Los veranos en Torremolinos son
ahora mejores que en los años
sesenta. Buenas playas tranquilas,
donde puedes hacer negocios con
discreción. En la piscina del
hotel donde se alojaba, Víctor
Lince había quedado con un
millonario americano, a quien
llamaremos Klein. Eran las doce
del mediodía: Lince rara vez se
levantaba antes de las once, sobre
todo en verano.
La piscina del hotel, una antigua
gloria de los sesenta, era ahora
un lugar tan céntrico como
recoleto y barato, donde se
arrullaban dos o tres parejas y
jugaban algunos niños con sus
madres. Echado en una hamaca, en
bañador, con gafas de sol y gorra,
Lince desayunaba un delicioso
batido de guayaba y mango. Para
distraerse, leía la primera novela
del detective Carvalho, “Yo maté a
Kennedy.”
El señor Klein se acercó
silencioso y se sentó en la hamaca
de al lado. Bastante alto, tenía
el pelo blanco, bigote igual y la
tez muy rosada. Hizo un gesto
significativo: ante su cara,
extendió los dedos índice y pulgar
de la mano derecha en forma de
“L”, con los demás dedos
encogidos. Lince le devolvió el
gesto.
- ¿Víctor Lince? – dijo Klein con
acento guiri.
Lince asintió en silencio.
- ¿Es su verdadero nombre?
- Puede – Lince dejó en la mesita
la novela “Yo maté a Kennedy” de
Manuel Vázquez Montalbán y la copa
vacía –. ¿A qué debo el honor?
Míster Klein se incorporó en la
hamaca y dijo:
- Amo a Marilyn Monroe.
- Yo también – repuso Lince –,
pero lleva 50 años muerta.
- No lo entiende. Hace un mes,
esas ratas de Sotheby’s sacaron a
subasta una cinta muy comprometida
de Marilyn poco antes de su
muerte. Yo fui el millonario
anónimo que la compró, por un
millón de dólares, para evitar que
el público la viera o cayera en
manos desalmadas. No la he visto
ni una sola vez. Nadie la ha
visto.
Sacó un DVD y lo depositó sobre la
mesa. Sabiendo lo que contenía,
aquel simple gesto se convirtió en
una bomba subversiva.
- ¿Por qué no lo destruye?
- ¡Con lo que me costó esta obra
de arte!
Lince se encogió de hombros,
extrañado de las excéntricas
costumbres de los ricos, que eran
no obstante sus mejores clientes.
Dijo:
- ¿Y qué tengo yo que ver con eso?
Míster Klein se tomó un respiro
para responder lo que sin duda
eran para él unas palabras
importantes, que no podía
pronunciar a la ligera:
- Esta noche se alojará en el
hotel un tal Jim Herald, un viejo
hombre de negocios venido a menos,
que estuvo muy vinculado a Marilyn
en su juventud, allá en Hollywood.
Usted le ofrecerá este DVD,
advirtiéndole de lo que contiene,
a cambio de una información muy
valiosa. ¿Entiende?
- Sin más preguntas, ¿verdad?
- Eso es, sin preguntas.
- Sólo una. ¿Por cuánto?
Míster Klein dejó un sobre encima
de la mesita, que contenía diez
mil dólares. Luego se levantó.
Antes de alejarse, susurró:
- Tenga cuidado con la pasma. Creo
que me siguen los pasos desde
Madrid.
* * *
Lince se pasó todo el día entre la
piscina y la playa. Atardecía
melancólicamente cuando Jim Herald
se presentó en la piscina del
hotel. Desde su hamaca, Lince
volvió a dejar la novela “Yo maté
a Kennedy” para observar a Herald
mientras se acercaba.
Era un viejo bien conservado de
unos setenta años, que hace
cincuenta, cuando vivía Marilyn,
tendría veintitantos. Vestía
veraniego pero con discreción:
cualquiera que le viese no podría
imaginar su país de origen, su
oficio ni su pasado. Parecía un
anciano turista más, como los hay
a miles en Torremolinos y en toda
la Costa del Sol.
Como Lince esperaba, venía del
brazo con una hermosa joven,
altiva, de buenas formas y melena
castaña, que en cuanto vio a Lince
se rebotó como si estuviera
presenciando al diablo. Se trataba
de Carla Martel.
