Aquí nomás, en un pueblito costeño donde rompen las olas del mar postrándose ante la arena pasa sus días
un ser incompleto, mitad hombre mitad niño que siempre se me ocurrió de espuma. Que se me ocurrió de
arena.
Ver a Pablo deambular por las calles es estar frente a la imagen del abandono más imperdonable, es como
presenciar el epílogo de una profecía ya que todo el pueblo vaticinó que el joven inacabado representa
un peligro para los vecinos, sobre todo para las pocas personas que acariciamos sus pelos duros de
mugre, donde el salitre compite con los piojos para ver quién dura más en esa cabecita.
Todos hablan de lo arriesgado que resulta que el chico ande deambulando por las calles donde los baches
parecen bocas abiertas dispuestas a deglutirse todo y que más de una vez nos han hecho pensar si los
misiles que se arrojaron en las guerras de oriente medio, no habrían impactado por sobre ese pavimento
resquebrajado.
Pocos murmuran en voz baja por las dudas que los árboles escuchen y transmitan lo que realmente deberían
haber transmitido los vecinos: la realidad tenebrosa de ese Pablo; la ausencia absoluta de las
obligaciones del estado; de las instituciones que deberían ser contenedoras de jóvenes en su misma
situación; de las iglesias a pesar de que hay tantas en la zona que hablan de pecado y amor al prójimo
cuando nadie sabe quién será ese famoso prójimo y qué cosa tan extraña es el pecado que siempre asienta
sus bases sobre la marginalidad. La ausencia evidente de organizaciones autoproclamadas de derechos
humanos que tampoco se dignaron averiguar quién se debe hacer cargo de esa especie de alma errante,
vagabunda, despreciada.
De haber un paro general y contara con la misma fuerza que tuvo la ausencia de protección para este
joven y tantos en su misma situación, seguramente cualquier país vería resquebrajados los cimientos de
la inoperancia histórica. De la desidia más obscena.
Pablo, el que me decía “yo te cuido, doña”, un día dejó de hacerlo atrapado ya de lleno en las garras de
la droga que le ofrecen y se sabe quiénes, aunque de eso no se hable tampoco por considerarse peligroso.
Aunque a esos se los llame señores en lugar de mafiosos, dado que el miedo suele reverenciar lo inmundo.
Porque en ese, como en todos los pueblos costeños la bruma del mar que invade las calles en las noches
crudas del invierno, tapa también realidades desde lo impúdico del olvido. Allí todos saben muy bien
quién es quién. Quiénes son los que viven sin trabajar gozando de privilegios, comiendo todos los días,
enmascarados tras antifaces cínicos trasladándose en autos de alta gama que ni intentan ocultar lo
inescrupuloso de su accionar permanente.
Pablo se volvió agresivo, es decir, descubrió su acritud escondida entre los retazos descoloridos de la
infancia, mucho antes de cumplir sus dieciocho años vacíos de amor, repletos de hambre y miseria. Si
alguien me preguntara si existe superlativo de la palabra miseria, diría que no tengo dudas y lo
mencionaría con su nombre, Pablo.
Al joven-niño porque su cerebro partido por la indigencia y por su genética lo dejó estancado en los
siete años, se le prohibió la entrada a la escuela.
–Es muy agresivo, justifican. Golpea a sus compañeros, los lastima, tiene la fuerza de los locos,
agregan, como para evidenciar que no es posible contenerlo y tal vez es cierto que no resulte fácil. Lo
que nadie dijo fue que Pablo reprodujo lo que la vida le enseñó desde que abrió sus ojos al mundo hostil
al que arribó, seguramente sin que lo llamaran. Empujado por la promiscuidad en alguna de esas noches
donde el amor se vuelve ausente para dar paso al instinto, casi animal, embriagado por los vahos del
alcohol y otras sustancias que vaya uno a saber qué extraña conjunción conforman como para descargar
espermatozoides fallados que lleguen a destino.
