En Málaga y en España entera se armó un gran escándalo cuando un ladrón de guante blanco, que no
era Víctor Lince, amenazó en Internet con robar los cuadros más famosos del Museo Picasso.
Se hacía llamar “Ascen Lopin”, decía ser francés, enemigo de Víctor Lince, su gran contrincante
español, y descendiente de otro famoso estafador justiciero, que en la Francia de hacía un siglo
había sembrado el pánico y despertado interés por igual.
Lopin y la policía sabían que Lince entonces también andaba por los paraísos de Málaga. Le llamaron
como voluntario forzoso a la Comisaría Provincial, en la plaza Manuel Azaña. El inspector Jorge
Leiva había venido expresamente de Madrid para interrogarle; sin molestarse en disimularlo, miraba
a Lince con odio y rencor.
- ¿Es que no vais a dejarme en paz? – dijo Lince –. Yo no soy Ascen Lopin.
- ¿Puedes demostrarlo? – le dijo Leiva.
- ¿Ahora tengo que demostrar que soy inocente?
- En Málaga no caben dos Ascen Lopin. Tienes que ser tú.
Entonces Lince comprendió.
- No tenéis idea de quién es ni de cómo agarrarle, ¿verdad?
Leiva calló, otorgando.
- ¿No me habréis llamado en el fondo para que os ayude a detener a ese Lopin? – dijo Lince –.
Buscaos a otro tonto, conmigo no contéis.
En ese punto entró en el cuarto de interrogatorios el gran artista, a quien llamaremos Arias, uno
de los más influyentes del país desde hacía años. Presentaba un famoso programa de televisión y dos
de radio. Colaboraba con columnas de opinión en varios periódicos y revistas. Llevaba una
impactante página web, un blog muy activo y una de las cuentas de Twitter más seguidas a diario por
el público.
Además publicaba varios libros al año, tochos sobre personalidades famosas, sesudos ensayos llenos
de datos en temas de actualidad. Y en cuanto se estrenaba una película de éxito, Arias publicaba en
una editorial de primera una amplia biografía sobre el personaje y su época. En fin, Arias era un
nuevo fénix o príncipe de los medios, uno de los genios renacentistas de nuestra época, con permiso
de Leonardo y Miguel Ángel.
Para más inri, el señor Arias había sido nombrado hacía un año el nuevo y prestigioso conservador
del Museo Picasso de Málaga. Era un tipo ya maduro y canoso; alto, delgado, sin pelos en la lengua,
su discurso salía ágil de su indudable ingenio, y así colaboraba en los distintos medios del país
con puro mérito, como un ilustre divo de la justicia y de la verdad.
El señor Arias venía muy molesto. Le habían robado la edición de lujo de su biografía de “Picasso:
el genio del siglo XX”. Hacía unos años la editorial LEAMOS lanzó al mercado un millón de
ejemplares que se vendieron rápido con mucho éxito, pero además editó diez ejemplares carísimos,
con el fin de subastarlos en las grandes salas de París para toda Europa y el mundo.
En efecto, los ricos compraron nueve de esos ejemplares a precios astronómicos, lo que proporcionó
pingües beneficios a la editorial LEAMOS, casi tantos como la venta del millón de ejemplares de
bolsillo. Pero la editorial le regaló el décimo libro de lujo como deferencia a Arias, quien lo
guardaba en casa, y ahora había desaparecido.
- La amenaza contra el Museo Picasso era sólo una maniobra de despiste – dijo Arias –, para
concentrar allí a toda la policía. Es imposible robar el museo con todas sus medidas de seguridad.
Una maniobra típica de este ladrón. ¡Lo que quería Lince era robar mi biografía de lujo sobre
Picasso!
- Entonces – dijo Lince –, ¿no habría huido lejos, en vez de acceder a venir aquí?
El inspector Leiva se dirigió a Arias:
- ¿Cuánto vale ese libro?
- Está valorado en cincuenta mil euros, pero en subasta podrían pagar hasta diez veces más. Tiene
grabados a mano, está encuadernado en piel y decorado con fibras de oro y plata en toda la
cubierta.
- ¿Grabados a mano sobre fotos y pinturas de Picasso? – preguntó Lince.
Arias calló, viendo que se le había escapado un detalle crucial, pero sabía que Lince se había dado
cuenta, así que puso toda su mala idea en neutralizarle.
- ¡Has sido tú! – dijo.
- ¿Qué pruebas tiene? Es ese Ascen Lopin quien amenazó con los robos.
Arias se acercó mucho a Lince y le dijo:
- Mis ayudantes cogieron a uno de los ladrones que entraron en mi casa. Le quitamos la capucha y,
¡oh, sorpresa!, era una joven muy guapa, llamada Carla Ruiz. Por lo visto dejó a su jefe el
inspector Leiva para irse a robar contigo. Lo que es la vida. ¿Quieres más pruebas? Estoy seguro de
que el otro ladrón eras tú.
