Pues, aquí donde nos ven, españolitos de corazón en ristre y sueños en astilleros, de suerte esquiva y
afanes prestos, en esta mano de la interminable partida que le jugamos al destino, nos ha tocado un Rey.
Es verdad que no es la primera vez que nos toca figura tan importante, pero, si repasamos las jugadas
desde que los franceses nos rompieran la baraja y nos impusieran a aquel hermanísimo de mal recuerdo al
que llamaban Pepe Botella, los reyes que nos han tocado apenas nos han servido ni para tirar un
farol.
Tras que el 2 de Mayo -según nos cuenta un tal Francisco de Goya, cronista de la época- los españoles se
cabrearan con el corso de allende los Pirineos, pidieran baraja nueva y corretearan al hermanísimo por
las calles de Madrid, para luego darle la del tigre en Bailen, Arapiles, Victoria y San Marcial hasta
echarlo del tapete con hechuras de piel de toro, el primer Rey que nos tocara (1813, aunque antes lo
fuera dos meses) fue "El Deseado", hombre amante de la pintura, la música, el teatro, el billar, las
mujeres... y hábil guitarrista, pero despreocupado por los asuntos de Estado y considerado muy
negativo por todos los historiadores. Por ello, y por su reconocida doblez y servilismo con el genio de Ajaccio, a quien vendió derechos y
Patria por menos de medio plato de lentejas, no vamos a incluirle en esta breve semblanza. Ni a él ni a
su virtuosa hija Isabelita, la de los Tristes Destinos, generosa en todo (hasta el extremo de poner
en almoneda el real patrimonio, según nos cuenta Castelar, en El rasgo) y con muchas otras virtudes
allí donde la mujer más se distingue (según Baroja y más de un militar de palacio). Tampoco daremos
cabida a los poco más de dos años que el piamontés Amadeo I luciera cetro y armiños patrios, ya que, a
pesar de ser el primer Rey español elegido en el Parlamento -y en una monarquía constitucional-, ni su
breve tiempo como monarca nos dice nada ni su poco aprecio por la nación española -decía que España era
un país de locos-, de la que se marchó sin ni siquiera comunicarlo a las Cortes, merece
más espacio.
El primero de la serie sería Alfonso XII, hijo de la señora citada más arriba y nacido en noviembre de
1857 en el Palacio Real de Madrid. Tuvo una buena educación, ya que, por el destronamiento de su madre
en la revolución de 1868 (llamada La Gloriosa), tuvo que exiliarse con toda la familia real a París, lo
que propició que conociera sistemas políticos como el francés, el austriaco o el británico y recibiera
formación en centros educativos y militares de París, Ginebra, Viena y Sandhurst en Inglaterra. Hombre
de carácter pacífico y educados modales, y contando con una excelente formación académica y militar,
podemos suponer que hubiera sido un buen Rey, aunque, por su prematura muerte (murió con 27 años) y su
corto reinado (1874-1885), apenas tuvo tiempo de consolidar la monarquía y la estabilidad institucional
reparando los daños que las luchas internas del llamado Sexenio Revolucionario habían dejado tras de sí.
Aprobó la nueva Constitución de 1876, finalizó la guerra carlista y logró que cesaran las hostilidades
en Cuba con la firma de la Paz de Zanjón.
(En nuestra particular baraja tendríamos que llamarle el Rey de Espadas, no por carácter belicista -pues le
llamaban El Pacificador-, sino por los muchos puñales que le clavó la vida.)
El segundo, Alfonso XIII -hijo póstumo del anterior-, nació en Madrid en 1886. Nació ya Rey, si bien
hasta los 16 años sería Reina Regente su madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena. Su infancia y
juventud transcurrió en una España quebrada por guerras y desunión política, lo que nos deja sin nada
que destacar en su formación académica y militar. Aún así, tuvo que enfrentar los graves problemas
políticos derivados de la etapa anterior, destacando el Desastre del 98 (toma de Cuba, Puerto Rico y
Filipinas por EE..UU.), las guerras del Rif en Marruecos -que llevarían hasta el Desastre de Annual-,
los innumerables problemas sociales, el radicalismo de las organizaciones obreras, la quiebra del
régimen político -que llevaría a la dictadura de Primo de Rivera-, el surgimiento de los nacionalismos
catalán y vasco, etc., todo lo cual le precipitaría, el 14 de abril de 1931, a la proclamación de la
Segunda República y al exilio. Mala época la que le tocó vivir a este Rey apasionado por los coches, el
tabaco y la filmografía, a la que ayudó cuanto pudo dejándonos una buena serie de películas de altísima
calidad (si bien es verdad que la mayor parte pornográficas). También tenía inquietudes por la educación, la ingeniería y la
investigación, y por ello promovió y donó terrenos de su propiedad para la construcción de la Ciudad Universitaria.
