Lo único sagrado en este y en otros mundos, es el impulso
que lleva a una mujer a buscar a un hombre.
En la soledad de los círculos, como llamara el hombre unicornio a su permanencia en el Mundo
sin nombre, recordaba con frecuencia a la doctora Hannah Kobayashi. Ella forjó su Cripsis
entre el nacimiento y los doce años de la edad humana. Fue además, la principal y única
familia del escritor. Nunca había conocido a su madre, y del padre sólo recordaba el rostro
grueso, curtido y los labios formando un desesperado rectángulo. Tenía diez años cuando le
informaron que se había suicidado y no lo sorprendió demasiado la noticia.
La doctora Kobayashi cumplió papeles de madre y padre. Once años duró la Cripsis, el fatigoso
y prolongado proceso por el cual logró el disfraz humano, que ocultaría la naturaleza de
unicornio. Recordaba las noches en que la médica, a quien él llamaba “Flor”, lo acunaba y
cantaba. Lo más doloroso había sido la luz fría a base de cobalto que debió aplicarle durante
meses. Aún la sentía quemar su vientre con un hielo azulado. Era el método para ocultar el
cuerno; para que los hombres no pudieran dañarlo en su función de unir la tierra con el cielo.
A veces el escritor se preguntaba por el breve momento en que, para lograr la Cripsis, el
unicornio se había fundido con el hombre. Había sido una de aquellas noches en que recibiera
los abrazos de la doctora Kobayashi, mientras olía su perfume y sentía el calor de su piel.
En el mundo sin nombre, el escritor soñó muchas veces con “Flor”. Ella lo esperaba en el
centro de la esfera que contenía la totalidad de aquel universo. Sentada con las piernas
cruzadas, sonreía y hablaba, aunque él no entendiera las palabras. Una de aquellas noches la
doctora desapareció y en el centro de la esfera, encontró a su padre. Lo miraba con
desesperación sombría. “Es falso Que seas un unicornio. Ha sido un sueño de alguna noche
desvelada. Tú y yo nunca fuimos unicornios disfrazados de hombres. Fuimos hombres que creímos
ser unicornios. Ahora te espera el dolor. Terminarás como yo. Quizá ya hayan forjado la
pistola que se llevará tus sesos en un hotel a orillas del muelle.”
El escritor no pudo responder. Como a tantos, a su padre lo había tragado la Cripsis. La
máscara, el camuflaje para convivir entre los hombres, se hizo parte de su naturaleza.
Entonces no fue un unicornio completo ni un hombre completo. Terminó odiando la vida y
suicidándose. Volvió a aparecer en los sueños, pero se limitó a mirarlo en silencio, con una
angustia que contaminaba los círculos del Mundo sin Nombre.
Ante la falta del sentido humano del tiempo, el escritor no pudo precisar si lo que llamaría
luego “la Rebelión de las Espirales”, se había iniciado con la presencia del espectro de su
padre. De lo que estaba seguro era que ante el dolor y la apatía que acompañaran a aquel
sueño, gotas negras y aceitosas ensuciaban algunos de los círculos a su alrededor. También
fueron de esta época los sueños en los que se veía a sí mismo internándose en el pantano de
las espirales para luego arrastrarse a la superficie.
A pesar de todo, avanzaba lentamente hacia el centro de su círculo. Según las leyendas del
Mundo sin Nombre, cuando llegara a ese lugar, todo cambiaría. Conectado con el punto medular
de la esfera, tendría una visión simultánea del presente, el pasado y el futuro.
Otra de esas noches soñó que en el centro de la enorme cúpula lo esperaba Irma La Morte. La
locutora estaba vestida con una túnica blanca y larga hasta los pies. Llevaba los cabellos
sueltos. Sonreía al escritor y los ojos celestes estaban fijos en un punto detrás de su
cabeza.
Lo único sagrado en este y en otros mundos, es el impulso que lleva a una mujer a buscar a un
hombre. Como sacerdotisa del amor que siento por usted, lo sigo como el día sigue a la noche y
la noche sigue al día; como las golondrinas siguen a los buques mercantes para alimentarse de
sus sobras; como los polluelos siguen a la madre con los picos abiertos para recibir el
alimento.
El escritor explicó a Irma La Morte que ella estaba muerta. Que un soldado la había matado en
el momento en que apretaba su corazón. Apenas pronunció estas palabras, la agonía se cerró con
más fuerza alrededor del cuello. Aumentaba en presencia de aquella que la había creado, aún
cuando fuera un espectro.
