GABRIEL CELAYA- LA VOZ DE UN POETA COMPROMETIDO
Este año se cumplen cien años del nacimiento de Gabriel Celaya, poeta de la palabra encendida, hombre de la voz sincera, que, en épocas de poesía arraigada o desarraigada, iba componiendo su obra honda y sin retóricas,
dejando que el lenguaje llano supliese a todo academicismo, porque en la voz del pueblo y en su dolor se halla, sin duda alguna, la verdad.
Fue en 1911 cuando Gabriel Celaya vino al mundo, en Hernani, el 18 de marzo de ese año. Muy pronto se instaló en Madrid, donde trabajó en la empresa familiar. Ya en esos años estableció relación con los poetas de la
Generación del 27, de hecho estuvo viviendo en la Residencia de Estudiantes de 1927 a 1935. Allí conoció, entre otros, a Federico García Lorca y a José Moreno Villa.
Fundó en 1946 la colección de poesía “Norte”, porque ya entregó su vida, pese a sus estudios de ingeniera industrial, al poema, a la musicalidad del mismo, a la voz comprometida en que se convirtió en los años cincuenta. En
esos años, se integra en la poesía no elitista, junto a Eugenio de Nora y Blas de Otero.
Para Celaya, la poesía no es ese esfuerzo por decir algo incomprensible, para esa minoría que entiende el poema como misterio, como un halo profundo que sólo sabe iluminar a los que ya han cultivado el verso o que han
conocido antes las corrientes e influencias literaria y, por ende, han estudiado la literatura.
No, para Celaya la poesía es comunicación para el hombre que camina, que sueña, para el que madruga, en definitiva, para el que hace el mundo.
Cito las palabras de un gran conocedor de su poesía y que hizo la introducción a sus poemas, en la edición que Alianza editorial publicó desde el año 1977 hasta su quinta edición en 1994, me refiero a Ángel González. Dice el
gran poeta ovetense sobre el libro de Celaya, Tranquilamente hablando, publicado en 1947, lo siguiente:
“El lenguaje directo y coloquial, el antiformalismo, la voluntad de nutrir el poema con sustancias tomadas de la realidad, el explícito afán comunicativo, la reducción del mito de la escritura poética a gestos cotidianos,
familiares –contar lo que me pasa, escribir cartas- le dan ya, de entrada, calidades insólitas, sorprendentes, al libro” (p. 15).
Todo este afán por la sencillez contrasta en el libro con una poesía que tiene otros matices, otros objetivos, me refiero al formalismo de la poesía de entonces (sólo hay que recordar los poemas cuidados y elaborados de la
revista Garcilaso y de poetas como el brillante José García Nieto).
1
Pero Celaya escribe con sinceridad, para el hombre que ama y siente la vida, la descubre en los pájaros, en las charlas con sus semejantes, en la mirada limpia de los que son como él, gente sencilla que conoce el dolor de
vivir, que se alimenta de afectos y de gestos de cariño, de los que no presumen de ser los mejores, sino que lo son en realidad.
En la España de la dictadura, con la mediocridad reinante, la poesía del poeta vasco alumbra como un día primaveral en el panorama gris del dictador, como puede verse en el poema “Amor”, perteneciente a La soledad cerrada,
que viene firmada por Rafael Múgica, esto es, nuestro Celaya:
“Vivir es fácil y, a veces, casi alegre. / Esta tarde –mar, pinares, azul- / suspendido entre los brazos ligerísimos del aire / y entre los tuyos, dulce, dulce mía, / un ritmo palpitante me cantaba: / vivir es fácil y, a
veces, casi alegre” (vv. 1-6).
La vida es eso, sencillez, le dirá a su amada, su mujer de toda la vida, palabras tan verdaderas en su eco: “y nosotros no éramos distintos / de las nubes, los pájaros, los pinos, / de las plantas azules de agua y aire /
plantas, al fin, nosotros, de callada y dulce carne” (vv. 9-12).
La simbiosis del reino vegetal y de los hombres se establece, con el deseo de fundir la Naturaleza y el ser humano, tesoros que sólo pueden pervivir si les riega el aroma de lo que no esconde la ponzoña, la vulgaridad del
mundo. Sólo el contacto con la tierra, su simiente, alimenta al hombre, lo engrandece. Lo demás, ese ámbito de la ciudad, presidido por el poder y sus acólitos, va negando la vida, rasgando su verdadera savia.