Lince respondió a su manera.
- Ha hablado de sus ayudantes. ¿Es que tiene ayudantes en casa para algo?
El señor Arias volvió a enmudecer. Dos meteduras de pata en cinco minutos son demasiado, para
alguien que se creía tan listo como él. Aquello le enfureció de verdad.
- Tengo a Carla Ruiz retenida en casa. El inspector Leiva ya la odia a muerte, después de todo lo
que le hizo, así que me ha dado carta blanca, por no decir que está encantado con mis planes. Si
esta misma tarde no me has devuelto mi biografía de Picasso, en cuanto anochezca tu compinche Carla
Ruiz sufrirá un accidente de tráfico y mañana la encontrarán muerta.
- Pero yo no tengo el libro – dijo Lince.
- Sí – repuso Arias –, sé que esa Carla Ruiz últimamente también tenía diferencias contigo. Ya no
te importa lo que le pase. ¿O sí?
* * *
Para Lince no fue demasiado difícil encontrar a monsieur Lopin: se alojaba en el hotel más caro de
Málaga sin problema ninguno, ya que no lo pagaba él, sino todos los contribuyentes. De complexión
mediana, repeinado y con bigotito, Lopin chapurreaba el español con mucho acento francés, eso sí,
lleno de delicadeza.
Lince pilló a Lopin cuando salía con una mochila al hombro.
- ¿Adónde vas con ese libro? – le dijo.
Lopin se sorprendió al verle.
- ¿Te molesta que lo haya robado yo y no tú? – repuso.
- Por tu culpa trincaron a Carla Ruiz y van a matarla. Sería tu nueva compinche, pero es mi amiga,
así que dame esa biografía de Picasso, que vale una fortuna.
Lopin intentó huir. Lince sacó una navaja, para demostrar que iba en serio. Lopin le enseñó el tomo
de la mochila para justificarse:
- ¡Pero si es falso! No vale nada. Los adornos son de pirita. Los ricos no distinguen entre el oro
y la pirita, pero tú seguro que sí, eres todo un experto. Mi gran inspirador fue Elmyr de Hory, el
gran falsificador húngaro que tras la Segunda Guerra Mundial engañó a los museos de Europa para que
compraran sus Picassos falsos.
- ¿Entonces por qué Arias desea tanto ese libro?
Lince se acercó extrañado para comprobar que toda aquella estafa era cierta. Lopin, de acuerdo con
Ediciones LEAMOS, había timado una fortuna a los ricos de media Europa con el señuelo de la alta
cultura.
Lopin aprovechó, sacó de la mochila un pequeño revólver francés y apuntó con él a Lince. Lopin huyó
con el libro en su poder: había ganado esa batalla.
La siguiente batalla fue más cruenta. ¿Adónde fue Ascen Lopin con su biografía de Picasso
falsamente decorada en la mochila? Sin duda a ver al señor Arias, el autor de la estafa librera. ¿Y
dónde localizar a Arias? Sólo había que usar la lógica, como siempre. Lince pensó que Arias viviría
cerca del Museo Picasso, y acertó.
Lince paseó desde la catedral hasta la alcazaba, la zona más mágica y turística de Málaga. Preguntó
por Arias a los vendedores de láminas de Picasso: todos los días estaban allí y sin duda conocían
al personal del barrio. Sólo un vendedor bohemio le indicó a Lince con ira la casa señorial donde
vivía Arias, en las calles laberínticas entre la alcazaba y el Museo Picasso. Los demás cartelistas
no quisieron saber nada de Arias, volvían la cabeza con disgusto, aunque era evidente que le
conocían. Lince se dirigió a la casona de Arias, preguntándose por qué tanto misterio.
Sabía que no le dejarían entrar por la puerta, así que cogió de la calle un trozo de adoquín y
trepó hasta la ventana del primer piso que más cristales tenía a la vista. Rompió el cristal con el
adoquín y empujó el picaporte de la ventana para reventarla. Como suponía, la alarma saltó, pero ya
estaba dentro: esa casa estaba muy bien custodiada, como si guardase secretos en su interior.
El timbre de la alarma retumbaba en toda la casa. El señor Arias y Ascen Lopin subieron preocupados
para ver lo que ocurría en el primer piso. Se encontraron sorprendidos a Lince en la escalera,
quien les empujó y saltó ágil por la baranda para aterrizar en el suelo de la planta baja.
Arias y Lopin corrieron tras él escalera abajo, pero fue demasiado tarde. Lince entró en el salón
que servía de taller y se quedó admirado ante lo que vieron sus ojos: Parecía la redacción de un
periódico, más de una docena de escritores trabajaban a destajo ante sus pantallas de ordenador. Lo
hacían allí, y no en sus casas, a pesar de los adelantos digitales, porque así Arias se aseguraba
de que no le escatimaban ni una palabra de su trabajo asignado a diario. Arias alcanzó a Lince,
pero ya con expresión compungida, pues sabía que el pícaro había descubierto su secreto.
