• Ricardo Iribarren

    La Palabra Olvidada

    La Agonía del Unicornio (21)

    Encuentro con el Padre

    por Ricardo Iribarren


Imprevisto y salvaje, el Camahueto esperó que el unicornio bajara su guardia, y desde el techo de aquel laberinto de espejos, cayó sobre su grupa con un grito triunfal. Con ese gesto, el toro chilote logró borrar parte de la luz que cuarenta años atrás la doctora Kobayashi protegiera con la delicada Cripsis; el proceso que permitía a los animales sagrados adoptar el aspecto de los hombres. Desde el galope del Camahueto, sendos collares de agonía cubrieron al potro y al escritor que expiraba en la cama del hospital de Eunuperia, la organización de militares que traficaba con huesos y cuernos de unicornios.

En sus oníricas andanzas, antes del galope del Camahueto, el espacio del unicornio no tenía límites. Ahora se había reducido a tres avenidas que por momentos se convertían en estrechos corredores. Dos de ellas terminaban en despachos helados, donde obesas y aburridas enfermeras comían a toda hora chivitos al plato y ensaladas de huevos, acompañados por altos vasos de licor. El corredor restante desembocaba en los viejos muelles. Allí, un crepúsculo que nunca se resolvía en noche, apenas iluminaba el lugar.

De acuerdo a las leyes del mundo de los muertos, el Camahueto con su Cripsis de hombre ciego, podría volver a cabalgarlo y conducirlo por paisajes cubiertos de cabezas cortadas y miembros sangrantes; por sabanas donde el vacío se convertía en una pica aguda que atravesaba los pechos. Dos veces el unicornio logró liberarse de nuevos asaltos. Un rápido movimiento de sus patas, un galope imprevisto, hicieron que el Camahueto se estrellara contra el piso y maldijera en la arcaica lengua chilota.

En aquellos muelles se abría una encrucijada con dos vías. Una de ellas lo llevaba al lugar donde Irma La Morte apretara el corazón del hombre; donde la réplica inmóvil de la mujer arrodillada repetía aquel gesto. Allí se había iniciado la agonía. Allí lo había montado el toro chilote, logrando que perdiera parte de la libertad.

El otro sendero conducía al puerto; mar tenue con fantasmales buques, una vieja cantina, llamada el “Bodegón de los demonios” y un sendero cubierto de figuras pálidas que no dejaban de observarlo. Más allá, pequeñas vías con luces débiles que llegaban desde el fondo del asfalto y se ensanchaban al resonar los cascos. Olor a aceite, a óxido de metales. En los límites de aquel mar, los soldados camuflados seguían patrullando las calles. Verían al unicornio como una exhalación verde, como un juego de luces. Alguien explicaba una y otra vez que eran los reflejos de los propios camiones militares.

Esa noche el unicornio tomó la encrucijada que conducía al muelle. En el cielo del crepúsculo, siempre plomizo, se trazaron tres relámpagos. Uno de ellos dibujó un perfil humano familiar para la bestia.

“Esta noche mi padre está presente” -murmuró para sí.

Los unicornios no tenían conciencia de la muerte. Era tan sólo un viaje más; inesperado y jubiloso. No interrumpía el ambiente de fiesta que acompañaba a la vida. Veintidós años atrás, el padre del escritor se había disparado en la cabeza. Aquella no debía ser el fin de un unicornio.

Esa noche, la bestia entró a una calleja de tiendas turcas. Desde las puertas, dependientes y dueños, con largas barbas y anteojos, idénticos unos a otros, podrían verlo en su perfil de caballo verde o gris, según el escorzo de las luces. El collar negro en el cuello del potro, se balanceaba al galopar.

Retrocedió. Buscaba la senda que debía llevarlo de regreso al hospital de Eunuperia, donde la Cripsis de hombre agonizaba en una cama, cubierto de tubos y aparatos. . Mar y acantilados. Bajo la luna sobre las rocas que terminaban en punta, sobre las cúspides de los farallones se repetía un halo negro que brillaba con la suave luz. Todos los caminos regresaban a la ciudad, como si el espacio tuviera vida propia y se retorciera.

Galopó hasta la entrada de otro muelle. Silencio total. No había señales del Camahueto. El aire de la noche estaba claro y las gaviotas entonaban cantos certeros. A un lado se levantaban los barcos silenciosos y brillantes y al otro, los edificios. Al ir hacia ellos, tropezó con un hotel inesperadamente lujoso. Alto, de varios pisos, cubierto de luces doradas. Se alzaba como una torre en medio de una manzana de casas planas y pequeñas. .

La Cripsis regresó como un murmullo lento en el bajo vientre y el unicornio sintió la necesidad de caminar en dos piernas. Su nariz reconoció los olores humanos.