La locutora se desplazó del centro de la esfera a la periferia. El escritor sabía que ese
punto debía permanecer desierto, porque lo esperaba a él. La inminencia de llegar no lo
tranquilizaba. El collar oscuro que se unía a sus vértebras, nunca había sido tan grueso.
La novela que estaba escribiendo y que llevaba por título “El Unicornio” había tomado un giro
inesperado. El protagonista, una bestia sometida a la Cripsis, había atravesado los meandros
del tiempo y llegado hasta la Primera Guerra Mundial. Ahora recorría un campo cubierto de
cadáveres. Debía escapar de allí. La inmortalidad propia de los unicornios podría perderse si
deambulaba entre los muertos.
Estas imágenes lúgubres no se correspondían con las del principio de la novela, donde el
unicornio de la historia corría por praderas llenas de sol y la única preocupación era escapar
de las jóvenes hermosas de las aldeas. Los habitantes del Mundo sin Nombre que seguían el
relato, asentían sin cesar, moviendo afirmativamente las cabezas. El escritor dudaba si
entendían cabalmente los matices de la narración.
En el Mundo sin Nombre solía soplar lo que los habitantes llamaban “El Viento cargado de
Sustancia”. Acercaba a los seres entre sí, con la amenaza de unirlos en una unidad sin
fisuras. El escapar unos de otros, como lo hacían el escritor y Mika, compensaba esas ráfagas
que empujaban todas las cosas hacia la fusión. Les permitían subsistir como entes separados,
conservando la mínima individualidad.
En medio de estas reflexiones, advirtió que algo había cambiado en su persecución a Mika. Los
tres círculos que eran expresión de sí mismo, que no dejaban de proferir poemas mientras
caminaban detrás de la joven, se movían cada vez más torpemente, como si les costara avanzar.
Por su carácter de unicornio, el escritor sabía que todo traslado de la periferia al centro
implicaba un conflicto. Los vaso se llenaban de sangre, el cielo se enturbiaba, las aguas se
ennegrecían y el viento se preñaba de toros, como decía un antiquísimo poema que alguna vez
había tenido que memorizar.
Una mañana del Mundo sin Nombre, se encontró a pocos pasos del centro. Los oyentes con forma
de anillos que escuchaban la composición de la novela, mostraban las gotas negras y viscosas
del aceite que caía por sus ijares. El escritor suponía que una vez en el centro, cesaría toda
amenaza. La conciencia súbita de las tres existencias, le permitiría disponer de una visión de
su remoto pasado y de su lejano futuro y sobretodo, gobernar el movimiento de los círculos
desde una total inmovilidad.
Esa noche, por primera vez desde su arribo, la versión de sí mismo que perseguía a la muchacha
y la propia Mika, abandonaron el juego. Ella marchó hacia él y pasó a una breve distancia de
su cuerpo con forma de cuerno. Aquella fue una de las pocas veces en que lo contempló
fijamente. Al hacerlo, las gotas de aceite que ensuciaban los perímetros de las
circunferencias, se enjugaron y desaparecieron. En cuanto a la imagen del escritor, formada
por los círculos encadenados, se fundió con las figuras entretejidas en el piso de aquel
mundo. Sintió miedo. La persecución de Mika terminaba. Algo estaba por cambiar.
Cuando el escritor llegó al centro, empezaba a oscurecer en la gigantesca bóveda que contenía
el Mundo sin Nombre,. Abrió los ojos. Procuraba estar más despierto que nunca. El cuerno que
lo constituía se tensó. Los círculos que trazaba se hicieron más lentos. Sobre su cabeza, la
esfera continuaba con el movimiento incesante. Los habitantes se habían retirado. La soledad y
el silencio eran totales.
El sabor y el olor a aceite quemados estallaron de pronto en la base de su nariz. Intentó
luchar contra ellos. Estando en el centro del círculo, su voluntad se extendía como las ramas
de un árbol, pero no pudo evitar las espirales que avanzaron desde el pantano; no pudo evitar
el despliegue de la Cripsis. La súbita, rígida y pesada forma de hombre lo invadió. Las
espirales se convirtieron en cinco líneas rectas.
No supo en qué momento se encontró en la ciudad sitiada, caminando con sus humanas piernas.
Pensó con desconsuelo en lo difícil que había sido llegar al Mundo sin Nombre y la facilidad
con que lo abandonaba. La agonía en su cuello era un collar azul negruzco que brillaba bajo
las luces de las calles.
Escuchó un aullido. Un camión militar acababa de aplastar a un perro.
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