- Ahora lo entiendo todo – dijo Lince –. Aquí se produce un buen tocho de libro cada mes. Ni el
taller de Alejandro Dumas en sus mejores tiempos. No me extrañaría nada que estuvierais planeando
venderle al museo cuadros y grabados falsos de Picasso. Ese miserable de Lopin trabaja para ti, era
Carla Ruiz quien intentó robarte la biografía de “Picasso, el genio del siglo XX”, sin saber que
era falsa.
- ¿Picasso un genio? – rio Arias con sarcasmo –. Picasso fue un producto comercial de los
marchantes de París. Si se hubiera quedado en España, sólo hubiera sido Pablo Ruiz, un profesor de
dibujo amargado toda su vida como su padre.
Ascen Lopin sacó su pequeño revólver francés, apuntó a Lince y le dijo:
- Acompáñenos al sótano, por favor.
- Allí es donde tenéis secuestrada a Carla Ruiz, ¿verdad? – repuso Lince –. ¿Seréis capaces de
matarnos a los dos?
- Usted divulgaría nuestro secreto – dijo Arias.
- ¿Se refiere al fraude de la biografía de lujo de Picasso y a todos los falsos libros que producen
estos desgraciados por una miseria y que luego llevan su nombre? Por supuesto que lo denunciaré. Es
usted un canalla que se aprovecha de las ilusiones de estos escritores, para quedarse después con
todo el éxito y el dinero.
Ante los gritos de Lince, algunos redactores levantaron tímidamente las cabezas para mirar sobre
sus ordenadores, pero volvieron a esconderse en seguida, pues la sola presencia de Arias y de Lopin
armado les intimidaba.
Lopin encañonó la espalda de Lince con su pequeño revólver, para conducirlo escaleras abajo hasta
el sótano. Tras ellos, Arias reía de satisfacción: así sus empleados verían una vez más lo que le
pasa a quien osa desafiar sus órdenes. Eran redactores negros, no estaban dados de alta en ningún
sitio, ni su nombre figuraba en obra alguna, a pesar de que ellos las escribían frase a frase. Por
eso se les llamaba también con toda razón escritores fantasmas. Si protestaban lo más mínimo, Arias
tenía siempre preparada la misma fulminante respuesta: “A la puta calle.”
Metieron a Lince en el cuarto más profundo del sótano, donde tenían también bajo llave, a oscuras y
atada a una silla a Carla Ruiz.
Al encender la luz, Carla se les abalanzó: tanto había bregado en la silla que soltó las cuerdas, a
costa de desuellos y moratones de rodar por el suelo.
La redujeron en seguida: Arias la sujetó y Lopin le golpeó con su pistola en la cabeza. Volvieron a
atarla a la silla, esta vez bien fuerte.
- ¡Gracias por ayudarme! – fue el saludo de Carla con odio a Lince.
- Eso te pasa por traicionarme – le dijo Lince –. Espero que te vaya bien con tus nuevos amigos. Al
menos he evitado que te maten.
- ¡Van a matarnos de todas formas, gilipollas!
Lince se dirigió a Arias:
- Pase que sea un estafador y un farsante, pero ¿también piensa cargar con dos cadáveres sobre su
sucia conciencia?
- Por supuesto – dijo Arias –. Si os dejo libres, se me acabará el chollo. Estoy dispuesto a lo que
sea para no perder esta fortuna.
- Carla me da igual – replicó Lince –, una hiena menos en esta pocilga, pero ¿de verdad cree que yo
me dejaré matar sin luchar?
- Mejor, así morirás antes – Arias le hizo una señal a Lopin. Éste apuntó al corazón de Lince, que
no pudo reaccionar.
Entonces irrumpieron en el cuarto los empleados de Arias, armados con tijeras, ceniceros y todo lo
que hallaron en la oficina. Atacaron a Arias y a Lopin, que sólo pudo disparar al suelo antes de
ser reducido. Les dieron una buena paliza en venganza y les ataron con las cuerdas que sujetaban a
Carla Ruiz.
- Al verte, hemos decidido liberarnos – dijo uno de los redactores a Lince –. Cualquier cosa será
mejor que esta mierda.
- Y no sólo eso – dijo Lince –. Con vuestra sublevación también nos habéis salvado la vida a Carla
y a mí. Estos desalmados iban a matarnos a sangre fría.
En cuanto salieron de allí, los empleados fueron a la policía para denunciar los delitos del señor
Arias y de Ascen Lopin; declararon como testigos contra ellos y lograron su condena, además de su
ruina pública.
Víctor Lince y Carla Ruiz se fugaron para no tener que vérselas con la policía, cada cual por sus
motivos. Antes de separarse, pusieron las cosas en claro:
- Estoy harto de tus traiciones – dijo Lince –. No eres de fiar, ni para la pasma ni para mí. Te he
salvado la vida y ni siquiera me lo agradeces.
- Adiós, cerdo pardillo – replicó Carla.
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