“Tu vida de hombre-unicornio será tan solitaria, que algunas veces sólo te harán compañía los fantasmas.”.
“Usted no podrá respirar. Los mocos taparán los conductos de sus bronquios. Aún cuando sea un unicornio,
lo que lo une con los demás seres es que está maduro para la muerte”.
Sin despertar, el escritor escuchaba la voz suave, pero segura de sí misma. Las palabras se superponían
al sonido cristalino de la respiración. Cuando la boca invisible se acercaba al oído, un campanilleo
despertaba en su mente enjambres de mariposas que se precipitaban sobre prados verdes.
Después, el unicornio escapaba jubiloso a la arena de los sueños y dejaba atrás la envoltura de hombre.
A veces volvía a encontrarse con la doctora Kobayashi en un Japón brillante de cuarenta años atrás. Ella
preparaba la Cripsis, o sea el camuflaje que lo mostraría como un humano. Aquel atardecer lo llevó a un
prado repleto de ancianos. La médica atravesó sus cuerpos como si fueran viento.
“Ellos son fantasmas” -explicó la doctora -“Un unicornio debe conocer todo acerca de la existencia de
los mortales para lograr la Cripsis. Los espectros son parte de la vida humana. Cualquier hombre en
cualquier lugar de la tierra, vive más con los muertos que con los vivos. Los difuntos lo animan desde
adentro y a veces son una alternativa para su enorme soledad”.
Para la Cripsis de niño humano, aquellos hombres y mujeres eran ancianos pacíficos que recorrían un
prado. Había quienes sembraban plantas. Otros reían sin motivo o hablaban consigo mismos. Tomándolo de
la mano, la doctora hizo que atravesara algunos de aquellos seres.
“Tu vida de hombre unicornio será tan solitaria, que algunas veces sólo te harán compañía los fantasmas”
-le dijo poco antes de abandonar el lugar.
“El agónico respira aceleradamente, lo que da lugar a un estertor cadavérico producido por la presencia
de las secreciones bronquiales. Es una respiración terminal, en la que se da una lucha por la
supervivencia. El jadeo es como el de quien escapa de un perseguidor despiadado. Corre toda la noche,
sin que haya tregua ni cobijo y cuando llega el amanecer, una línea sanguinolenta en el cielo, anuncia
que la persecución continuará”.
El escritor había escapado de la muerte, aunque no dejara de agonizar. El collar negro se hacía más y
más sólido y se cerraba alrededor de su cuello. Recordó las palabras de la doctora Kobayashi sobre la
Durapia, esa forma de intuición que le permitiría percibir lo que estaba aconteciendo en los pliegues de
la realidad, cercana o lejana. Ahora la Durapia, lo hacía regresar al Mundo sin nombre. El lugar donde
no existían las líneas rectas. Donde los círculos resolvían la vida. De pronto había sido arrojado por
las espirales a las calles de la ciudad sitiada que el ejército controlaba día y noche. Allí caminó
detrás de los espectros. Irma La Morte, quien apretara su corazón en el momento en que recibía un
disparo mortal, y su tío, el Camahueto, a quien también habían asesinado.
Mientras los seguía, vomitó una sustancia negra con sabor a aceite de automóviles y limaduras de óxido.
Al llegar a la playa, lo cercaron hombres idénticos entre sí: cabellos, pieles rojas y pecas que
formaban complicados dibujos sobre la epidermis. Vestían túnicas blancas de médicos. Alguien le aplicó
una inyección y el mundo drenó esencias brillantes y rojas. Desde entonces escuchó la voz regular,
rítmica, que no dejaba de describir la agonía.
