Nació gata, simple gata asilvestrada; fue poseedora de un solo apellido, Felidae, pero siempre, desde
muy joven, tuvo ínfulas de oligarcona por eso pensó que algún día podría casarse con un espécimen
valioso -aunque carente de valores- para vivir como viven las reinas con el mismo afán parasitario. Es
decir, quería ser rica pero apoyada en la columna donde se rascan los que no hacen siquiera el mínimo
esfuerzo por procurarse un momento placentero como la necesidad de rascarnos con las uñas cuando algo
nos pica.
Esperando concretar su sueño vivió en un zoológico corriendo de aquí para allá buscando una presa, por
supuesto la que fuera más fácil, para saciar su hambre. Convengamos que esa gata era de las que se
conocen como “dameunacamaytejuego”, como dije antes, solo contaba con ínfulas pero éstas no suelen
saciar el apetito. No había gato ni ratón capaz de acercarse a ella para resolverle el sustento porque
sí nomás, sino a menos que tuviera algo para ofrecer a cambio, contrariamente a sus deseos más íntimos:
almuerzo o cena.
Pasaron los años, Flora fue creciendo y al entrar en la etapa de la madurez gatuna sus posibilidades de
ascenso disminuyeron, como es lógico, en las sociedades que solo valoran lo que no es valorable, digamos
que el más puro capitalismo descarnado.
Lo que fue aumentando era la grasa alojada sobre todo en sus caderas además de su tremenda panza que ya
arrastraba por el suelo, por ello los movimientos cadenciosos que se notaban esforzadamente exagerados
perdían la fuerza de armonía. El exceso de adiposidad no suele resultar erótico, mucho menos si tenemos
en cuenta que en el mismo zoológico habitaban gatitas más jóvenes y mucho más bonitas y graciosas que
ella. También mucho menos pretenciosas, por eso, generalmente, avanzada la oscuridad se la veía salir
para hacer la calle donde la demanda ante la oferta era mucho más interesante.
Sin embargo, tanto esfuerzo por ingresar en una capa social inaccesible para ella, también había
impedido que la pobre Flora pensara que sus sueños habían sido estériles.
Siquiera tampoco pensó que su vida hubiera sido mucho más interesante si se le hubiese ocurrido utilizar
otras aptitudes mucho más beneficiosas, como suelen realizar otros animales de su misma especie, por
ejemplo, el hecho de asimilar algunos conceptos.
Pese a todo lo que les cuento de Flora, no puedo dejar de mencionar su tenacidad sobre todo para
mantener sus humos, seguía sintiéndose importante, además, por haber accedido a cierta amistad con una
runfla de gatos tan ambiciosos como ella, que más de una vez le tiraban una soga cuando la veían casi
ahogada y con la cara del hambre dibujada entre sus cachetes. Amigos a los que acudía haciendo uso de
sus pocas habilidades: el gruñido, siseo o silbido, sonido que emitía al sentir la cercanía del peligro.
¡Y vaya si el hambre es peligroso! ¡Y vaya si la runfla era tan inescrupulosa como ella!
Cada tanto tiempo llegaban al zoológico nuevas especies de animales, motivo que generaba gran alteración
entre los viejos residentes del lugar. Una mañana muy temprano, Flora descansaba luego de haber vivido
una noche fogosa en la que varios machos se disputaron la voluptuosidad de sus carnes ya convertidas en
sebo. Pero los gatos que entienden muy bien a los humanos solían repetir algunas frases populares: “a
falta de pan, buenas son tortas”. Claro, sobre todo si las otras gatitas ya estaban ocupadas.
Flora y otros animales sueltos vieron la imagen de una imponente leona que había ingresado a desgano
como es lógico imaginar, y fuera ubicada tras el alambrado que separaba a los animales domésticos de los
que llaman salvajes, que no tenían por qué ocupar ese lugar tan lejano a su hábitat natural. Era una
hermosa leona a la que la tristeza de su mirada no logró opacar tremenda imponencia, haciendo sentir a
Flora como una especie de insecto en ese mundo donde habitara que consideraba suyo.
