En nuestro lenguaje no hay una palabra equivalente a homicidio. No concebimos la muerte individual. Quien mata a uno de nosotros, mata a todos.
Los llamadores de las puertas en la mansión del doctor Petrov, reproducían la primera música que
ejecutaran los hombres. El médico la había grabado en forma clandestina dentro de una organización
iniciática cuyos orígenes se remontaban a la prehistoria y a la que acudiera en algún lugar perdido
entre el Cáucaso y Etiopía. En esa tarde, el sonido vibrátil, atonal se desplazó de los tonos
agudos a los graves en una escala desconocida para los oídos de los hombres. Cuando llegó a la
biblioteca, distrajo al médico de la preocupada meditación sobre el escritor unicornio.
Mientras el carillón seguía sonando, el galeno pasó a otro cuarto y se inclinó sobre un juego de
abalorios que colgaba en una de las paredes de la biblioteca. Moviéndose con gracia sobre un
cuenco, los adornos convocaron a un espíritu acuático y preternatural que residía en el agua. Era
un ser diáfano, gordo, que se movía con dificultad. Al pretender escapar de la escudilla, resbalaba
y volvía a caer una y otra vez en el interior. El cuerpo desnudo, pequeño y trasparente, podía
mostrar al visitante. El dueño de casa vio una delegación de obesos ratones que llegaban a
entrevistarlo. El halo de color rojo que emanaba de los cuerpos, indicaba ansiedad y preocupación.
La solución del problema del unicornio era prioritaria, y para ello Petrov debía concentrarse en el
problema. Pero no era conveniente que se rehusara a atender a la delegación, así que trepó la
escala de mano que comunicaba la biblioteca con la sala, y en el momento de entrar se tropezó con
un ratón enorme. Vestía librea y un uniforme similar al de los criados del siglo XIX. Al
prosternarse, la cabeza peluda tocó el pecho del galeno y el vientre, voluminoso y blando, se
derramó en el piso
brillante. Mika, que ahora permanecía absorta en una postura de meditación, los había dejado entrar
al escuchar el llamador. Aquellos ratones pertenecían a la casta real, y los vientres crecían
debido a una dieta exclusiva de maní, frutas secas y grasas saturadas. Orgullosos de su obesidad,
exigían que el propio rey fuera el más gordo de todos, tanto que desde siglos atrás, la dinastía
era calificada de “Obesa”..Muchos atribuían a esta característica el carácter lento y remiso de la
cultura
Luego de diez minutos, el ratón se incorporó.
-Estimado doctor Petrov, mi nombre es Cañaña. Soy Canciller Adjunto del pueblo de los Ratones
Azules que fuera descubierto por usted hace tres años y ciento veinticinco días del tiempo
terrestre.
Cañaña hablaba con voz demasiado pausada, como correspondía a las costumbres del pueblo. Este
hábito se acentuaba cuando debían referirse a un problema grave.
-Bienvenido, Canciller. ¿A qué debo tu visita?.
-Hoy ha amanecido un espeso manto de bruma en el cielo siempre límpido del pueblo de los ratones -agregó Cañaña con voz aflautada- La bruma tiene corazón felino, es decir traidor y falaz…
-Señor Cañaña -interrumpió el doctor Petrov- admito su parsimonia en el discurso, y yo mismo la
he promovido muchas veces, pero en la actualidad me veo enfrentado a un problema que requiere mi
urgente intervención, por lo que le ruego que como excepción y sólo por hoy, adopte la costumbre
humana de ir al grano sin preámbulos. Sé que usted puede hacerlo.
El ratón se detuvo con un estremecimiento. Ajustó el monóculo con marco de carey y miró al doctor
Petrov con expresión incrédula.
-Me temo que la ansiedad que detecto en su voz, es como un águila agazapada, como un leopardo
negro que ha tomado el camino del mal. Doctor Petrov, lo admiramos porque ha salvado la vida de
cientos de nosotros, los gordos ratones. Entonces no entiendo por qué se levanta en sus palabras,
la sombra falaz del genocidio…
El doctor Petrov se puso rojo y respiró profundamente antes de volver a interrumpir al ratón.
-¿Genocidio yo, Cañaña?¿Es que acaso el pueblo de los ratones escucha las voces de esos
disparatados que se hacen llamar “La Tenue conspiración de las larvas”? ¿Me acusas de genocida a
mí, con todo lo que he hecho por ustedes…?
El doctor Petrov se interrumpió al ver que el ratón se arrodillaba frente a él.
Le ruego que me perdone -Cañaña se movía con dificultad debido a sus dimensiones, pero logró
inclinarse hasta besar los zapatos charolados del galeno- le ruego mil veces que me perdone. Usted
sabe que nuestro pueblo dice “genocidio”, ya sea que se trate de una muerte o de miles. En nuestro
lenguaje no hay una palabra equivalente a homicidio. No concebimos la muerte individual Quien mata
a uno de nosotros, mata a todos.
El pueblo de los ratones azules mantenía posiciones extremas y opuestas ante el doctor Petrov. Un
grupo lo adoraba como un dios, y habían levantado una estatua con sus rasgos. La vestían con trajes
de Armani a los que cambiaban semanalmente y perfumaban todos los días con esencias de Dior. Otro
sector, en cambio, lo odiaba profundamente y cada tanto atentaba contra la imagen arrojando hacia
ella bolas de alquitrán o procurando incendiarla.
El médico tomó al ratón de las axilas, lo obligó a incorporarse y lo miró a los ojos. Explicó que
era él quien debía disculparse. Estaba de acuerdo en que una cuestión era una fortaleza a la que
había que rodear con paciencia antes de llegar a su meollo. Como chamán, sabía que era el requisito
básico para tratar cualquier problema y llegar a la solución.
