Estaba durmiendo molesta cuando comencé a sentir sobre mi piel la tibieza de la suya. Proyecté entre
sueños que había llegado a mí tal cual lo imaginara con cada latido de mi corazón.
Me quedé sosegada y mansa esperando se recostara en esa cama pequeña donde cada noche, al querer
dormirme, las estrellas acunaban mis sueños arrullándolos desde sus titilantes guiños.
Mi cuerpo, enteramente desnudo, preludió la figura firme, fuerte, grácil y ávida de ese otro que había
llegado y que, si bien no me pertenecía, había logrado que me sintiera hambrienta de él y de sus
avezadas maestrías en el simposio del amor.
El contacto comenzó siendo volátil pero enérgico.
Sentía todo su cuerpo pegado al mío, y su calor y tibieza me producían esa laxitud donde mi mente
deambulaba entre el placer, la locura y la inconsciencia.
Mi espalda, con su piel suave y tersa, se excitaba y tensaba ante el contacto de esas caricias que
recorrían mi columna vertebral, abrazaban mis hombros y minaban mi razonamiento para convertirme en un
ser indefenso y sólo ansioso de esas caricias que mi piel pedía a gritos.
Excedida ya por tan febril contacto, necesité abrazarlo para comenzar juntos el camino donde nuestros
instintos se vieran colmados por el placer de la pertenencia y la posesión de lo deseado.
Me di vuelta buscándolo frenéticamente pero un rayo de luz insolente, atrevido, soberbio y recién
nacido, que entraba por esa misma ventana que acunaba mis sueños bajo las estrellas de la noche, me dio
a entender que sólo él era ese amante secreto y soñado que acariciaba mi espalda encendiendo con su
calor mis instintos más íntimos, secretos y ardientes.
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