…como hombre hará muchas cosas inexplicables, tan sólo para evitar la soledad.
La doctora Kobayashi recogió al unicornio que corría por soleadas laderas, e inauguró la infancia
de hombre. Como parte de su educación, al cumplir cinco años, lo llevó a un depósito de cadáveres.
Para convertirse en humano, debía conocer la intimidad de la muerte. Al sentir el frío de los
cuerpos inertes, la pequeña bestia procuró darles calor, pero su tutora explicó que la circulación
de la sangre se detenía y que en muchos la putrefacción había comenzado. Todos se destruirían por
completo en poco tiempo.
Fue entonces cuando, por primera vez, el escritor preguntó el por qué de la Cripsis. Los unicornios
estaban alejados de la idea de la muerte. De las miserias del cuerpo y de la mente. No necesitaba
estar entre los hombres. Sugirió a la doctora Kobayashi que podría vivir en algún sector aislado
del sagrado Monte Fuji. Atravesaría los temporales de nieve, cabalgaría hasta el sol lejano de las
cumbres y se alimentaría de las flores de la primavera. Como respuesta la médica señaló el cielo.
Era de noche y brillaban algunas luces que no eran estrellas. Aquellos son los ojos de los hombres
-explicó- ellos pueden ver todo el planeta, aún en los lugares más alejados. Si te descubren con tu
forma de unicornio, te atraparán y sufrirás. No hay lugar en la tierra que sea seguro para ti. La
Cripsis es como un vestido molesto, como llevar pieles en verano o estar desnudo en invierno, pero
es lo más seguro. Te exigirá mantener alerta la conciencia. Sabrás quien eres por debajo de todos
los disfraces.
Luego de estas palabras, la doctora hizo que se detuviera frente al cadáver de un niño. Estaba
desnudo sobre una tabla y le habrían abierto el vientre, quizá para realizar una autopsia. La
muerte había avejentado el rostro. Parecía mirar al unicornio con una expresión de fastidio.
Entonces yo también moriré, preguntó a la doctora.
Quizá durante mucho tiempo no mueras en el sentido de estos cuerpos que ves aquí, pero si alguna
vez te atenaza la agonía, será lo mismo que la muerte.
El escritor había regresado del mundo de Mika. Aquel medio donde la realidad era circular. El
arribo a ese lugar había sido lento y laborioso, pero bastaron pocos minutos para ser devuelto a la
ciudad sitiada, al país donde los militares tenían todo el poder. Pensó con amargura en la raíz
oscura de la Cripsis. Una y otra vez desataba la tendencia a caer en las zonas más sórdidas de los
hombres.
La ciudad sucia, con el cielo eternamente gris. Los camiones verdes, recorriendo las calles en su
promesa de guerra. Luego de aquel tiempo en el Mundo sin nombre, al escritor lo desesperaban las
líneas rectas. Debió sentarse en el banco de una plaza donde la grama amarilla sufría las
inclemencias del otoño.
Esperó durante un largo rato con la vista fija en la circunferencia de la luna. La rodeaba un halo
gris oscuro. Se inclinó hacia adelante y vomitó un líquido espeso con gusto a grasa y a aceite de
automóvil. Aquello lo hizo sentirse mejor, pero unos minutos después aumentó la presión alrededor
del cuello: minuto a minuto, el collar de la agonía se endurecía y aumentaba de tamaño.
Debía ser la madrugada. Frente a él una pareja joven discutía. Una madre pasó con un niño y un
anciano cruzó corriendo. Ya no regía el toque de queda, pero la gente se abstenía de salir en la
noche.
El escritor pensó en la monotonía de las horas y los días, rodeados de cuadrados, polígonos y
líneas rectas que encarcelaban el pensamiento. En el mundo de Mika había podido escribir con
rapidez asombrosa. Las ideas se sucedían como exhalaciones y las piedras circulares se llenaban de
párrafos apenas evocaba las ideas. Ahora debía volver a su vieja computadora; golpearía
dificultosamente el teclado y se detendría para corregir. La expulsión súbita de aquel mundo había
hecho que perdiera gran cantidad de los textos. Ignorabas si volvería a ver a Mika. El doctor
petrov sería el intermediario. Debía buscarlo, pero no reconocía aquella zona de la ciudad. No
sabría cómo llegar a la lejana residencia del médico.