Para tristeza de Flora, ya bastante alicaída por el peso de los calendarios, resultó terrible notar el
orgullo y la autoestima altísima de los gatos al ver tamaña belleza a pocos centímetros de distancia.
Ellos, nada tontos, comenzaron a jactarse sabiendo que sus penes son iguales a los del león, cosa a la
que no pudo acceder otra especie ni siquiera haciendo uso de pastillitas mágicas impulsadas por las
empresas farmacológicas que lograron estirar el placer con afán lucrativo.
Y como la leoncita estaba sin pareja, habrían de tenerlo en cuenta. Además, a ella no haría falta
proveerle ningún tipo de alimentos sabiendo muy bien que era cazadora por naturaleza y esa
autosuficiencia leonina marcaba otra diferencia considerable.
-Ella se las arreglará para proveer sus propias necesidades, comentaban los machos mientras frotaban sus
cuerpos contra el alambrado divisorio.
La gata, víctima de un fuerte ataque de histeria intuyendo que se acercaban tiempos difíciles, comenzó a
transpirar cayendo envuelta en un estado paroxístico de no fácil manejo.
Su poco cerebro en ese momento impedido hasta de razonamiento lineal, le impedía generar ideas. Su
pelaje lucía deslucido, sus carnes flojas no eran comparables a la turgencia de la leona. Pero lo más
duro de asumir para la pobre gatita, fue darse cuenta que la nueva vecina en ese espacio tan cruel como
existente, sentía por sí misma un orgullo al que Flora jamás pudo acceder abocada como estaba en su
manía constante por trepar escalones que la elevaran hasta por sobre de toda lógica.
La chatura de su cerebro pareció disminuir más todavía, a partir de una desacertada decisión de la gata
que al borde de la desesperación pensó que si se paraba frente a la leona en momentos en que el sol
permitiera hacerle sombra pese al alambrado, la eclipsaría con facilidad.
Saboreaba lo que suponía sería su mayor victoria cuando el sol estuviera de su lado. ¡Su mayor victoria!
Cuando el astro alcanzó el punto exacto esperado ansiosamente por la gata, Flora se paró delante de la
leona. Antes citó a los gatos para presenciar cómo ella, la gata Flora, habría de hacer sombra sobre la
bestia opacando la fuerza innata de la recién llegada.
Los gatos, hinchados de curiosidad, fueron acercándose para ver la escena. Flora se paró frente a la
bestia, pero el sol no tuvo la capacidad como para lograr que semejante anatomía quedara tapada por algo
tan minúsculo. La gata cambió la posición sin embargo el resultado fue el mismo.
Giró, se corrió, fue hacia la derecha, hacia la izquierda, sin producir ningún efecto sombrío sobre la
mole. La leona continuaba mirando sin entender qué era lo que pretendía la que, respecto a ella, no era
sino una pobre animalita cargada de ínfulas pero nada más que eso.
Harta de los bailoteos estériles de la gata desesperada, la leona se puso de pie y tal como era de
esperar, más allá de que el sol hubiera realizado un giro conspirativo o no, proyectó su sombra sobre la
pobre Flora.
La gata se retiró entre alaridos producto de la furia que ataca cuando se entiende, aún con las
limitaciones descritas, que muchas veces sucede que la victoria suele tener un apellido fortísimo:
Pírrica.
Lo rescatable de ese momento tan triste como aleccionador, fue que la gata comprendió que no es lo
importante querer ser, sino simplemente ser. Y para ello no hace falta vivir apoyada en catervas de
rufianes. De la misma manera que entendió, además, que así como un insecto jamás podrá construir un
edificio de mampostería; ni una culebra gestar pajaritos de colores; o un torturador dar una tesis de
derechos humanos resultando creíble; una simpática gata asilvestrada tampoco podrá hacer sombra sobre
cuerpo, fuerza y garra de una leona, aunque esté en cautiverio.
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