“-Karina, podría descubrir cien mil mundos en tus tetas. ¿Quieres que lo haga?
-¡Sí! ¡Entonces mis tetas saldrían en televisión...¡”
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Una sola mirada desde la puerta del gigantesco salón no podía abarcar el cuerpo titánico de Karina, la
Reina de la Bailanta. Alguna vez la definieron como “un árbol colosal, quizá un baobab con forma de
mujer”. Ancas en forma de arcos y vagina que destilaba chorros de flujo; los senos eran lo más
destacado, oscuramente famosos, por los poderes que les atribuían. No sólo serían capaces de seducir a
los hombres, sino de tragarlos y devorarlos, sin dejar rastros de los cuerpos.
Cientos de veces el doctor Petrov exploró los bustos de Karina; realidades llenas de agujeros; el
espacio se quebraba de pronto y eran ciertas las especies que se contaban sobre ellos. Podrían tragar y
ocultar a un regimiento, no sólo por el tamaño, sino por lo insondable de su naturaleza.
Con los comentarios del famoso médico sobre aquellos senos, se podría escribir un libro. En un rincón de
la biblioteca guardaba cientos de apuntes en una carpeta negra. Llevaban por título: Fenomenología de
las Tetas de Karina. Encumbradas universidades, misiones diplomáticas, simples grupos de amigos y las
dos oportunidades en que fuera invitado a entregas del Premio Nobel en la Academia Sueca, el planeta lo
escuchó referirse a aquellas inconmensurables glándulas mamarias.
…si alguna vez me dedicara a descubrir mundos en los senos de Karina, serían tantos que la humanidad
podría emigrar a ellos y sobraría espacio.
…como gran cosa, Borges habló de una casona en la calle Pueyrredón que contenía un solo Aleph. Yo he
encontrado diez mil en los pechos de Karina
…en las tetas de la Reina de la Bailanta he asistido a la creación del universo; la verdadera y no la
falsificación que los astrofísicos decidieran llamar Big Bang.
Aquella noche, como tantas veces, Petrov llegó desesperado reclamando los senos de la bailantera y
mientras entraba en ellos, recordó las leyendas siniestras que se murmuraban con miedo en toda la
ciudad. Un Juzgado completo funcionaba día y noche, recibiendo denuncias acerca de hombres perdidos en
las masas enormes y tibias El pensamiento positivo de los jueces, negaba de plano que pudieran existir
un par de senos de naturaleza asesina. Las desapariciones se atribuían al ambiente delictivo que rodeaba
la bailanta. Los bustos de las mujeres eran la fuente de uno de los primeros alimentos que recibía el
ser humano. Destinados a formar un hombre, nunca podrían hacerlo desaparecer. Un jurisconsulto famoso,
examinó in situ ambos pechos y señaló con un puntero la textura suave y casi trasparente de la piel. Un
ejército que hubieran desaparecido aquí dentro, podría verse como una multitud de gatos encerrados en
una bolsa de plástico — dijo en tono apodíctico, sentando con esas palabras una jurisprudencia
indiscutible y definitiva.
Aquella noche, el doctor Petrov pensó que si esas masas esponjosas para las que no se conseguían
sostenes lo permitieran, desaparecería en ellas y nunca regresaría al mundo convencional. Dejaría que la
carne blanda, sedosa y tibia lo asfixiara dulcemente.
Había tardado horas en llegar al galpón repleto de bandas de cuarteto y delincuentes; en hundirse por
fin en esa carne bendecida. Apenas logró caminar el kilómetro que lo separaba de la costa. No podía
conducir el Jaguar que perteneciera a Pierre Paolo Passolini, ya que el brazo y la pierna derechos
tenían quince centímetros menos. A veces utilizaba las paredes para apoyarse y caminar o caía al suelo y
se arrastraba como una serpiente o un enorme gusano, cubriendo de tierra, barro, hormigas y a veces
excrementos el traje de Armani .
Olor a Marihuana; gritos; destellar de cuchillos y revólveres. Entre aquella gente temible tenía fama de
brujo poderoso y lo respetaban. Los mil dólares que llevara en la billetera, volverían intactos a su
residencia. Tres bailanteros, al reconocerlo, avisaron a la reina. Tendida sobre gigantescos
almohadones, ocupaba el sótano del lugar y consumía toneladas de vainilla y chocolate, mientras
presenciaba la vida, la música y la muerte de Pocho la Pantera en cuatro televisores simultáneos.
