• Ricardo Iribarren

    La Palabra Olvidada

    La Agonía del Unicornio (23)

    La explosión

    por Ricardo Iribarren


“Irma laMorte volvió a acercar las manos al cuello del hombre, y el unicornio pensó con tristeza que si podía sentir la firmeza de aquellas carnes de espectro, sería por su propio carácter fantasmal”


1
A los cuarenta años, el unicornio entró en agonía.

Fue cuando la locutora Irma La Morte, introdujera la mano en un agujero entre los omóplatos del hombre y de ese modo apretara el corazón. En ese preciso momento, la mujer recibió un disparo de ametralladora que le produjo la muerte. La mano exánime siguió sosteniendo el órgano y desató la agonía de aquella bestia sagrada que cuarenta años atrás fuera sometida a la Cripsis humana por la doctora Kobayashi en el lejano Japón. Hubiera fallecido horas más tarde, de no ser por la hermosa Mika, habitante del Mundo Sin Nombre. Ella lo obligó a seguirla por toda la ciudad. La extraña persecución detuvo el fin que parecía inevitable

Para los hombres maduros que dispusieran de abundante dinero, las pócimas hechas con restos de unicornios, lograban levantar los alicaídos sexos. Eunuperia era una organización formada por militares que secuestraba las bestias y las inducía a la muerte, a fin de traficar con sus huesos y sangre. Ahora, el escritor estaba en su poder. Lo habían obligado a dejar el Mundo Sin Nombre, donde se refugiara, y lograron hacer fracasar el intento de rescate del doctor Petrov. En una playa solitaria y merced a la traición de una gaviota, le fue arrebatado uno de sus sonajeros sagrados. Con él podía ordenar y modificar los eventos de los diferentes mundos. El hombre unicornio fue trasladado a la sala de un oculto e ignorado hospital, donde languidecía.

La biblioteca del doctor Petrov era la única en el mundo con volúmenes que no sólo hablaban sino que eran capaces de “amar, sufrir y morir”, como afirmara el galeno en el único poema que escribiera en su vida. En una de las habitaciones había una caja con forma de libro, en cuyo interior titilaba una partícula diminuta del cuerno del unicornio.

Aquella mañana, Petrov se dirigió a la biblioteca que ocupaba el espacio de una manzana dentro de la mansión. Acababa de regresar de las tetas de Karina, la Reina de la Bailanta, donde encontrara consuelo por el fracaso de su ritual para rescatar al escritor. Buscó la caja con el fragmento de cuerno de unicornio y la abrió con gesto ansioso. La espesa bruma violeta que gravitaba alrededor de la partícula, indicaba que el unicornio entraba y salía del coma. Que a cada minuto que pasaba, Eunuperia lo empujaba a la muerte.


2
“Desaparición de sensibilidad, supresión de movimientos espontáneos y reflejos. Olor cadavérico en el aire espirado, ya que en ese momento se producen fenómenos de degradación, aunque el individuo aún esté vivo… “


El psiquiatra estaba sentado junto al hombre. Obeso. La silueta tenía el ancho de una de las paredes. No dejaba de hablar. El escritor no había escuchado el inicio de la última frase.

… usted es el paciente. Nadie le pide que haga nada. Como lo indica la palabra: paciente, paciencia, pasividad… debe someterse a lo que los médicos prescribamos

El escritor unicornio se tocó el cuello. El collar que marcaba la agonía continuaba allí. A pesar de su negrura, del sentimiento de opresión, lo protegía.

Hay en nuestras instalaciones alguien que lo quiere bien. Alguien que siempre estuvo junto a usted, que intentó protegerlo desde el principio. En esta comunidad médica volcada a su servicio, nunca vimos un ejemplo de fidelidad más completo…

El escritor pensó en Mika. Ella debía estar recorriendo los circuitos del mundo sin nombre; o quizá se encontrara meditando en la sala del doctor Petrov. No era posible que hubiera llegado hasta allí.

La haré pasar. Su presencia junto a usted, es una prescripción del médico.

El enorme cuerpo del psiquiatra se disolvió en el aire.

Ambiente oscuro, pesado. Olor a alcohol. La habitación era demasiado pequeña. A la izquierda, la pared sólida, firme. A la derecha, una ventana y una puerta con vidrios que daban a un pasillo iluminado por luces fluorescentes. A veces una sombra vibrante. Quizá un pájaro agitando las alas.

El escritor deseaba saber quién era la persona más fiel, que permanecía a su lado. Años atrás la doctora Kobayashi lo inició en la Durapia: la capacidad de percibir lo que ocurría a su alrededor. Al aplicarla a su entorno, se vio a sí mismo multiplicado un número no preciso de veces en habitaciones idénticas a aquella. Supo que esos dobles correspondían a diferentes estados de vigilia. Desde el simple sopor hasta sueños cada vez más profundos; los últimos se encontraban en estado de coma. El pasillo terminaba en lo que parecía una cama vacía. Allí yacía un tenue y trasparente diseño del hombre. Cuando esa silueta se llenara, sobrevendría la muerte.

