(A mis amigos Francisco Márquez Castejón
y al Dr. Juan García Cubillana, a quienes
les debo acercarme al mundo de los canarios.)
En mis años juveniles el canario era un pájaro cantor que poseían pocos privilegiados. Los
aficionados del barrio del Carmen y las Callejuelas iban, cuando el buen tiempo, a poner las
trampas al Canal. Aquel paciente y romántico ejercicio requería un verdadero ritual de
precauciones, y agudeza óptica, sobre todo.
Pero aquellos deliciosos desvelos que llenaban las mañanas dominicales de los aficionados no
eran, a veces, compensados por la suerte. Sin embargo, a la hora del regreso, en el güichi* del
barrio, en los patios, o en la Plazuela, se hablaba del precioso botín de chamarices, verdones,
jilgueros, ruines, gorriones, tordos, chorlitos, zorzales...
Canarios, ¿quién tenía un canario? Cuando uno de esos aficionados se enteraba de que en cierto
cierro, de que en cierta ventana, de que en algún patio había un canario iba a deleitarse con
su canto, como si le hubiera tocado la lotería.
En la Esquina del Gordo se reunían algunos de esos silvestres avicultores y discutían
remedando, como verdaderos inspirados, los trinos y los píos para enseñorearse de sus
conocimientos ornitológicos.
De hecho, los que intercambiábamos anécdotas sobre pájaros entonces, jamás soñamos con tener un
canario en una jaula. Era para nosotros un tema casi tabú, que se reducía —o que se sublimaba—
a la lejana ensoñación, obligada siempre a imaginarse al canario color amarillo como único
prototipo.
La primera descripción del canario me llegó en la lectura de una elegía del poeta Alonso
Quesada (1885-1925), que expresaba así sus versos entre lastimeros y triunfales:
¡El pájaro de oro se ha evadido
por un rayo de sol de la ventana!
Esta admiración por el canario contrastaba con otro poema de Salvador Rueda (1857-1933), que le
dedicó un largo poema a los pájaros que cantan mal. En esa misma antología del profesor Juan
Ruiz Peña, que me regaló mi amigo Manolín Zaldívar, una vez aprobada la reválida de cuarto año
de bachillerato, también se hallan dos capítulos de Platero y yo dedicados al canario.
Ésas eran, pues, las únicas referencias que manumitían mi larvado y secreto interés por ese
delicado fringílido al que había visto en escasas y afortunadas ocasiones saltando y trinando
en una jaula semi escondida entre blancos visillos de algún típico y barroco cierro isleño.
(Aparecido en el diario San Fernando Información, mayo de 1992)
Ver Curriculum
