Profusa y alquímica cerrabas tu cansancio con los dientes, para responder a mis caprichos (que no
eran tantos, vamos, pero eran). Madre-día-dulzura, que soñaste simple y encantado para ofrecer con
tus dedos y tu aurora el laberinto de juegos infinito.
Con tus ojos de olivo y tus manos de azúcar bajabas los párpados vencida. Pero volvías a despertar
con tu atardecida fuerza a los cuatro vientos que hoy viajan con tu nombre y se hacen míos.
Naciste de Luz que saciaste con tu brillo de Diana perdida, y apagaste con ella dragones. Me
aprendiste el juego y me creciste con tus cantos. Tengo la dicha de llevarte en algún lado, entre
mi sangre se derrama nuestra sangre compartida.
Madre Luján eterna, que del amor hiciste una leyenda que comparto cuando recuerdo; cuando te veo en
los ojos del hombre que he elegido.
Tuyo tengo todo y nada, porque la memoria se encarga de hacer más poéticas las cosas, de agregarle
dos o tres estrellas a la noche y de inflar las grietas con mentiras. Por eso ese fugaz recuerdo
que te nombra vive en la incertidumbre de aquella niña que te enseñó otro idioma y aprendió de vos
el histrionismo.
Madre Luján Aurora. Hoy despierto y veo tu infinito.
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