“Hipotermia lenta. Como el frío en otoño. Según la temperatura del ambiente y la clase de muerte, va
disminuyendo el calor corporal. En alguien que muere con convulsiones, el descenso de la temperatura es
más lento, porque los espasmos la elevan. Frío y calor se enloquecen. Los témpanos conviven con los
volcanes. “
Recordó los espasmos. A través de la Durapia intuía el presente como el pasado de un sueño. Había visto
a su cuerpo arquearse. Un bramido lo recorría como una piel gris y peluda que cobrara vida de pronto.
Cuando a su lado alguien pronunció la palabra “convulsiones”, empezó a agitarse. Su cuerpo absorbía los
vocablos. Una y otra vez actuaba los síntomas que la voz iba describiendo.
Rodó por los túneles del sueño. Nevaba en la ciudad sitiada. Un cielo gris caía sobre el paisaje. A lo
lejos seguían marchando los camiones verdes. Las voces de mando formaban el ritmo de una música lejana.
Frente al escritor estaba Irma La Morte. Inmóvil. Las piernas hundidas en la nieve. Los gruesos labios
entreabiertos. Los ojos cerrados, con expresión de dolor. Vestía un corsé con dos agujeros a la altura
de los senos. Por allí escapaban los pezones y los copos que caían sobre ellos, se transformaban en
cuervos blancos. Graznando, algunos volaban hacia un sol impreciso y otros hacia el alero de un
edificio.
El escritor se acercó a ella. Una parte de sí mismo lo llevaba a apartarse. Por seguirlos estaba en
aquella cama. Por seguirlos, el mundo se había transformado en el escenario de su muerte.
“Taquicardia, carfología (movimiento incontrolado de las manos, por ejemplo arrugando las sábanas o como
intentando asir objetos), dilatación de ollares, pulso filiforme, hipotensión y arritmias”.
Entre la nieve, frente a él, emergió un toro del tamaño de un perro. En el lomo se abrían un par de alas
negras, como las de un murciélago. El escritor reconoció los ojos enloquecidos. Era el Camahueto. A
través de las costillas y de la gruesa piel , una luz roja llegaba del centro de su pecho. A él también
lo habían acribillado los soldados. En el cadáver aún tibio, el escritor había ocupado el corazón,
brillante y cálido como un castillo al que acaban de abandonar. Fueron unos segundos antes de iniciar la
marcha al Mundo sin Nombre, donde lo esperaba Mika, pero una parte de sí mismo aún permanecía allí.
El corto pelaje del toro iba de un gris plomo a un verde brillante. En la frente, latía el enorme cuerno
dorado. Cuarenta años atrás, en aquel Japón transfigurado, la Doctora Kobayashi había hablado de Chiloé.
Allí los Camahuetos iniciaban su vida bajo los cerros cercanos al mar. Elegían un afluente que surgiera
debajo de una montaña. Nacían de un trozo de cuerno de otro Camahueto al que enterraban luego de
reducirlo a polvo. Algunos, los más selectos, eran engendrados por la Vaca Marina Chilota, encerrada en
una madriguera más de treinta años, hasta que los embriones despertaban. Entonces, desesperados de
deseo, perseguían a la Vaca para unirse con ella.
Ahora, el grueso Camahueto procuraba emerger de la nieve. De tan dorado, el cuerno emitía destellos
azabaches bajo la luz del crepúsculo.
-¡Debo encontrar la vaca marina! -exclamó apenas hubo terminado de salir. Sus ojos brillaban. Por
alguna razón había tomado la Cripsis humana de un ciego, pero como animal, podía ver al escritor.
Estás muerto, Camahueto. Yo habité tu corazón cuando recién se había detenido. Tu corazón es dulce. Tu
corazón es cálido. Como un templo vacío. Eso me ayudó en a conjurar la agonía que tu sobrina desatara en
mí.
La nieve volvió a caer. Irma La Morte hizo algunas muecas, como si fuera a decir algo, pero no llegó a
abrir los ojos. El Camahueto miró fijamente al escritor unicornio. No parecía escucharlo.
-Necesito a la Vaca Marina -repitió- Con mi cuerno cavaré ríos y arroyos y navegaré hasta
encontrarla.