En la lejana selva de Iquitos, al recibir el doctor Petrov la iniciación de chamán, realizó un voto
indeclinable. Cuando recibiera un ataque, los efectos no caerían sobre el mundo ni sobre los hombres.
Sólo afectarían su cuerpo. Una gaviota especialmente preparada por Eunuperia, la organización que se
apoderaba de los cadáveres de los unicornios, robó el sonajero ritual de la mano derecha del médico. Si
el planeta hubiera sufrido las consecuencias, el rincón derecho del mar se hubiera secado; la mitad del
mundo ardería espontáneamente y hombres, animales, pájaros e insectos perderían los miembros diestros.
En cambio, fueron las extremidades del Doctor Petrov las que se redujeron a la mitad.
Recuperar lo perdido. Desplegar lo retenido. Este era el nombre del complicado ritual que debía realizar
para que los miembros recobraran la simetría original. Incluía antes que nada, hundirse en los senos de
Karina, mientras los gritos y la música de los Pibes Chorros llegaban hasta él como un coro lejano. Las
zonas de aquellas ubres diferían, según se acercaran o alejaran del pezón, el centro de la mayor
felicidad y donde una pequeña reproducción de la bailantera vivía en un éxtasis constante.
-Karina, puedo descubrir cien mil mundos en tus tetas. ¿Quieres que lo haga?
-¡Sí! ¡Entonces mis tetas saldrán en la televisión…!
Desde las ventanas del salón, los bailanteros sólo alcanzaban a ver los senos gigantescos y en medio de
ellos el par de zapatos del doctor Petrov. Se balanceaban en el aire, negros, relucientes; gozosos.
Los pechos de Karina disponían de cielo, purgatorio e infierno y la capacidad de sanación de los mismos
exigía que se recorran varias veces las tres instancias. Los puertos del norte, cerca del vientre
estaban repletos de tabernas que servían un té grasiento en las madrugadas llameantes y perennes.
Parroquianos ajados contaban a fantasmas escuálidos pasadas glorias inventadas. En el purgatorio, un
monstruo con el rostro de Ricky Maravilla, amenazaba devorar a los que se acercaban. Finalmente en el
cielo, Petrov era recibido por los bailanteros muertos de hoy y de siempre, que lo llevaban a atravesar
las nubes, girar en círculos celestes y regresar a los muelles del infierno donde entre nuevas tazas des
té grasiento, el ciclo volvía a repetirse.
Aquella noche, el doctor Petrov recorrió siete veces aquel círculo vicioso y virtuoso. Al terminar el
periplo, el brazo y en la pierna reducidos, había recuperado trece de los quince centímetros perdidos.
Sin salir de los senos, en uno de los restaurantes del muelle infernal, cenó siete codornices al vapor.
Por la ventana divisó el río mugriento, donde las aguas no dejaban de arder. Cuando en la séptima vuelta
los bailanteros alados intentaron conducirlo al averno para que reinicie todo, se apartó de ellos. Una
imagen de Karina, pequeña como la mano de Petrov, vibraba en el centro del pezón. Se detuvo frente a
ella, hizo una reverencia y besó la punta del zapato de la mujer. Esta noche podría proponerte
matrimonio, pero lo único que te prometo es que alguna vez filmaré tus tetas. Tendría que encontrar
primero una cámara capaz de hacerlo.
En la madrugada emergió de los senos de Karina. Como otras veces intentó pagar, pero ella se negó. El
médico sabía que la mujer cobraba para tener sexo con bailanteros borrachos, pero nunca había aceptado
su dinero.
Espero los mundos que vas a descubrir en mis tetas ― afirmó con una sonrisa la reina al despedirse.
Afuera de la bailanta, brillaba la luna llena. Había llovido y la zona estaba llena de barro y charcos
tornasoles. El doctor Petrov escuchó aclamaciones y aplausos que llegaban del galpón central, donde un
locutor anunciaba nuevos números. En la bailanta aún era temprano. El médico observó una línea roja en
la luna: aquello pronosticaba que dentro de dos horas, una joven, víctima de celos, recibiría un tajo en
la garganta, pero la llevarían al hospital y sobreviviría.