Cañaña lo miró con aspecto digno. Estaba arrepentido por haberlo tratado de genocida y haber
despertado aunque fuera por un momento la ira del galeno; sin embargo, seguía pendiente la
respuesta a la pregunta que no volvió a formular. Necesitaba saber hasta que punto el médico estaba
contaminado por la funesta costumbre de los humanos. El doctor Petrov seguía mirándolo a los ojos.
Como Chamán también podría besarlo en la boca, pero el ratón supo que no lo haría. Él también lo
miró fijamente y de ese modo escudriñó el fondo de la mirada de Petrov. Las pupilas eran un par de
lagos inmóviles. Sólo se movían las poderosas corrientes del fondo. Distinguía algunos barcos
cargados de humanos. Marchaban a un remolino que no tardaría en tragarlos. Ante esta imagen, el
ratón concluyó que el hombre estaba ante una situación difícil, y decidió atender a su pedido e ir
al grano de la cuestión. Esperó que el doctor Petrov lo soltara y antes de hablar se sentó en el
suelo, como también era costumbre de su pueblo.
-Han desaparecido dos ratones. Sospechamos que ellos sí fueron víctimas de genocidio.
Cañaña jadeaba. Su grueso cuerpo se cansaba con el solo hecho de estar de pie y con más razón al
arrodillarse frente a Petrov y lamer sus zapatos.
-Son el ratón Cañupán y de la ratona Miñajapa. No se sabe nada de ellos desde hace una semana.
-¿Fueron informadas las autoridades?
-Fueron informadas -al decir esto, el ratón hizo un gesto de desaliento, reforzado con un
movimiento de la pata derecha-. Usted sabe doctor que no es cuestión de policías que sigan pistas,
que busquen y busquen. Quizá lo hagan porque en las capitales del mundo están alarmados por la
desaparición, pero no será eficaz. Sólo daría resultado su magia.
-Mi magia…
-Lo que pueda hacer usted con sus pociones y sus rituales. Ellos podrán decirnos dónde se
encuentran nuestros hermanos… además doctor Petrov, la Sagrada Asamblea Obesa del pueblo de los
Ratones ha decidido que en parte usted es responsable de estas desapariciones, por haber
descubierto nuestro mundo.
-Está bien, Canciller Cañaña, no te dije que no lo vaya a hacer. Puedo ocuparme de esto, lo único
que te pido una discreción absoluta. Ya lo sabes.
-Ya lo sé. Doctor petrov. Eso se descuenta. Le pido perdón por mi exabrupto, pero usted sabe que
la ratona Miñajapa es mi prima y esta relación la vincula con la Dinastía Obesa en la que tiene el
título de Marquesa Viz, lo que significa Vizmarquesa. Todo esto me desespera.
Los ratones azules habían emigrado en masa al mundo de los hombres y Petrov reconocía que se habían
movido con mucha habilidad política al lograr cierto apoyo internacional y un sutil equilibrio
diplomático con la dictadura que gobernaba el país. Así, la desaparición de dos de sus miembros era
algo que golpeaba fuerte en todos los foros internacionales. Cañaña lo miraba anhelante.
-Canciller Adjunto: Sé que has mirado mis ojos; que te asomaste a los profundos y tibios tiburones
que encierran. Quizá hayas percibido también que no es una preocupación personal, sino que se trata
de problemas que, de no solucionarse, podrían afectar a nuestros pueblos.
El doctor Petrov se interrumpió y observó el reloj. Eran las cuatro de la tarde y las primeras
brisas del viento cargado de vacío soplaron desde las paredes. El ratón carraspeó siete veces, lo
que significaba en los códigos de su mundo, que quería preguntar a Petrov algo sobre el tema al que
había hecho alusión
-Puedes hablar, te escucho.
-He visto en sus ojos que ha muerto un unicornio.
-Está agonizante. Sabes como es esto. El unicornio sostiene varios mundos sobre su grupa, aunque
sus habitantes y la misma bestia no lo sepan. Si llegara a morir, todos sentirían las consecuencias
aunque no podrían relacionarlas con su fin. La pérdida de su vida sería un torbellino que
arrastraría a muchas existencias.
El viento cargado de vacío sopló con más fuerza, arrancando varios pelos del ratón Cañaña y
pegándolos en el pomo de una de las puertas.
-Prometo que pronto realizaré un ritual destinado a establecer dónde se encuentran los ratones. Te
informaré en cuanto lo sepa, Canciller Adjunto. Ya habrás sentido el viento cargado de vacío que a
esta hora se desata en la mansión. Quizá sea una señal por la que nuestra charla deba
interrumpirse, pero te agradezco el esfuerzo de haberme trasmitido lo esencial de tu reclamo.
El ratón hizo una profunda reverencia de modo que las orejas volvieron a rozar el vientre del
doctor Petrov, exactamente a la altura del ombligo.
-Se lo agradezco querido doctor. Lo tendré muy en cuenta.
El ratón se volvió hacia Mika que seguía sentada con la columna recta y los ojos cerrados y también
la saludó con una inclinación. Coincidiendo con esto, una ráfaga de vacío transformó a la muchacha
en un cartón que se quemó rápidamente. El viento arrastró los trozos encendidos hacia las ventanas
de la habitación.
Cañaña se alejó bamboleándose. Al quedar solo, el doctor Petrov cubrió la cabeza con la chaqueta y
caminando de costado para evitar las consecuencias de la brisa, recogió con cuidado los pelos del
Ratón Cañaña pegados en el herraje. Quizá ellos revelaran el destino de los ratones desaparecidos.
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