Herald fue con la chica exuberante
al quiosco para pedir una copa y
Lince se les acercó. Se presentó y
se ofreció para invitarles, pero
Carla le rechazó en seguida.
- Este asqueroso que no se
acerque.
- ¿Por qué? – dijo Herald. Su
acento americano era lo que no
podía disimular.
- Es de la competencia – dijo
Carla.
Míster Herald se volvió hacia
Lince, quien le dijo:
- Le traigo novedades. Importantes
novedades. Será mejor que cenemos
mientras le explico. Un DVD con
Marilyn antes de morir.
Los ojillos de Herald
rejuvenecieron chispeantes.
- Me pone en un aprieto – dijo–,
había quedado con la señorita.
Pero siempre preferiré alguna
primicia de Marilyn Monroe.
Carla le chilló a Herald:
- ¿Vas a dejarme sola?
- Podemos cenar los tres – dijo
Herald.
- Yo con este asqueroso no ceno ni
muerta.
Lince aguardaba divertido e
inmutable. Herald empezaba a
mostrarse algo incómodo. No quería
perder a la soberbia hembra, y
jamás dejaría escapar una prebenda
exclusiva de Marilyn. Pero le
estaban poniendo entre la espada y
la pared. Lo que parecía su día
afortunado se estaba convirtiendo
en un incordio.
Herald no sospechaba aún que Carla
Martel era en realidad Carla Ruiz,
agente de la comisaría de Centro
de Madrid. Herald se había dejado
llevar por su cerebro primitivo,
el peor error que puede cometer un
hombre maduro en su situación.
Pero pensaba que después de su
larga y complicada vida, estarían
bien todos los dulces que pudiera
llevarse a la tumba; sobre todo
porque ese viaje definitivo podía
estar cerca. Nadie le culparía por
disfrutar los últimos momentos de
su vida, olvidar su pasado
turbulento e irse limpio y
satisfecho al otro barrio.
- Hagamos algo – dijo Herald –:
Cenaré con el señor Lince y tú nos
esperarás en la habitación del
hotel, haciendo lo que te plazca.
Luego te veré.
- Y una mierda – dijo Carla –. Yo
he venido contigo.
Herald sacó su cartera y le dio a
Carla tres billetes de cien
dólares.
- Sé una chica buena, cena lo que
quieras y espérame en el hotel.
¿De acuerdo?
- Pero este asqueroso que no
venga.
Herald estaba ya hasta la
coronilla de Carla, si no fuera
por el banquetazo que se pensaba
dar aquella noche.
- Yo pago, yo decido – dijo.
Por otro lado, a Carla Martel
empezaba a resultarle interesante
la situación. Se iría a descansar
al hotel a sus anchas, pediría en
recepción la cena que más le
gustara sin reparar en gastos; no
tendría que comer frente a ese
presuntuoso de Lince, pero luego
podría aprovechar para humillarle
en una escenita sensual delante de
Herald. El plan prometía ser
redondo aquella noche.
* * *
Lince se fue a cenar con Herald a
un buen restaurante junto a la
playa mientras anochecía tarde
como corresponde al relajado
verano. El joven le contó una
historia tan falsa como siempre
hacía, aunque es curioso que ese
tipo de falsedades guardan también
un fondo de verdad. Le contó que
había abandonado la casa de sus
padres muy joven, para vivir
aventuras y “por infamias de que
participaba en una conspiración”,
por lo que tuvo que ganarse la
vida desde pronto. Lince añadió
algunos detalles escabrosos, de
modo que despertó la piedad del
viejo Herald hacia él, fuera
sincera o fingida.
Después dieron un tranquilo paseo
por la playa. Era ya de noche y
estaba casi sola. Allí Lince le
enseñó a Herald el DVD y le
explicó su contenido. El viejo
Herald sonrió con extraña sorna y
le ofreció a su vez una misteriosa
información.
- Necesito dinero – le dijo Lince.
Herald sacó su cartera, que
parecía inagotable, y le dio cinco
de los grandes. Luego fueron al
hotel con la impaciencia de ver
aquel vídeo explosivo.