Pablo, con su discapacidad cerebral fue un excelente alumno capaz de reproducir las lecciones de
destierro y desamparo que corrompieron su alma en este mundo corrompido por los generadores de miseria
que pocas veces asustan y poco se mencionan pese a tener nombres y apellidos. Pese a esconder sus
falencias vestidos con cuello, corbata y guante blanco que los convierte en señores y señoras de baja
estofa, aunque respetados.
Pablo debía tomar medicación de por vida como para equilibrar el funcionamiento de su cerebro
resquebrajado, medicamentos que nadie le compró jamás. Pablo representó para sus “tutores” un importante
estipendio mensual obtenido gracias a los favores de algún puntero que le otorgó un subsidio por
discapacidad que jamás cumplió su destino final: el equilibrio de esa mente dispersa.
Tampoco hubo quién controlara dónde iba a parar esa colaboración aunque todo el pueblo supiera para qué
se utilizaba. Todos menos los que debían hacer un seguimiento de la situación de la criatura.
Al no poder ingresar a la escuela, Pablo comenzó a ir todos los mediodías a la hora que sus compañeros
salen de las aulas, con el fin de agredirlos físicamente. Imagino su corta comprensión cavilando sobre
“por qué ellos pueden y yo no”. Pablo se habrá sentido un perro rabioso; Pablo fue discriminado por ser
tonto, minusválido, en un mundo donde ser moreno y pobre cumple la inexorable ley no promulgada, aunque
casi institucionalizada que lo condena al desprecio.
Nadie fue capaz de hablar con un juez de minoridad o si lo hicieron, cosa que no me consta ante la
evidencia más angustiante, habrán hablado en arameo, como para que nadie lo entendiera. Tampoco hubo
sacerdote que lo hiciera, ni docentes, ni funcionarios porque muy cerca suyo, con vínculos no
reconocidos pero existentes, hay algún guardián de la ley y ya sabemos, es peligroso tirarse contra las
jinetas que pisan duro y matan con demasiada celeridad. A los pobres.
Pablo de espuma, Pablo de arena como lo llamé algún día, me enteré que semanas atrás fue ingresado en el
hospital con su cuerpito esmirriado literalmente molido a palos.
Seguramente se habrá hecho el “vivo” con alguien y éste se habrá defendido. Pablo es muy fácil de
estropear a golpes, la única defensa que conoce es la de agredir primero para ganarle a la vida que lo
descartó situándolo en el lugar donde se ubica a los residuos.
A Pablo lo mandaban a robar porque su impedimento lo colocó en situación de inimputabilidad y el botín
que los jefes compartirían con él, serían apenas unas monedas que le alcanzarían para un paquete de
galletas vencidas, tanto como para engañar al hambre que retuerce las tripas y gime pero es bastante
ingenuo y se conforma con cualquier cosa.
Pablo está en la cama de un hospital como una cosa depositada al azar, donde tal vez coma algo más que
galletas. Tendrá por primera vez una sábana que tape los moretones que quedaron como medallas, premio al
que acceden con facilidad los “delincuentes” siempre y cuando pertenezcan a la categoría de pobres de
toda pobreza, de todos los días, de cada momento.
No sé cómo saldrá Pablo del hospital donde se encuentra si acaso sale. No sé qué será de él, una vez
recuperado, si es posible que eso suceda. Lo único que sé es que en caso de soldarse sus huesitos
descalcificados, volverá a pasar sus noches bajo algún alero en una de las tantas casas deshabitadas en
invierno. Hasta que algún día, tal como le juraron que habrían de hacer en caso de que “no se dejara de
joder” aparezca con la cabeza agujereada tirado entre los médanos de esa playa que vio correr su hoja de
vida envuelta entre la desvergüenza de un silencio cómplice de la barbaridad más espuria.
El chico es peligroso, dicen. El chico anda falopeado* todo el día, agregan. ¿Dónde consigue las
substancias? Lo saben todos, menos los que deberían saberlo aunque también lo sepan.
Si tanta desidia no adquiere para la subjetividad popular un minuto de atención, estamos a un paso de
una muerte anunciada, silenciada, oculta, porque la miseria social, económica y sobre todo la humana es
la peor enemiga de la vida.
Y Pablo de nadie, Pablo del silencio, también merece vivir aunque parezca mentira…
*drogado
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