Esta historia sucedió hace muchos años, cuando sobre el cielo de mi tierra, gordas nubes de
plomo, comenzaron una danza alocada. Cuando la primavera asomó salpicada de sangre de pueblo
trabajador y una caterva de caranchos, con insignias doradas en el pecho, afilaba sus garras
desgranando pedazos a la historia. El odio de clase, predecesor y sucesor de otros enconos de
sinrazones, irrumpió en la escena nacional pisoteando el derecho al trabajo y a la decisión.
Mi hogar padeció situaciones de espanto, pero jamás hubo permiso para llantos ni demoras, sí
en cambio, se abrió paso a la palabra resistencia alcanzando un sitio de honor en nuestra
mesa.
En las interminables noches de ausencia de mi padre, seguramente viendo la tristeza en mis
ojos de niña, mamá me enseño que la lucha por los derechos era imprescindible y realmente fui
incorporando esa idea. Aprendí que las lágrimas, muchas veces, hay que transformarlas en
bronca motora de instancias superadoras, imprescindibles.
Como docente y militante y por si eso fuera poco, como compañera de un dirigente
político-sindical, perdió la posibilidad de acceso a empleo formal, pero supo saltar el
obstáculo. Fue entonces, cuando la sala de casa se llenó de banquetas y de niños inquietos que
necesitaban apoyo para sus tareas escolares, la familia que podía pagar lo hacía, los niños
cuyo entorno era muy pobre, tomaban clases igual.
Aprendí en aquellos tiempos qué cosa era la sensibilidad social y con los años pude ver cómo
ingresaba en terapia intensiva.
Todos los días por la puerta de casa pasaba un señor con un carrito tirado por un caballo
marrón con una mancha blanca en la frente, voceando: “botelleeeeroooo, botella, trapo viejo,
mueble viejo, diario viejo p’a vender, boootelleeeerooooo”. En primavera, cuando comenzaba a
apretar el calorcito anunciando la inminencia del verano, mamá dejaba la puerta y las ventanas
abiertas para que la brisa se colara; además, el lugar se convertía en una especie de atalaya
desde donde podía observar mis juegos en la calle.
Una tarde, el botellero, detuvo la marcha de su caballo en la puerta de nuestra vivienda. Ahí
me enteré que la tracción a sangre en realidad era una yegüita y se llamaba Palmira.
¡Fue tan hermoso ver a Palmira mordisqueando el pastito que crecía bajo el árbol que daba
sombra a la casa, que se me ocurrió convidarla con mi chupetín! Deduje que tendría hambre y
era el único paliativo que encontré a mano. O a boca, para hablar correctamente.
Palmira, supuse que agradecida, lamió el dulce y esa fue la primera vez que compartí una
golosina con una caballa con manchita en la frente. Una lamida ella, otra yo y ambas nos
mirábamos a los ojos estableciendo una comunión sin hostias, sin genuflexión y sobre todo con
desprendimiento absoluto del sentimiento de culpa. Por suerte mamá se distrajo perdiéndose el
espectáculo de la relación recién nacida entre su hija y la yegua. No se si la hubiera
apoyado, todo bien con intercambios bípedo-cuadrúpedo, pero me refiero a eso de los
lengüetazos…
-Cuídamela, pidió el botellero y se paró en la ventana mirando hacia adentro. Mi madre
interrumpió su clase y se dirigió hacia donde estaba el hombre.
-Buenas tardes, compañero, saludó ella. ¿Puedo ayudarlo en algo?
(¡Claro, eran tiempos en los que para alguna gente un trabajador no representaba un peligro
inminente sino que era parte de una unidad clasista!)
-Perdone, señora, pero ¿sabe? Yo dejé la escuela en segundo grado, después hubo que salir a
ganarse la vida para ayudar en casa. Cuando veo chicos estudiando me da un nudito aquí, agregó
tocándose la panza.
-¡Pero yo podría dictarle clases! Puede venir mañana mismo, coordinemos un horario y tiene las
puertas abiertas, respondió mi madre. Ni piense en tener que abonar nada, usted debe terminar
su ciclo y lo ayudaré con mucho gusto, agregó mamá enfáticamente.