La verdad está en el olor de la ropa, en la comida de cada día, en el beso que se regalan dos seres que se aman, en el hijo con su cercanía, con sus palabras a medio hacer cuando descubre la sorpresa del lenguaje, así nos lo
dice Celaya en el poema “El sentido de la sopa”, perteneciente a Avisos de Juan de Leceta (1944-1946):
“La vida va despacio, pisa tibio y mojado, / huele a río de fango, y a vaca y tierra lenta. / La mujer bajo un hombre sabe cómo huele” (vv. 1-3).
Pero Celaya se aleja del mundo de la dictadura, comprende que su deseo de ser no se corresponde con el rebaño que sigue al dictador de la voz aflautada, al arlequín que levanta cada mañana el poder, bajo palio. Por ello, se
siente vivo a solas, como nos dice en el poema titulado “A solas soy alguien”:
“A solas soy alguien. / En la calle nadie. / A solas medito, / siento que me crezco. / Le hablo a Dios. Responde / cóncavo el silencio. / Pero aguanta siempre, / firme frente al hueco, / este su seguro / servidor sin miedo”
(vv. 1-10).
2
La mención a Dios es coincidente a la visión del sumo hacedor de Blas de Otero, pocos años después. Ambos poetas le increpan por el dolor y la injusticia del mundo, no comprenden cómo ha hecho al ser humano para dejarle solo
ante tanto infortunio.
Para Ángel González, en el estudio introductorio antes citado, Celaya representa un eslabón ante una corriente rota por la Guerra Civil española, como nos dice en las palabras siguientes:
“En ese sentido, Celaya viene a ser uno de los eslabones más consistentes que enlaza la poesía de los años cincuenta con algunas de las corrientes culturales y estéticas rotas por la Guerra Civil; estimula y facilita un –en
su tiempo- entendimiento diferente del fenómeno de la creación poética” (p. 20).
La obra del poeta vasco abarca muchos libros, todos ellos espejos de ese deseo de comunicación, de esa unión con el hombre en su vivir cotidiano.
Dirá en Paz y concierto (1952-1953) un verso que se ha repetido mucho, un verso que resuena en el tiempo y que podría y debería ser la bandera de todos aquellos que construyen el mundo con esfuerzo, haciendo de su dignidad y
la falta de privilegios, una verdad absolutamente meritoria en el poema “Pasa y sigue”:
“Uno va, viene y vuelve, cansado de su nombre; / va por los bulevares y vuelve por sus versos…” (vv. 1-2).
Y dice, tras ese peregrinar por el mundo, lo que muchos pensamos en nuestras jornadas de trabajo, a veces, esclavos de una obligación que nos condena a la inercia y a la rutina incesante por un mero y exiguo salario:
“Entonces uno siente qué triste es ser un hombre. / Entonces uno siente qué duro es estar solo. / Se hojean febrilmente los anuarios buscando / la profesión “poeta” -¡ay, nunca registrada!- / Y entonces uno siente cansancio,
y más cansancio, / solamente cansancio, tiempo lento y cargado” (vv. 7-12).
Magnífica forma de expresar la soledad del poeta, el que nadie entiende en su lenguaje, lleno de palabras que son mimbres del pensamiento, pleno de primaveras que se deslizan en los sueños y en la noche.
Ser poeta, para Celaya, es cantar al mundo, a su perfección, como diría Jorge Guillén, ser poeta es hablar con la Naturaleza, expresar con las palabras la emoción de vivir.
Dice en otro verso: “es asumir la pena de todo lo existente” (v. 38) y es cierto, porque el poeta se mimetiza con el mundo, con su dolor y su alegría, con lo invisible que anida en las cosas de cada día.
3
Las cosas sencillas “las hojas cuando crecen”, “el aire que se abre” son los espejos del mundo interior de Celaya, nadie se fija en ellas, porque todo va deprisa y el hombre se llena de obstáculos, de objetivos económicos,
de obligaciones que merman para siempre su vida, lo distraen de lo que es relevante, el despertar del mundo, su nacer cada día, el lenguaje de las flores o de los árboles, plenos de luz y deseosos de ser escuchados.