Al entrar en la habitación,
encontraron a Carla echada en la
cama de matrimonio, leyendo el
portátil de Herald ante ella con
mucho interés.
- ¿Qué haces? – le demandó Jim
Herald.
Carla apagó el portátil a toda
prisa. Demasiado tarde: Herald la
había sorprendido. Ella supuso que
su cena con Lince duraría mucho
más.
- ¿Qué mirabas ahí?
- Nada – dijo Carla –. Sólo
chateaba un rato en Internet.
- Entonces, ¿por qué lo cerraste
tan rápido?
- ¡Como te enfadaste tanto!
Carla dejó el portátil sobre la
mesa escritorio y adoptó sobre la
cama la cómoda postura de una
odalisca oriental. Se diría que lo
hacía adrede para provocarles. Su
pantaloncito corto dejaba ver
todas las curvas de sus grandes
muslos; el top mostraba sus
exuberantes hombros y la blancura
suave de su barriguita. Estaba tan
rica la moza que reviviría al
instante a una momia egipcia; te
hacía perder la cabeza con sólo
verla y te atraía para fecundarla
aunque murieras en el intento.
Herald olvidó su mosqueo anterior,
se echó en la cama junto a ella y
se dedicó a hacerle carantoñas.
Carla le sonreía, igual que gruñía
a Lince para que apartara la vista
de ellos. Aquella fiestecita debía
ser entre Herald y Carla
solamente.
Cogiéndola de las manos, el
americano la besó en la cara, en
los hombros y en el cuello. Carla
reía con delectación. Herald le
acarició la barriguita y la
cintura mientras la besaba. Los
ovalados pechos juveniles de Carla
temblaban como duros flanes bajo
su camisita veraniega. Ronroneaba
como una gata estimulada por los
besos del viejo Herald, y más
fuerte cuando miraba a Lince de
reojo.
Lince no pudo sufrirlo más y se
unió a ellos en la cama.
- ¡Tú no! – Carla le soltó un buen
guantazo, que no le pilló de lleno
sólo porque Lince casi pudo
esquivarlo con sus rápidos
reflejos.
- ¡Vamos! – dijo Herald –. Donde
come uno, comen dos.
- ¡Eh – protestó Carla –, que yo
no soy ningún dulce!
- Sí – dijo Lince –, más bien eres
amarga.
Carla se revolvió, fingiéndose
molesta por los comentarios. En
realidad quería marcharse de allí
cuanto antes.
- Estoy de tíos hasta el moño –
dijo.
Era lo que Lince quería. Carla le
dejó a solas con Herald, que se
quedó con cara de frustración. Se
le había escapado la joven yegua
de entre las manos.
De malos modos, Carla salió de la
habitación. Para apaciguar a
Herald, Lince le mostró de nuevo
el DVD de Marilyn, pero antes de
verlo le pidió que le enseñara a
su vez la valiosa información de
que disponía.
Jim Herald encendió su portátil
sentado a la mesa de despacho. La
información que mostró en uno de
los archivos era tan
comprometedora que no existían de
ella más copias: Herald no se
fiaba de nadie y la llevaba toda
encima.
Al instante entró Klein en
silencio, con una Walther P99 en
la mano. Apuntó a Herald y le
disparó a bocajarro en la sien.
Bastó un solo tiro de profesional.
* * *
Lince se quedó estupefacto. Para
tratar de salvar su vida, dijo a
Klein:
- ¿Sabe qué? Me pregunto qué hacía
el viejo Herald en Torremolinos.
Parece que estaba huyendo de algo,
o quizá buscando algo.
- Suelte ese portátil, por favor –
dijo Klein apuntándole.
- Aquí dice cosas muy
interesantes. ¿Quiere que le
cuente algunas?
- Si lo hace, le mataré.
- Me matará de todas formas.
- Eres un chico listo – rio Klein.
Lince apagó el portátil con
lentitud y miró a Klein a los
ojos.
- Aquí hay un documento muy
importante – dijo –, que podría
editarse como libro. Se titula “Yo
maté a Marilyn” y lo escribió Jim
Herald, si es que ése era su
verdadero nombre.
- No me creo nada.