-Gracias señora, pero es tarde ya, respondió, no tengo tiempo. Solo quería contarle que me
gusta mucho la poesía, escribí algunas y si usted quiere se las dejo y me da su opinión. Eso
sí, por favor que nadie las vea, porque yo tengo muchas faltas. Una vez se las mostré a una
mujer muy preparada y me dijo que eso no era poesía, que había reglas para ser poeta y sobre
todo debía no tener errores. Seguro que tenía razón, por eso dejé de hacerlas, pero guardé
algunas y por ahí a usted le sirvan y se las pueda leer a los chicos, pero que no las lean
ellos, casi rogó.
El botellero dejó un pilón de hojas amarillentas en manos de mi madre, saludó con la misma
cortesía con la que se presentó y acarició mi cabecita antes de subir al carro y llevarse a
Palmira, que a la vez se llevó mi chupetín, lo que no me causó ninguna gracia.
-¡Yegua maleducada! dije tirando la piedra de la rayuela contra las huellas que dejaba el
carro que se alejaba. (Hoy toda huella que veo me sabe a chupetín)
Cuando terminó la clase, los chicos comenzaron a burlarse y con sobrados motivos:
-¡La yegua te robó el chipetí-iiiin, la yegua es más viva que vo-ooosss, cantaban con la
espontaneidad maravillosa que las criaturas tienen y van dejando por los caminos de la vida a
medida que se va madurando! ¿Madurando? Bueno, así dicen. ¡Qué se yo!
Entré a casa mascando bronca, indignación y amasando las ganas de tirarle piedrazos al día
siguiente, cuando Palmira pasara por la calle como todos los días. Y cuando volvieran los
chicos…
De pronto vi a mamá secarse lágrimas que se deslizaban por sus mejillas suavecitas como el
algodón.
-¿Por qué llorás tía? Preguntó Griselda, (Pochita) mi prima que era seis años mayor que yo y
con la que mami hablaba de mujer a mujer, aumentando mi bronca. En ese momento encontré una
nueva víctima para la venganza del día siguiente: ¡Pochigriselda, a vos también te voy a hacer
algo! pensé aunque no lo dije en voz alta.
-Leé Pochita, fíjate como siente este hombre, invitó mamá.
-¡Ay tía!, respondió mi prima pasando sus ojos sobre el papel ajado, me gusta pero tiene
muchas faltas de ortografía, escribió hacer sin hache y ver con b larga.
Mami acarició la cabeza de Pochi, la abrazó como siempre hacía pese a mis celos infantiles que
se descargaban en mis dientecitos que a la vez mordían mi lengua, antes de explicar:
-Pochita, cuando pase el carrito pensá que allí va un poeta innato. Un hombre que no tuvo la
posibilidad de acceso a la cultura. Hay montones como él y son los eternos invisibilizados en
un mundo donde las reglas las imponen entre palabras difíciles.
-Este hombre hace hablar su alma y eso debemos sentir, siguió diciendo mi madre. Son latidos
los suyos y como tales, lo celebro e incentivo más allá de reglas ortográficas, agregó.
-¿Pero es poesía eso? Preguntó mi prima.
-Para mí sí, respondió mamá, pero no soy ni quisiera ser crítica literaria. Apenas llego a
preguntarme si acaso no sirve la poesía cuando nace en la mesa sin pan, en la mesa sin vino
del obrero. Este hombre, como tantos, habla con la simpleza del que no recorrió páginas porque
no pudo, ¿pero, quién puede desvalorizar lo que siente? ¿Un verdadero artista? ¡Para mí, no.
De ningún modo!
-Hay gente que erige monumentos a la cultura aún con ausencia absoluta de herramientas
literarias. Gente que es capaz de negarle un tiempo al descanso, luego de durísimas jornadas
que encallecen sus manos y llenan el cuerpo de sudor rancio. Gente que termina siendo arrojada
como paria por los senderos de la vida selectiva que sacraliza intelectos descalificando
esfuerzos, completó su idea mamá, aunque yo no entendía nada, menos con chupetín arrebatado…
Griselda y yo recordamos la historia muchas veces cuando mami ya no estuvo físicamente, porque
a un médico irresponsable se le ocurrió escribir la peor “poesía” al dolor, nacida de un error
imperdonable.
Aprendí aquel día de hace tanto, que bien puede la poesía crecer sobre huellas de barro
congelado, o sobre terrones de polvo transpirados aunque termine dando vueltas carnero en
algún cajón inexplorado… Aprendí que el desconocimiento de las reglas ortográficas no es
obstáculo facilitador de que el corazón quede encriptado.
Como te dije antes, esta tarde recuerdo y de paso confieso, también acabo de perdonar para
siempre a Palmira.
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