La plaza terminaba en una avenida de árboles. Desde allí escuchaba una música y un resplandor
iluminaba la noche. Aquel era el enorme estadio de la ciudad. En él, el gobierno presentaba
espectáculos donde se promovía la guerra. La importancia del ejército en todos los órdenes de la
vida. Debían convencer a la sociedad que la lucha, el odio, la muerte violenta eran parte de la
naturaleza humana.
Como unicornio, el escritor recordaba las eras en que la muerte no existía Ahora la habían
convertido en un objeto de culto. Era invocada en asambleas multitudinarias o en solitarias
habitaciones. En muchos lugares se juraba por ella. Su propio padre, renunciando por completo al
pasado de unicornio, la había llamado en un hotel oscuro a orillas del muelle.
Una figura obesa, vestida con una larga túnica y los cabellos sueltos se detuvo frente a él. Tardó
en comprender que era Irma La Morte, la locutora que había metido la mano en el hueco de la espalda
que no había podido disimular la Cripsis. Tenía apretado su corazón en el momento en que la
acribillaran. De este modo, la agonía se había insertado como un collar negro alrededor de su
cuello.
El hombre volvió a tener un par de arcadas y a vomitar más líquido negro con gusto a metal. Otro de
los axiomas de la sabiduría de los unicornios afirmaba que el sabor es el que crea el mundo. Aquel
universo de calles rectas, esa ciudad siempre a punto de la guerra, llena de militares, surgía de
aquel regusto a aceite y a metal.
Irma La Morte continuaba mirándolo con ojos implorantes. . Aún en los momentos en que vivía, el
escritor había escuchado su voz clara y modulada de locutora, como llegando desde el fondo de un
catafalco.
No me animo a decir que lo nuestro no pudo ser. Tener su corazón en mi mano fue lo más cerca que
estuve de un hombre en los últimos treinta años. Desde esta niebla helada, siento aún en mis palmas
la tibieza de pájaro de su corazón. En él se encuentra nuestro futuro y nuestro pasado. El hombre
que elija no sólo deberá brindarme sus años venideros, sino que su pasado será mío. Sus sueños de
juventud y de adolescencia. Todas sus aspiraciones se dirigirán a mí y yo me encargaré de
satisfacerlas, de lograr que duerma satisfecho. Es un arte que llevo en mi pecho desde hace
milenios.
La mujer se detuvo y respiró. Al hacerlo, el escritor sintió que su propio pecho subía y bajaba y
la presión del collar de la agonía alrededor de su cuello aumentó.
Debo decirle que la blandura de su corazón acompaña mis sueños. No podrá ser de otra,, porque lleva
mi toque. Es lo que había soñado desde niña. Apretar el corazón de un hombre para hacerlo mío. A
partir de ahora, siempre soñará con mi calor aunque no lo haya probado. Con meter la mano en el
pecho, entré en su sangre como un vino bueno. Sigo embriagándolo. Sigo conduciéndolo a la locura
con la suavidad de un pájaro.
El escritor advirtió que Irma La Morte llevaba otro cuerpo que se enredaba en el suyo. El rostro
surgía del hombro derecho. Él había visto aquella expresión sin luz, pero ahora lo miraba fijamente
con un par de pupilas brillantes. Era el Camahueto, el tío de Irma La Morte. La locutora siguió
hablando.
Me enorgullece la agonía que luce como un collar azabache alrededor de su cuello. Es un grillo que
mantendrá unido su corazón al mío. Ahora brilla en la noche como un anillo de bodas. Todo
matrimonio es una muerte. Usted permanecerá a mi lado. Desde el cielo lo piden. Desde la eternidad
lo reclaman.