Entró al hotel. Salón enorme; luces amarillas. Juegos de espejos multiplicando el ambiente. Las mucamas caminaban de un lado al otro, luciendo uniformes azules y gorros en forma de cofias. Empleados vestidos de rojo, cantaban con armonía el nombre de los huéspedes. Los conserjes atendían con trajes amarillos brillantes y corbatas rojas, que cada tanto asomaban por las camisas y bailaban al ritmo de unos pocos acordes. El hombre unicornio caminaba con dificultad. Las piernas, se abrían en los muslos y se estrechaban al llegar a los tobillos. Una de las mucamas se detuvo frente a él y abrió la boca en un gesto de asombro.

- ¡Aquí está! ¡Ha llegado! - anunció en un canto. Al escucharlo, los otros empleados se detuvieron y lo miraron con atención.

- ¡Aquí está! ¡Ha llegado! - entonaron en un imprevisto y sonoro coro.
Al terminar, uno de los conserjes, más anciano que los otros, con traje amarillo mostaza, caminó hacia él y lo abrazó. Despedía un intenso olor a alcanfor, como los trajes viejos. El escritor notó que lagrimeaba.

- ¡Bienvenido, Hijo! - exclamó.

- ¡Bienvenido, Hijo! - repitieron los demás en un sonoro do de pecho.
Otro hombre obeso, calvo, vestido con un traje negro y caminando con dificultad, se acercó a él y extendió la mano.

“Señor Hijo. Soy el gerente. Le damos la bienvenida a usted y su mascota. Si lo desea puede dejarlo en manos de nuestro personal. Le darán a beber una taza de leche y quizá alguna galleta para perros”.

El hombre advirtió que el unicornio lo seguía. Ojos brillantes; el cuerno reverberaba bajo las luces fluorescentes y el collar negro seguía presionando el cuello felpeado. Un botones y una mucama tomaron al escritor de cada brazo y lo condujeron al final del enorme vestíbulo, donde se levantaba una escalera iluminada por antiguas arañas. Las piernas se adaptaban con rapidez a la marcha y el hombre se sintió alegre al volver a caminar con los pasos de la Cripsis. Subieron las gradas. Empleados y huéspedes se alinearon en dos hileras y apenas pisó el primer peldaño, una lluvia de papel picado cayó sobre él. Arriba, lo recibió un botones que exhibió varios discos de pasta.

- ¿Qué prefiere, señor” ¿Scarlatti, Donizetti o Monteverdi? En mi opinión Monteverdi es una música apropiada para un encuentro con su padre. ¿Qué le parece?

El escritor no respondió pero el unicornio a sus espaldas lanzó un bufido y asintió con la cabeza. Una mucama lo condujo a una de las puertas del pasillo en la que figuraba el número 323.

Acababa de conocer el objeto de aquella recepción. Una entrevista con su padre. Sabía que era inevitable. Que lo esperaba al final de cualquier camino.


Intentó dejar fuera al unicornio, pero el animal no se despegaba de sus espaldas y lo siguió. Cuarto pequeño y oscuro. Olor a orines y a tierra antigua. La bestia caminó alrededor de la cama. El hombre se apoyó junto a la puerta y esperó que los ojos se acostumbren a la penumbra. Había alguien sobre el lecho. El unicornio volvió a su lado. Respiraba con suavidad y el cuerno tornasol resplandecía.. Distinguió a un anciano. Acostado, inmóvil, lo observaba con fijeza. Los rasgos de su padre. Levemente deformados (no recordaba los pómulos tan hundidos). Piel cetrina, y una mueca de sufrimiento en los labios gruesos. Lo familiar era la mirada y los cabellos escasos que formaban un penacho en la frente. Recuerdo de infancia: en las mañanas, aquel mechón resplandecía con un extraño color azul.

Desde un parlante en la pared, sonó la música. “Lamento de Ariadna”, de Monteverdi. El escritor reconoció la voz de María Callas.

De pronto sintió que lo impulsaban desde atrás, y miró al unicornio. La bestia permanecía quieta a su lado. Con un nuevo empellón descubrió que era el piso de la habitación; se movía lentamente, pero con fuerza. Sintió una suave presión en la espalda. La pared que avanzaba, lo empujó, hasta lograr que sus piernas chocaran contra la madera de la cama.

Vio mejor el rostro del padre. Delgado, de cabeza grande. Ojos y labios abiertos, como si no se decidiera a sonreír. Bajo la escasa luz brillaban en las sienes un par de nubes de vapor. Era el sitio donde se disparara al suicidarse. Respiraba por allí. Al entrar y salir por los orificios, el aire despedía un leve silbido y a veces formaba burbujas.

Otro empujón del cuarto. El escritor se vio arrojado a la cama, obligado a acostarse junto a su padre. El anciano despedía olor a incienso y recordó una costumbre de Europa del Este: a los suicidas se los rociaba con resina líquida para evitar que despierten y torturen a los vivos

- Has traído a tu perro - Con tono de ironía, el anciano señaló el unicornio - tendría que ofenderme. No ves a tu padre desde hace años y cuando vienes traes a tu perro. ¿Qué intentas decir con eso?

