Había una vez manos. Manos que asieron un trozo de roca o de madera dura, le dieron filo
por un extremo y empuñadura por el otro. Era, rudimentaria, una herramienta. Mucho después,
aplicando tracción animal a una lámina de madera, abrieron los labriegos un surco, y allí
sembraron. Y fue el arado, l as cosechas y de ambulantes las tribus pasaron a sedentarias.
Había una vez manos, miles y miles, reunidas en un mismo lugar de los desiertos a orillas del
Nilo. Un proyecto y un amo, los cuerpos se extenuaron, los hombres murieron de fatiga, allí se
levantaron pirámides. Vinieron los imperios, las guerras en gran escala. Manos y manos
corrieron a tomar las armas. Fue el exterminio y una lección: ¿por qué exterminar a los
prisioneros? Más vale ponerlos a trabajar y allí nació la esclavitud. Se hizo la paz. Y se
hizo la guerra. Y nuevamente la paz. Con el último legionario romano, cayó el último gran
imperio antiguo, sin dejar sucesores. Y las manos regresaron al arado y a la tierra.
Pero el arado les fue poco y la tierra les fue chica. Y se echaron al océano, las manos
empuñando remos y timón. Y aun así, abrazándola con sus barcos, la tierra no les bastó a los
hombres: sus frutos les parecieron mezquinos. Y entonces otras manos dejaron el arado para
levantar fábricas. Fueron la industria, las ciudades, las vías de comunicación, la ciencia, la
tecnología, el mundo sobre ruedas. Pero las manos volvieron a la guerra y todo otra vez
destruido. Y entonces había una vez… un trozo de roca o de madura dura que se habían
transformado por obra de las manos hombre mismo y puesto en sus manos tanto una fábrica como
una bomba atómica. ¿Para eso nos dimos tanto trabajo…?
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