Celaya escribe, ya en 1955, otro libro donde expresa la grandeza del poema como comunicación para la posteridad. El libro se titula Cantos íberos, en él destaco un poema del mismo titulado “La poesía es un arma cargada de
futuro”, uno de los más conocidos.
El poeta vasco sabe que la poesía no es la solución a la asfixia de cada día, pero sí algo íntimo que nos salva, sin darnos cuenta, del dolor de la rutina y de la crisis espiritual en que vive el hombre moderno. Poesía como
medicina para el alma, nos dice Celaya:
“Poesía para el pobre, poesía necesaria / como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto, / para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica” (vv. 17-20).
Como ya dije antes, Celaya no quiere la poesía elaborada, la que penetra en el pensamiento para hacer un extraño ejercicio de traducción, a través de símbolos y cultismos, sino la poesía que se abre a lo sencillo, que se
ofrece como un tesoro al lenguaje cotidiano:
“No es una poesía gota a gota pensada. / No es un bello producto. No es un fruto perfecto. / Es algo como el aire que todos respiramos / y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos” (vv. 41-44).
Termina el poema con un verso que destaco aquí para entender el objetivo profundo del poeta: “Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos” (v. 48).
El poema es acto, porque puede mover el mundo, ya sabemos que de las palabras se llegó a la Revolución, de aquellos que cargaron con sus arengas el discurso en contra de la tiranía del poder se llegó a un mundo más libre.
Las palabras, para Celaya, pueden derrocar al tirano, el que, con su presencia, llena de mediocridad y de tristeza su tierra amada.
En 1956 escribe un libro titulado De claro en claro, en él destaco el poema “Los amantes”, donde el escritor de Hernani sabe que el amor, con su pureza, como un viento puro que nos regala la Naturaleza, derroca la vulgaridad
de las calles de esa España franquista:
4
“El mundo en torno fluye / y arrastra los despojos, / ciego de pesadumbre. / A solas, todo es dolor. / A dos, la vida fulge / y el mundo estalla, hermoso” (vv. 13-18).
Si en libros anteriores, el poeta estaba solo, ahora comparte el amor con la amada, que hace triunfar, gracias al nexo amoroso, al mundo, dotar de felicidad a un ámbito de mediocridad que rodea todo.
El amor es, al igual que la poesía, un acto creador, capaz de derrotar todo lo malo que nos rodea.
Hay muchos más títulos en una obra siempre importante, cargada de verdad, de compromiso, como la de Gabriel Celaya.
En 1986 se reconoce al poeta vasco su calidad literaria y su compromiso con el mundo, su valentía para cantar la libertad y los valores democráticos, gana el Premio Nacional de las Letras Españolas.
Su muerte, el 18 de abril de 1991, nos dejó huérfanos de uno de los poetas más sinceros y transparentes de la poesía del siglo XX, sus cenizas se esparcieron por su tierra natal, Hernani.
Aún recuerdo cuando me encontré con él en la National Gallery de Londres en octubre de 1990, ya mayor, pero se le veía casi transparente, con su elegante traje y su pelo blanco. Una joven explicaba a Celaya y su mujer los
cuadros, mientras yo, admirador de su obra, no me atrevía a decirle nada, ya que me parecía inoportuno molestar.
Celaya llevaba la belleza de un hombre de gran corazón, como nos ha dejado en su poesía, siempre necesaria, hecha con el tejido del afecto y con los mimbres de la verdad que anida en sus versos, lejos de cualquier
retoricismo, sin adaptarse a ninguna escuela, porque la poesía es siempre aliento único y personal, cuyo contenido es un regalo para el lector, el que siempre debe reconocer lo humano que hay en el poema y en el poeta de voz
verdadera.
Sus emociones son las nuestras y ahora que se cumplen cien años de su nacimiento, parece que vuelvo a verlo, frente a los cuadros de aquel día otoñal, en la elegante y siempre interesante ciudad de Londres, sin la bruma del
tiempo, mirando con ávida curiosidad el paso de la vida en el arte de aquellos cuadros, tan reales como su corazón que aún late, gracias a sus versos, entre nosotros.
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