Mientras regresaba a la costa con una leve cojera, el médico pensó en el escritor, que ahora estaría en
manos de Eunuperia, la organización que conducía unicornios a la muerte para traficar con huesos,
cuernos y humores. La mano izquierda del Paisaje. Los chamanes tecnocráticos de la oscura organización
lo habían superado. Supieron esconder aquella mano siniestra para desatarla con la forma de una gaviota
que arrebatara su sonajero acuático. Quitar un objeto de poder en forma violenta, tenía en el plano de
las consecuencias sutiles, el efecto de reducir los miembros y los órganos del mismo lado del cuerpo del
brujo.
La pierna derecha del doctor Petrov aún era levemente más corta. Le dificultaba al conducir, pero no era
la primera vez. Necesitaba llegar a la mansión y entregarse a los rituales de la furia, a fin de
recuperar las dimensiones normales del cuerpo.
De recuperar su poder.
2
La mansión de Petrov.
Ubicada en el este de la ciudad y conocida por la cantidad de luciérnagas que día y noche poblaban el
jardín. Pocos sabían que no se trataban de los clásicos insectos luminosos, sino que cada uno de ellos
representaba una entidad de los bosques, llámense hadas; llámense gnomos; entradas tenebrosas o
luminosas a los mundos que encierra la naturaleza.
La biblioteca ocupaba una manzana entera en la parte este de la casa. Vista desde el aire, tenía la
forma de una gigantesca cornucopia. En el recodo final del cuerno, un momento antes de salir, había un
salón cuyo nombre era “La última lágrima”. El médico recurría a él cuando se requerían rituales fuertes,
como los de morir y renacer. Se trataba de un cuarto vacío, con bajorrelieves rococó, sin decoración.
Tan sólo siete espejos. Para llegar allí debió trepar tres túmulos de piedras redondas; del último salió
volando un grupo de pájaros que se perdieron en el cielo de la tarde. Espejos; paredes blancas. Petrov
se arrodilló junto a uno de ellos y descompuso el rostro. Labios hacia abajo, ojos como los de un lobo
en la noche de montaña. Un golpe con el dorso de la mano, rompió limpiamente el azogue. Hizo lo mismo
con los otros. Vio con alivio y hasta con alegría que la imagen proyectada en los pequeños trozos ganaba
en miedo. Se destruyó a sí mismo en todos los espejos y luego se revolcó entre los vidrios regados en el
piso hasta lastimar varias zonas del cuerpo; prefería las caderas y la nuca. Se aseguró de rasgar el
traje en varios puntos y que algunos chorros de sangre cayeran sobre el piso.
Al terminar, comprobó que piernas y brazos se habían emparejado por completo. Las consecuencias
inmediatas del embrujo de Eunuperia estaban conjuradas. Más tarde conseguiría otro sonajero en el mundo
de los búhos. Ahora debía concentrarse en el unicornio.
Sería inútil que llamara a sus contactos del Alto Mando. La organización, clandestina y castrense, se
habría encargado de bloquearlos. Suspiró. Lo último que deseaba era haber lanzado contra sí aquel oscuro
y poderoso grupo que traficaba con huesos, piel y sangre de unicornios para levantar los alicaídos sexos
de los militares mayores. Recordó las palabras del anciano maestro en la lejana selva de Iquitos. La
mejor forma de hacerse notar es con el silencio y la invisibilidad. Ahora Eunuperia disponía del
sonajero y lo blandiría como prueba ante el comando en jefe. Procuraría convencerlo que los unicornios
formaban parte de la Subversión Internacional y que él, Petrov, era uno de los jefes de la misma.
Dejó el cuarto de la furia, de las lágrimas finales y primeras. Juana, la quinta sirvienta coja con el
uniforme morado y el mandil blanco, levantaría los vidrios y enjugaría la sangre. Se dirigió a la
habitación central de la biblioteca donde se alojaba el Libro Vivo. Antes de llegar escuchó los suspiros
del enorme volumen. Para entrar se quitó los zapatos de charol, ya que no quería dañar las delicadas
páginas a través de las cuales se advertían las arterias y los órganos. Al presentir la llegada de
Petrov, el compendio aumentó los latidos del corazón, que se ubicaba en la página 1068. Desde que lo
elaboraran, cuando el médico era un adolescente soñador, el libro se había enamorado del galeno y muchos
de los tramos hablaban de aquel sentimiento no correspondido, ya que el médico, según propias palabras,
nunca tendría como pareja mujer, animal o libro. La entrega a sus actividades chamánicas debía ser
total. La habitación tenía siete claraboyas que siempre, aún en la noche, reflejaban el sol. Al entrar,
la mano izquierda de Petrov acarició la tenue página que permanecía abierta en la página 63, donde se
narraba una historia en la que el volumen caía rendido en los brazos del médico.
