A veces quiero gritarle al mundo, arrancarle pedazos de sombra, desintoxicarlo a llanto vivo, a risas
colmadas de poesía doméstica, de la que cae de una mesa o rebota en la cama.
A veces es difícil decirle al mundo cuánto hiere su frío desnudo sobre la vereda, sus pies descalzos de
hambre, el callar quedo de sus ojos perdidos.
Sé que muchos otros quieren gritarle las mismas cosas, convidarle sus océanos infinitos, más grandes que
el horizonte.
Sé que muchos otros observan detenidos, conquistados por el barullo de sus luces, por la ambición vana y
apabullante de sus esquinas.
Si tan sólo se le pudiera hablar al mundo, cara a cara, con lágrimas secas, a sus pupilas hundidas, a
sus hondas grietas nocturnas, quizá se lo haría más seguido. Quizá sus respuestas serían (o son) estos
ecos vacíos.
Aunque a veces también creo que para hablar con este mundo tal vez hoy se necesiten más silencios.
Aprender, con dos o tres abrazos o miradas, a desarmar sus cataclismos.
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