Tropecé en colores terrosos que guardaban tus cabellos crespos. Desperté pensándote cuando un
lucero perdido me encontró en la amazonía extraña de la tierra. Tierra que con tus propias
manos plantaste de verde utopía. Tus pies nacieron al ritmo de los calores y florecieron
amplios sobre pañuelos. Aunque vos caminaste descalza siempre, armando en cada paso el
comercio de dioses y mortales.
Madre-sin-nombre, que me has criado en cuentos fenicios, a dos aguas cortadas con eso que hay
de árabe en tus peleas. Que me enseñaste a callar cuando la lluvia habla y a obedecer el
despiste del tiempo. Madre-muchos-nombres, que una noche confesaste ser vieja y aún celebrar
el amor como pequeña.
Perlita, como me llamabas, crecí de belleza en belleza gracias a tu mirada de oro profundo.
¡Cómo me habría gustado tocar tu útero de música y nacer de alma morena! Pero heredé, milagro,
tus ojos verdes y unos rulos portentosos y el cuerpo que late inmediato y te busca. Mientras
vos danzás lejana, sobre aguas tremebundas y llamas austeras, dando dos versos simpáticos
rescatando tu sangre de imperio y mareas.
Escucho el sabor de los tambores, que son tus pies en el desierto. Cada noche tu estrella me
cuenta de pasados faraones que rumeaban tu historia perdida, y pienso en las muchas madres que
he tenido y que fluyen en vos, diosa-cultivo, diosa-desértica, diosa sin frío.
Tropiezo hoy con tu mirada.
Suave enseñanza de poesía.
Madre África mía.
Ver Curriculum
