Siempre puede ocurrir algo peor. Vale la pena vivir sólo por eso. Para ver dónde está el límite de la
degradación, la infelicidad y el sufrimiento (...) Hasta dónde somos capaces de llegar, hacia abajo, sin
ayuda de nadie, nosotros mismos.
“El que tiene sed”, Abelardo Castillo
Alrededor de las seis de la tarde comprendió que si se arrastraba lo suficiente llegaría al otro lado.
Pero calcular las distancias, observar con precisión ese otro lado que le parecía salvaje, que siempre
había sido salvaje, que desde chico se lo habían nombrado como “imposible”, lo pondría más nervioso, sin
duda. Por eso se dejó vencer por el vaivén extraño que ahora sentía en todo su cuerpo.
Afuera, los árboles grandes, frondosos, y las flores con pétalos como pobres corazones, pobres corazones
desperdiciándose, parecían fantasmas ensimismados sobre las ventanas de la casa, y en sus fuertes
movimientos de tarde (contra los cristales, contra las persianas de madera, tan frágiles, siempre tan
frágiles) lograban que el calvario de tener que cruzar al otro lado se ensanchara y cobrara dimensiones
fatales. Porque él en cada arrastre sentía la madera del suelo primero fría, luego más calentita, pero
llena de tierra; una madera que parecía pudrirse a medida que tímidamente avanzaba con todo el peso de
sus elucubraciones personales.
A esa altura, como decía, hacia las seis de la tarde, todo el frenesí tremebundo que le inundaba cada
parte de su cuerpo desde la mañana temprano salía en chillidos estridentes o en lágrimas apagadas por el
llanto seco que lo sobrecogía. En el fondo, le gustaba ser el diminuto grano de arena en aquel cosmos
lleno de dolor y asfixia emocional. Acaso disfrutaría, después de tanto tiempo, el sabor salado de la
lágrima.
Quizá imaginó (o realmente pasó) que había comenzado a llover. Las gotas golpeando el vidrio, haciéndose
añicos contra ese universo congelado...porque supuso que afuera estaría haciendo frío. Y su cuerpo, que
no era más que un punto negro en aquella casa donde durante mucho tiempo se habían ahogado sus sueños
más intrépidos, ahora surgía lentamente e intentaba lo imposible.
Siempre era más fácil culpar a los demás. Porque siempre había personas que le cagaban la vida a otras
personas. Pero caer en el simplismo de adjudicarle todo a sus padres le pareció, por muchos años, un
despropósito. Y él, su cuerpo, nunca pensaba en estas cosas verdaderamente. Más bien se arrastraba
deseando llegar al otro lado y entender que allí, aunque quizá con un poco de frío, lo esperaba eso
otro.
Nunca fue demasiado reflexivo y haber comenzado a arrastrarse tal vez había sido una enorme casualidad;
algo que no había sido planeado y que él asumía con un pánico que por momentos le hacía sudar su sudor
más vergonzoso sobre el piso de madera.
Casi ahogándose en el cansancio y, sobre todo, en la porquería de pensar que jamás llegaría al otro lado
y que en ese otro lado no había nada que no hubiera en éste, su cuerpo aún vibraba esperanzado y a la
vez existía sumido en la imposibilidad y en el entumecimiento.
¿Por qué, después de todo, cruzar hacia el otro lado? ¿Por qué abandonar aquella casa que invita a su
cuerpo a buscarla sin culpas, sin obstáculos? La tibia y el peroné en pose casi mortuoria, suspendidos
contra la madera mientras él, todo él, ahora, por primera vez, reflexiona. O al menos intenta
reflexionar. Porque no está seguro de si en esos momentos fatales su cerebro (abierto como un gran hoyo
con dimensiones oceánicas y a punto de estallar como la ola contra la piedra) tiene la capacidad de
estarse quieto y analizar todo antes de poner su mano (ahora) sobre el banquito para impulsarse más
fuerte, o doblar la cadera para evitar esa chinche que se expande plena sobre el piso, muy cerca de su
ojo, como si no hubiera mañana, como si el hoy fuera ese mínimo movimiento de su antena. Y qué difícil
arrastrarse. Y qué fácil ser chinche, piensa. Porque para esa que ahora parece mirarlo no hay un otro
lado, no hay nada más que sus patitas y sus antenas y ese minúsculo espacio de mundo.
Se lamenta. Sí, se lamenta. Porque lamentarse es lo que más sabe, lo que mejor aprende cuando le hablan
de la vida y decide hacerse chiquito como esa chinche. Llora porque le gusta. Porque encuentra que en
cada lágrima se pierde la soledad a la que siempre se creyó atado y abismado por naturaleza. Y algún
otro cuerpo le hablará del apocalipsis, del hambre de niños que se arrastran y sin pensarlo están
siempre en el otro lado, quizá uno que no es parecido a ese al que él está yendo en este momento, en
cada arrastre liviano y dramático. Pero igual se lamenta porque nada de todo eso es su culpa, dice. O
mejor dicho, piensa.
Quizá le queden dos metros nomás, que no es mucho. El viento se escucha claro y firme. El único que
habla en la tiniebla.
Y él sólo es un cuerpo. No más que un cuerpo. Piensa con las manos y siente con los pies. Y escucha el
rugir de la casa; la casa que quiere comérselo y alejarlo con la fuerza de sus muebles que se hacen
grandes estructuras.
Y la mirada boba, el sudor atento y ácido, la mano conformándose con dejarse caer sobre la madera
(ahora), y su pie encajonado entre la pared y el escritorio. La novela inconclusa que dejó hace meses,
amarilla, la tinta, el subrayado y el recuerdo de esa triste sentencia de algún snob de barrio “qué
rápido se pasa del pavo real a la cucaracha”.
El sueño empieza a invadirlo: dormir, el más secreto de sus actos. Quiere caer con sus párpados, pero el
otro lado está esperándolo. Tan sólo dos metros. Si tan sólo pudiera escribirlo: explicar cómo su cuerpo
se levanta, camina, llega hasta la puerta y alcanza ese otro lado; porque sabe que si lo escribe,
sucede. Pero no puede. Le explotan por dentro, en mil pedazos, las zonas más complejas del instinto.
Ahora cree que dios está en las cosas, porque la silla comienza a hablarle (¿o sólo se mueve?), y el
aparador cercano a la puerta es un gran violín que llora un tango mientras él lo canta (uno va
arrastrándose entre espinas y en su afán de dar su amor sufre y se destroza hasta entender: que uno se
ha quedado sin corazón...). Y la vida, el mundo, la razón de ser son esos dos metros.
Pero finalmente las horas han pasado. Todas las horas han pasado. El viento afuera amaina. Tal vez haya
un rayo de luz, pero es difícil entenderlo, desmenuzarlo, traerlo a la realidad del dolor de cabeza, de
la chinche en algún lugar de la casa pasando desapercibida. Por eso sólo abre sus ojos para sentirse
vivo. Y lo único que ve es la madera, la casa intacta, la novela esperándolo sobre el escritorio.
Siente. Siente cómo su corazón bate contra su pecho. Las venas lo recorren sucias, enjuagando su miedo
eterno, su saberse -ahora- mortal.
Se levanta, camina lento, perdido, abre la puerta. Y sale. Alguien, en algún lugar, toca un tango. Pero
él no lo escucha.
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