Esa tarde, luego de la leve y distante caricia, el galeno se dirigió a la página 78, debajo de la cual
se encontraba la caja que contenía la partícula luminosa del cuerno de unicornio.
Petrov iba a decir algo al libro, a despuntar una promesa, pero prefirió callarse. Debía proceder con
rapidez. Se acercaba la hora en que el viento cargado de vacío empezaría a soplar en la casa. El volumen
movió las páginas con rapidez y se detuvo en la 33, que mostraba el diseño de un par de ojos al abrirse
y cerrarse. El galeno no sabía que el compendio tenía en el centro exacto una zona sensible, jugosa y
caliente que clamaba en medio de espasmos repitiendo su nombre de pila. Iván, Iván…
Petrov salió de la biblioteca y volvió a las habitaciones privadas, donde abrió la caja. En el interior
palpitaba la partícula luminosa extraída del cuerno del hombre unicornio. Al mirarla con una lupa, se
destacaba un botón más oscuro que el resto. Era la agonía. En el hombre, donde fuera que se encontrara,
podría observarse un collar negro o de un marrón subido que atenazaba la garganta. Para un ojo no
entrenado, ciertas listas luminosas podían deberse a la refacción de la luz presente en el ambiente. El
doctor Petrov se concentró murmuró algunas palabras y realizó varios mudras, hasta observar las imágenes
que aquellos brillos despertaba en sí mismo. Allí estaba el cuello del unicornio, rodeado por la gruesa
cadena. Un par de manos intentaban arrancarlo.
Se apartó de la caja. Repitió la operación para invocar las imágenes y verlas con más atención. Manos
rubicundas, pecosas, arrancando el collar. Desde Eunuperia, intentaban quitar la agonía del unicornio.
Era contradictorio. La agonía se ligaba a la muerte. Lo que buscaba Eunuperia era que el fantástico
animal se convirtiera en un cadáver, entonces aquella dimensión próxima al fin, debería servirles .
El doctor Petrov volvió a la biblioteca, a los estantes de libros convencionales. Buscó entre los
autores españoles y encontró “La Agonía del Cristianismo” de Miguel de Unamuno Desarrollaba una tesis
basada en la etimología de la palabra. Agonía, deriva de Agón, es decir, lucha. Unamuno afirmaba que
aquello que agoniza no muere, y trasponía el concepto al propio Cristianismo que se mantendría por su
carácter aparentemente moribundo.
El médico volvió a la caja: el punto negro, es decir la agonía, había disminuido y también lo había
hecho la luz que constituía la partícula del cuerno. De pronto lo entendió. El collar negro era la
lucha. La presencia constante de la muerte, justificaba la vida. Si Eunuperia pudiera arrancarla del
cuello del hombre unicornio, lograría el fin tal como se lo requería: un apagarse consentido, anhelado
por la propia bestia, lo que daría a los huesos y en especial al cuerno, la capacidad afrodisíaca que se
necesitaba.
Después molerían todo y tratarían la mezcla con complicados aparatos holográficos . En cuanto a la
Cripsis, el aspecto humano del unicornio, perforarían las costillas y colgarían el cuerpo del pecho,
como lo exigía el ritual. Le quitarían los ojos y los someterían a cientos de pruebas. Luego tomarían
los huesos del oído, aquellos en los que se produce el equilibrio y los macerarían con médula de iguana.
Seguirían rituales oscuros y macabros como la sodomización del cadáver y el contacto genital con las
tripas recién arrancadas.
El doctor Petrov debía buscar en el mundo de las lechuzas el equivalente al sonajero perdido. Luego
maceraría en agua caída del arco iris el corazón vivo de una serpiente, y esperaría tres días…
Aquello era imposible.
De esperar tres días, como lo aconsejaba el ritual, el unicornio pasaría de la agonía a la muerte.
Con gestos lentos, sacó el celular y discó el número de Luigi Luscenti.
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