugurio donde
paraba en esa ocasión en Madrid, una pensión en la calle Hortaleza, pues aun con un collar de
esmeraldas recién en su poder, no tenía ni un céntimo.
Chispa había entrado también en la pensión por la ventana que daba al patio, de modo que los
dueños de la pensión no lo sabían. Pero los hermanos Tirado sí. Desde la ventana vieron cómo
Lince le daba de comer a su perrito Chispa, con todo el cariño de un buen amo que le premiaba
además por la hazaña del collar. Luego Lince se vistió de mendigo, cogió el collar de
esmeraldas y volvió a salir.
Las instrucciones de Jacobo Tirado eran recuperar el collar a toda costa, así que sus hijos,
en lugar de perseguir al veloz Lince y atacarle de frente, entraron por la ventana en cuanto
se fue al cuarto donde estaba el perrito Chispa.
Gracias a esa cobardía cruel, después no supieron adónde había ido Lince con el collar.
Creyeron que quería venderlo con prisas, así que recorrieron todas las casas de empeño de oro
y joyas más conocidas de la ciudad, como las de la calle Montera, pero en ninguna supieron
decirles nada del collar, a pesar de sus amenazas.
No es vanidad, pero yo era la única que sabía adónde había ido Lince con el collar. Se
presentó en la comisaría y preguntó por mí. Yo estaba descansando en la sala de juntas de la
peripecia anterior. Cuando me avisaron, bajé a la calle y me encontré a un mendigo harapiento
que decía tener cierta información valiosa sobre el collar, pero que sólo a mí podía contarla.
Era un mendigo joven, rubio y muy guapo.
Me hizo señas para que le siguiera en silencio. Lo hice como sonámbula, calle Leganitos abajo,
hasta una esquina solitaria poco antes de llegar a la Plaza de España.
Lince me cogió las manos, me crucificó contra la pared y me dijo muy cerca:
- Tengo algo para ti.
- No lo quiero – le volví la cara con desprecio.
- Te gustará, ya verás.
Se acercó aún más, casi rozando su rostro con el mío. Me solté con rabia y le di una torta,
pero no muy fuerte.
- Esto es acoso a una agente de la autoridad –le dije.
- No – repuso –, agresión de una agente de la autoridad.
Sacó el collar de esmeraldas y me lo mostró. Incluso de noche brillaba, con finos destellos
verdes que me deslumbraron. Y valía una fortuna.
- Te lo regalo – me dijo.
- Es un objeto robado.
- Sí, a los Tirado, que a su vez se lo robaron a ese estafador de Brandueso.
- Los perjudicados fueron sus trabajadores, que se quedaron en la calle.
- Y tú ahora podrías beneficiarte.
- Lo siento, pero tengo mis principios.
Lince me miró a los ojos y dijo:
- Esta joya brilla menos que tú, pero en tu cuello aprendería belleza.
No sabía qué hacer, si detenerle o besarle. Opté por hacerle otro gesto de desprecio para
dañar su soberbia.
- Tienes que entregarlo – dije –, o te arrestaré.
- No podrías hacerlo tú sola.
- Sabes que sí. Tienes un punto flaco: ¡te gusto!
- ¡Ja! Soy yo quien te gusta a ti.
Éramos a cual más orgulloso, pero yo como mujer jamás daría mi brazo a torcer. Al final le
convencí. Sólo puso la condición de recoger su escaso equipaje y a su perrillo Chispa de la
pensión. Le acompañé muy de cerca, por su hacía alguna maniobra rara y tenía que sujetarle por
sus fornidos brazos o por la cintura.
Paraba en una pensión más cutre aún de lo que yo creía. Recorrimos un pasillo oscuro, bajo y
estrecho. Abrió la vieja puerta de su cuarto, que emitió un quejido largo como un mal augurio.
En el interior, en medio del suelo, yacía muerto Chispa. Lo habían degollado. Su sangre oscura
llenaba todo alrededor, incluso la nota de amenaza que habían dejado los agresores, sobre lo
que le pasaría a Lince si no entregaba el collar. Al fondo, la ventana por donde habían
entrado y huido seguía abierta.
Lince se arrodilló junto al perrillo muerto. Fue la única vez que le vi llorar, con la
desamparada sinceridad de un niño. “¡Nunca te olvidaré, Chispa!”, gemía desconsolado una y
otra vez. Sentí unas inmensas ganas de abrazarle y consolarle, pero guardé firme la
compostura, como agente de la policía.
En un patético silencio, cogió con mucho cuidado el cadáver de Chispa y lo envolvió en una
mantita para llevárselo a enterrarlo. Con Chispa envuelto en sus brazos y lágrimas aún en los
ojos me dijo:
- ¡Fuera de aquí! – su mirada y su tono tenían tal fiereza que obedecí y me largué, segura de
que si no la habría emprendido de inmediato conmigo. No quería ser la primera que se le
enfrentara en esos terribles momentos, pues era evidente que su gran pena por Chispa estaba
dando paso a una despiadada sed de venganza.
Horas después todos nos enteramos de lo que había ocurrido esa misma madrugada. Tras enterrar
a su perrillo en las afueras, Lince fue al barrio de Aluche, se informó de dónde vivía el
representante de la plataforma de trabajadores que el Marqués de Brandueso había dejado en la
miseria y le dio el collar de esmeraldas, para que los trabajadores pudieran subsistir un buen
tiempo con sus familias.
Luego fue a buscar a los Tirado en su local, fingiéndose asustado por la muerte de su perro y
por la nota de amenaza, con la intención simulada de devolverles el collar que en realidad ya
no estaba en su poder. Los hermanos Tirado se burlaron de él en sus morros, creyendo que le
habían minado la moral.
Entonces Lince actuó. La pelea fue con navajas. Una reyerta a navajazos es lo más terrible que
hay, peor que un tiroteo. Lince sacó su navaja de monte y los hermanos Tirado las suyas, con
las que habían matado poco antes a Chispa.
El primero en caer fue Nicolás Tirado. Lince le apuñaló en los riñones, para que tuviera una
muerte lenta y dolorosa pero segura.
Entonces David Tirado le suplicó, llorando por su juventud y su futuro, pero cuando Lince
estuvo a punto de indultarle, David Tirado trató de apuñalarle por la espalda. Lince se
revolvió y le endiñó tres cuchilladas en la barriga. Y para que no quedara duda, le marcó la
cara en forma de “L”. Después limpió despacio su navaja, la cerró con parsimonia y se fue de
allí.
Sólo el padre, Jacobo Tirado, consiguió huir. Era el más astuto, el cerebro de toda la
operación, y en cuanto oyó el jaleo corrió por la puerta falsa.
Murió un mes después, en un extraño accidente de tráfico.
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