El hombre siguió sin contestar. Un nuevo empellón de la pared quebró la cama e hizo que el escritor cayera sobre el padre. Su cara rozó el cuello del anciano. El unicornio también había sido empujado; con un relincho, se ubicó apenas en el estrecho espacio que quedaba junto al lecho, en las cercanías de una ventana tapiada con maderas amarillas.

- Me alegro de verte, padre. ¿Cómo te encuentras?

La pared avanzaba. El hombre unicornio tenía la nariz junto a la mejilla izquierda del anciano. Sintió el roce áspero de la barba.

- Eso que tienes alrededor del cuello. La juventud hoy en día, usa cosas como esa.
- No es un adorno. Es mi agonía; un collar negro
- Entonces formarás parte de mi club de suicidas. Lo fundé hace veintidós años cuando me disparé en la cabeza, pero desde entonces soy el único miembro.
- ¿Por qué te suicidaste? Tú eras un unicornio. Yo era un unicornio. Podríamos haber vivido muchos años, con mucha fuerza.
- Los unicornios no existen

Un empellón más fuerte de la pared hizo que ambos hombres se abrazaran estrechamente. La bestia debió apoyar las patas delanteras en la mesa de luz y una jarra se estrelló contra el piso. El padre habló junto al oído del hijo.

- Desde la muerte afirmo que valoramos demasiado la vida. Brinda mucho menos de lo que te promete en la juventud. La muerte es gris, sin pasiones, sin promesas, pero te da tranquilidad. Toda mi juventud supuse que era un unicornio, pero la ilusión se gastó, se deshizo y aquí me encuentro. Haber muerto es haber subido de estatus, hijo. En tu caso sé que puedes morir con sólo desearlo. Tienes más posibilidades que yo. No sabes lo difícil que es llegar al suicidio cuando estás vivo. Tú con sólo abrir la boca, podrías obtener la belleza de la muerte.

En los agujeros a ambos lados de la cabeza, las burbujas que formaba el aire al entrar y salir, habían tomado un color rosado. Por momentos, gotas ardientes salpicaban al escritor produciendo una sensación quemante. La voz de María Callas bajaba y subía.

Lasciatemi morire! / E chi volete voi che mi conforte / in così dura sorte, / in così gran martire? / Lasciatemi morire!

Abrazado estrechamente al anciano, el escritor no sabía dónde apoyar las manos. Colocó la derecha en la almohada y con la izquierda abrazó el torso. Aquello hizo que se unieran aún más. El cuerpo del padre era tibio y respiraba con rapidez, aunque el corazón latiera débilmente. Una de las gotas que salía por el agujero de la cabeza produjo en la frente del hombre una quemadura más intensa que las otras.

- Para ser sincero, ya ni recuerdo por qué me suicidé. Quizá fuera una pasión fría como esta que siento ahora. Quizá en el momento en que la bala entró en mi cabeza, grité de dolor. A veces sueño con mi suicidio, pero ya no siento nada

Otro empellón de la cama obligó al unicornio a saltar sobre la misma y ubicarse junto a los hombres. El escritor se apretó más contra el padre. La consistencia del anciano era dura. Las terminaciones de los huesos se clavaban en el vientre del hijo. La textura felpeada y tibia del unicornio los cubría. Las manos del suicida apretaban la espalda del hombre y la mejilla izquierda frotaba el costado derecho de la cara. Recuerdo de la infancia del hijo; cuando estaba enfermo y el padre lo cargaba. Gárgaras; baños de asiento; enemas de café.

- ¿Es que debo hacerte regresar de tu suicidio? - El padre no contestó. Se limitó a abrazarlo con más fuerza. Al costado, el unicornio los apretaba a ambos con el cuerpo peludo y tan blando, que no parecía tener huesos. Padre, hijo y bestia, formaban una masa casi compacta.

Desde afuera intentaron abrir la puerta. Ruidos de taladros y sierras; gritos de órdenes ahogaron la voz de la Callas. La cama rechinó, como quejándose y la música terminó con un doloroso lamento. El escritor descubrió que su boca estaba apoyada en uno de los ardientes agujeros de la cabeza de su padre

Los operarios terminaban de desmontar la pared. Una herramienta dentada abría la mampostería.

- Debo salvarte del suicidio, pero quién me salvará a mí de la agonía -el hijo seguía hablando en la oreja del padre.
- No quiero que me salves de nada. Nunca fui un unicornio. Sólo un hombre que cometió suicidio. Como tantos otros…

Un grito armónico de los conserjes anunció que habían terminado. Alguien tiró de los pies del escritor para separarlo del padre. Crispadas, las manos del anciano intentaron aferrarse a sus brazos. Los conserjes siguieron jalando, hasta que con un empellón final, lo liberaron.

El escritor y el unicornio se alejaron por el pasillo. El hombre pensó con alivio que su padre permanecería allí; que no vagaría por otros sitios.

Ahora, él debía regresar al hospital de Eunuperia y afrontar su propia muerte.

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