Irma la Morte se acercó unos pasos más. El Camahueto movió la boca como si hablara, pero el
escritor no escuchó las palabras. Con la ciencia infusa propia de los unicornios (Alguna vez la
doctor Kobayashi la había llamado “Durapia”), sabía lo que iba a ocurrir. Ambos espectros le darían
la espalda y él los seguiría. Recordó con dolor cuando no hacía mucho persiguiera a Mika por las
calles de la ciudad. Una parte de sí mismo se retorcía al recordar los circulares acosos a la
muchacha en el mundo sin nombre, cuando ejercían aquella erótica invertida en que los cuerpos nunca
deberían encontrarse.
Ahora sígame, amado unicornio -pidió Irma La Morte, juntando sus manos de espectro-. Ahora sígame a
través de la ciudad. Lo conduciré a nuestro himeneo, donde podré protegerlo de las amenazas del
mundo.
El escritor unicornio sabía que los fantasmas no se mueven, que permanecen inmóviles en zonas muy
limitadas de la atmósfera, donde en una dolorosa quietud observan la repetición de los últimos
momentos de su vida. De allí que Eunuperia, la organización dedicada a practicar la necrofilia con
los unicornios, prestara especial atención a los momentos finales de la bestia. Imágenes, olores,
sonidos; los elementos sutiles del tacto como el roce de la tarde sobre el cuerno o el líquido
derramado por el sol sobre su frente, eran datos en bruto que ellos volcarían en complicados
programas. El proceso debía comenzar el primer día del otoño y terminar en el primer día de la
primavera. El resultado final sería un código binario que traducido a letras formaría un nombre con
el cual obtendrían un dominio total sobre el alma del unicornio.
Deberá seguirnos, unicornio agónico. Deberá seguirnos. Hay una casa en las afueras, donde viviremos
juntos hasta la vejez. Allí olvidará su manía de escribir. Se dedicará a la carpintería. Fabricará
juguetes para sus hijos y nietos y con suerte conseguirá una jubilación. Luego se sentará en la
puerta para que el sol caliente sus huesos. Para conversar sobre política con otros ancianos.
Con el Camahueto enroscado en el cuello, Irma La Morte le dio la espalda y se dirigió al sur de la
ciudad. El escritor la siguió sin saber por qué. Recordó otra frase de la doctora Kobayashi; como
hombre hará muchas cosas inexplicables, tan sólo para evitar la soledad. Ahora iniciaba un
peregrinaje ilusorio detrás de la ilusoria marcha de los fantasmas. La mujer avanzaba lentamente.
El Camahueto se balanceaba con la marcha. Parecían un misterioso animal y el escritor recordó al
Ouroboros: dos serpientes entrelazadas observándose eternamente la una a la otra.
Recorrieron complicados senderos. Rodearon redomas y luego de un par de horas, desembocaron en el
mar. Por la orilla, los espectros siguieron avanzando en contra del viento del sur. Los granos de
arena se pegaban en los labios carnosos de Irma Lamorte, formando una cortina granulosa. Cada
tanto, la mano del Camahueto se extendía y los limpiaba, arrojando gruesos manojos al viento.
La luz de los faroles que circundaban la avenida, creaba en los fantasmas sombras con vida propia.
A veces se arrastraban sobre la grama, buscando el contacto fresco de las lombrices y el calor
ardiente de los hormigueros y la paciencia tibia de los escarabajos.
Cerca del amanecer, Irma La Morte se detuvo, se volvió hacia el hombre y avanzó con los brazos
extendidos. Cuando estuvo junto a él intentó abrazarlo, pero sus manos se cerraron en el vacío.
Luego la silueta se disolvió en la luz de la luna.
El hombre unicornio se sentó junto a una enorme propaganda de ginebra. Soplaba la brisa cálida del
norte.. No se asombró cuando las figuras lo rodearon. Vestidos de blanco, todos eran rubicundos y
tenían los cabellos rojos. En la garganta, el sabor a aceite de automóvil cambió por el de
desinfectante de hospital. No se asombró al sentir que caminaba por pasillos blancos, entre salas
repletas de camas.
En el cuello, el collar de la agonía entonó las notas de un réquiem.
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