(Como no hay más, por ciertas cualidades heredadas del bisabuelo Fernando -que por su frecuente uso lo
descartan como casto-, lo referenciamos como el Rey de Bastos).
La irrupción de Franco en el panorama político español, con el Alzamiento y la Guerra Civil de 1936,
impidió la vuelta del exilio de la familia real y la previsible continuidad de la Monarquía en la figura
del Conde de Barcelona, D. Juan de Borbón (Franco, soñador de noblezas y majestades, al que no le
bastaba lo de Generalísimo o Magister Militum, impuso de tapadillo su particular "Monarquía Teocrática".
Recuerden aquello de "Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios"). Pero ello, aunque el viejo general necesitara cuarenta años
de hondas reflexiones para decidir su heredero y "dejar todo atado y bien atado", propició, no la simple restauración de
la Corona, sino la reconstitución de la misma en una Monarquía nueva, la Parlamentaria, en la que el Rey
-sin ningún poder político- ejerce la
función de jefe del Estado bajo el control del poder legislativo -parlamento- y el ejecutivo -gobierno-,
de acuerdo a las prerrogativas que se recogen en la Carta Magna de 1978.
Juan Carlos I, que fuera designado sucesor a título de Rey en julio de 1969 por Franco, y proclamado Rey
en noviembre de 1975, a pesar de encontrarse un clima político extraordinariamente complejo tras la
muerte del dictador, consiguió contentar a unos y a otros en su firme y clara idea de conducir al país
por una senda en la que imperara la democracia y las libertades. Tan firme era su idea y tan arraigada
la de los herederos y copartícipes de los "Principios Fundamentales del Reino y el Espíritu Nacional"
que aún hubo de lidiar con un golpe de Estado, promovido por señaladas figuras de la cúspide militar y llevado a cabo por el coronel Tejero en febrero de 1981,
tomando al asalto el Congreso de los Diputados. Tal situación para un Rey, lógicamente, era para echarse
a temblar, pero, instado por su amor a España y a la Corona, y perfecto conocedor de lo que encierra las
páginas de la Historia, lo resolvió con firmeza, ordenando a los capitanes
generales de las distintas regiones del país la paralización del golpe, la acatación de las Leyes
Constitucionales y la vuelta a sus cuarteles. Consiguió restablecer la normalidad y, tras arduo trabajo
en hacerse entender por políticos y militares, establecer el más largo período de paz y armonía tenido
en España en toda su historia. En su cuenta de resultados habría que apuntar algunos defectillos que se
le atribuyen -relacionados con elefantes, reservas de 12 años y alguna que otra cortesana (lo que
hacemos o nos gustaría hacer a todos, vaya)-, sin mucha importancia ni transcendencia y superado
con creces por su prudente ejecución en las relaciones políticas y su extraordinaria labor como
embajador de España en las relaciones con todos los países. Resultados que, analizado en su conjunto, nos permite otorgarle a toda su
ejecutoria como Rey un notable alto,
muy cercano al sobresaliente.
(Si hacemos caso de diputados biliosos o radiofonistas lenguaraces, tendríamos que llamarlo el Rey de
Copas. Con todos mis respeto, lo apunto así, pero sólo por seguir la pauta y porque no existe un palo que
referencie a un Rey cumplidor).
Y de Felipe VI, que era del que quería hablar, ¿qué quieren que les digan,
si todos lo conocéis? Estoy más que convencido de que sobran todas las palabras. Sólo diré -por seguir y
completar la pauta- que, su más que demostrada madurez, prudencia y calidad humana, unida a su no
menos extraordinaria preparación académica, militar, diplomática y política, sólo necesita el concurso del tiempo
para venir a demostrarnos que esta vez, por primera vez en la Historia, el rey que nos ha tocado es el
de Rey de Oros.
Ojalá, en el plano político, nos tocara siquiera una sota...
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