- ¿No? A Marilyn Monroe la
encontró muerta su ama de llaves,
en su casa de Hollywood, a las 3
de la madrugada del 5 de agosto de
1963. Eso lo sabe todo el mundo.
Lo que no saben es que la Marilyn
ya cadáver aún tenía bien agarrado
el teléfono en su mano. Había
llamado a alguien de confianza
pidiendo ayuda, alguien muy
importante que no podía aparecer
allí, por miedo al escándalo.
- John Fitzgerald Kennedy.
- Está usted muy bien informado.
Esa noche Jim Herald había sido la
almohada de Marilyn en su
habitación, según cuenta él mismo
en sus memorias. Oyó todas sus
penas. Ella le pidió alcohol y
somníferos, y Herald se los dio a
mansalva. La atiborró de alcohol y
de Nembutal y la grabó en ese
estado lamentable, antes de irse,
dejándola allí sola. Marilyn llamó
por teléfono a JFK, que no envió a
nadie en su ayuda. Murió pocos
minutos después. Jim Herald era un
joven prometedor en los negocios
turbios de Hollywood. Un señuelo a
quien enviar sin ensuciarse,
porque si lo hubieran detenido,
todos lo relacionarían con el
crimen organizado y no con el
presidente. Herald tenía
instrucciones de deshacerse del
estorbo de Marilyn para evitar el
escándalo, sobre todo desde que
Marilyn le cantara en público el
happy birthday a JFK dejando
estupefacta a toda América. Pero
después de aquello Herald cayó en
desgracia, nadie quiso tratos con
él. Estuvo dando tumbos toda su
vida. Ahora, ya de viejo,
amenazaba con publicar sus
explosivas memorias en Europa para
reventarlo todo y de paso hacerse
rico. El apetitivo lo lanzó el mes
pasado, cuando filtró ese vídeo de
Marilyn para que Sotheby’s lo
subastara, lo que consiguió su
objetivo de alarmaros.
- Eso es sólo una sarta de
mentiras – dijo Klein.
- Es lo que pensé yo. Pero
entonces, ¿por qué está usted
aquí?
- Para detener la infamia. Tengo
orden de impedir a toda costa que
esas memorias se publiquen.
- Claro, yo le hice el trabajo
sucio, ¿no? Y ahora usted me
liquidará también a mí, como un
auténtico profesional. Como
hicieron con los asesinos de
Kennedy. Usted no es un millonario
encaprichado de Marilyn. Ningún
rico sería tan estúpido de pagar
un millón por una cinta antigua
que no va a ver, por mucho que sea
de su admirada Marilyn. Desde el
principio no me tragué su versión.
- Muy agudo. Entonces, ¿a qué club
pertenezco, según usted?
- Al mismo que no soportó la
política de Kennedy del New
Frontier sobre servicios sociales,
ni su lucha contra la segregación
racial y a favor de la paz
mundial, a raíz de la crisis de
los misiles en Cuba, y que
organizó poco después su asesinato
aún no aclarado. En el caso de
Marilyn, la policía no dijo nada
del Nembutal. La compañía de
teléfonos nunca reveló las
llamadas que hizo Marilyn esa
noche. El caso quedó debidamente
maquillado con el mito trágico de
la estrella que se suicidó joven.
Klein apuntó a Lince a la cabeza.
Lince se espantó: no podía hacer
nada.
Se oyó la detonación de un disparo
en el cuarto.
Fue Klein quien cayó abatido.
Tras él estaba Carla Ruiz con su
arma reglamentaria humeante. Le
dijo a Lince:
- Dame ese portátil.
- Han estado a punto de matarme.
No quiero que te maten por él.
La policía local, avisada por el
personal del hotel al oír los
disparos, corría por el pasillo
hacia la habitación con sus armas
en ristre.
Lince rompió el DVD y lo arrojó
con el portátil por la ventana,
que se estrelló en pedazos junto a
la piscina. Luego Lince se
descolgó por la ventana con
agilidad.
Al entrar la policía, Carla Ruiz
les mostró su placa y les contó
casi todo lo sucedido. Lince jamás
reconoció que la agente Carla Ruiz
le había salvado la vida, para
evitar la vergüenza. Y Carla
tampoco confesó nunca que había
dejado escapar a ese bandido de
Lince, que odiaba con toda su
alma.
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