-No entiendo tus palabras, Camahueto. Yo soy un unicornio vinculado a potros. Nada sé de vacas, pero sí
de la naturaleza que nos une. No puedes correr kilómetros llevado por el humor oscuro que destila tu
cuerno, animado por el deseo ciego de la vaca marina. Te lo repito. Estás muerto.
-Tú te inclinas por los potros y dices no saber nada de vacunos, pero también estás desesperado por la
Vaca Marina. Eso te lo dije alguna vez.
Estás muerto, Camahueto. Lo repito una vez más. Te han disparado mientras yo entraba a tu cuerpo y
buscaba tu corazón. Antes de morir me dijiste que la vaca marina era Mika, la mujer que amo. Estás
equivocado. Ella no tiene que ver con los unicornios. Su naturaleza es la de un círculo en el Mundo sin
Nombre.
-Dices eso porque la Cripsis te ha poseído -replicó el Camahueto -La forma humana es un veneno que
lentamente conquista las venas del unicornio. Amas a la Vaca Chilota porque ella se presenta con cuerpo
de mujer; porque alguna vez también sufrió la Cripsis. En cualquier forma en que se muestre, siempre te
despreciará. Cuando quiera copular, lo hará conmigo. Sólo a mí me entregará sus ancas. Tendremos un hijo
que se enterrará en una madriguera y sobrevivirá a las guerras de los hombres. Cuando ellos se maten
entre sí y dejen el planeta solitario, el nuevo Camahueto emergerá y poblará el mundo con una nueva
raza.
Al hablar, el toro hozaba el suelo. Luego, adelantaba la cabeza en dirección al unicornio. En su
lenguaje, aquello era una invitación a pelear.
No lucharé contigo, Camahueto. Como acabas de decir, tenemos un origen común. . Quizá las estrellas
hayan sido nuestro antiguo hogar
Furioso, el Camahueto volvió a patear la nieve y a arrojar trozos pulverizados. El cuerno dorado
brillaba con las últimas luces del día; luego, bajo la luna de invierno, emitiría destellos lentos que
se desprenderían como nubes incandescentes.
-Estás muerto Camahueto -repitió el escritor- Te pregunto: ¿Por qué me sigues? Si la realidad es como
dices, te basta ir con la vaca chilota. Yo no me opongo. Mi relación con ella se basa en que nunca nos
encontremos. Puede copular contigo. En cierto modo, la amo porque nunca lo hará conmigo.
-No sabes lo que dices -el Camahueto dejó de excavar la nieve, renunciando a retar al unicornio- No
sabes lo que dices. Eres tú el que viene con nosotros. La agonía crece en tu cuello. Dices que Irma y yo
estamos muertos, como si tú fueras un inmortal. Es poco lo que falta para que los tres recorramos estos
caminos. Tres muertos. Cuando pases la barrera que separa la otra orilla, no podrás llevar tu cuerno
como hacemos los Camahuetos. Eso nos permite vivir aún en la muerte. Nos da una conexión con la vida en
cualquiera de los mundos que nos toque recorrer. Tú te extinguirás, como si nunca hubieras existido.
Pulverizarán tus huesos y los venderán a los militares prometiéndoles la inmortalidad; les asegurarán
que con ellos podrán tener en sus vidas todas las vacas que quieran.
El unicornio no contestó. Irma La Morte seguía concentrada en su mudez de nieve. Quizá el Camahueto
tuviera de razón. La Durapia volvía a mostrar la imagen del escritor, yaciendo en una cama, rodeado de
hombres rojos que cantaban abrazados. La letra de la canción anunciaba su próxima muerte. El Camahueto
se alejó sacudiendo la grupa con un gesto de indiferencia. La escultura que representaba a Irma La Morte
se hizo trasparente y la nieve cayó sobre ella hasta ocultarla por completo.
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