Se incorporó con dificultad. En la mano derecha habían clavado una guía de suero. La arrancó y se limpió como pudo la sangre que surgía de la herida. Salió de la cama. El piso estaba frío bajo los pies. La túnica de hospital lo cubría por delante. Por detrás, se abría escandalosamente. Caminó hacia la otra habitación y antes de llegar, Irma La Morte surgió de algún sitio. El escritor se detuvo.

“Me envía el médico como tu medicina. Yo, la más fiel. La que siempre estuvo a tu lado desde el día que nos conocimos. Otra vez juntos. El destino es un viento que nos amontona. El destino es Cupido que nos lleva a amarnos no importa dónde nos encontremos”.

Irma La Morte lo tomó del brazo. La mano era firme, y como otras veces, trasmitía la leve humedad del sudor. El escritor hizo el gesto de regresar al lecho

“No vuelvas a la cama. Debes vestirte para la ceremonia”.

La garganta del hombre estaba cerrada, pero con un esfuerzo logró hablar.

— ¿De qué ceremonia me hablas? No creo que puedas ir muy lejos, Irma. Estás muerta. Yo vi las balas entrar en tu cabeza.

— Estás desinformado, querido. O peor aún, quizá te informen las chusmas de mi barrio, las que me odian y me envidian desde la época en la que estaba con mi primer esposo. Los médicos me trajeron aquí y lograron curarme. Lo que me queda de ese pequeño incidente, es un leve dolor en la frente que aumenta los días de humedad.

El escritor miró a la mujer. Quizá su boca fuera demasiado grande, por lo que al hablar la saliva escapaba por las comisuras y parte de las gotas caían sobre él. La rodeaba un tenue olor a traspiración de axilas.

— Para esta noche vestiré mi mejor vestido. Tú deberás estar muy elegante, muy elegante.

— ¿Qué pasará esta noche?

— Esta noche te quitarán la agonía.

La mujer acarició el rostro del hombre.

— Yo tuve algo que ver con ese feo collar, pero ya los doctores tienen el remedio que terminará con él.
— No quiero terminar con él — el escritor separó las manos de la mujer — quiero seguir con la agonía. La agonía es lucha. La agonía me ayuda a seguir vivo. Si me la quitan moriré. Es lo que quieren los doctores.

Irma La Morte volvió a acercar las manos al cuello del hombre, y el unicornio pensó con tristeza que si podía sentir la firmeza de aquellas carnes de espectro, sería por su propio carácter fantasmal.

La mujer lo tomó de un punto de la espalda cercano al cuello. De allí lo levantó como hacen los perros con sus hijos. Recorrieron tramos del hospital. Lechos de moribundos. Rostros iguales, pálidos, tenues, demacrados. Irma La Morte lo apretaba contra su cuerpo y respiraba en la nuca. Aliento hirviente y húmedo. Llegaron a un pequeño closet donde lo obligó a elegir un traje completo. El escritor se negó, pero la locutora lo levantó como si fuera un niño o un muñeco y lo vistió completamente. Chaqueta y pantalones negros, camisa blanca, corbata roja y zapatos de charol.

Salieron a un pasillo repleto de luces. El escritor escuchó aplausos. Su compañera lo tomó del brazo y caminó a su lado por un corredor. Encandilado, el hombre no podía ver a ambos lados, pero el clamor indicaba que habría cientos, quizá miles de personas.

“Estás hermoso. Eres mi novio, y vamos a casarnos. Yo vestida de blanco y tú un novio perfecto. Se está cumpliendo mi sueño. Entrar a la sala donde el ministro nos brindará su bendición. Donde dirá con voz tonante: “que aquello que Dios ata, el hombre no lo desate”.

“No quiero perder mi agonía…” — las ovaciones del público ahogaron la voz del unicornio . La tarima terminaba en un altar improvisado donde esperaba el psiquiatra vestido de sacerdote. A su lado, tres hombres idénticos: cabellos, rostros y pechos rojos.

“Dile adiós a tu collar. Dile adiós a tu agonía. A partir de ahora una planicie enorme será nuestro futuro. Estaremos unidos donde nadie podrá separarnos”.

El escritor supo que aquellos hombres tenían la potestad de terminar con la lucha que lo mantenía vivo.

Cuando el psiquiatra levantó la mano para empezar la ceremonia, se produjo la explosión. Chasquido violento, que resonó en el cuello, el pecho y el pubis del unicornio. Cara de horror del médico. Los otros hombres arrojaron las túnicas, escaparon apresuradamente y las luces del lugar parpadearon a punto de apagarse.

Segunda explosión. Gritos, oscuridad y silencio. El escritor fue despedido hacia arriba y se sintió volar hasta un espacio donde lo rodeó una luz tenue que en un par de segundos se transformó en tinieblas.

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