1
Luigi Luscenti (“el anarquista con rostro de anciano y cabellos de adolescente”, como lo definiera una popular revista), ofreció café al doctor Petrov. Desde la ausencia de la Ratona Miñajapa, el apartamento mostraba un
desorden creciente. En la mesada de la cocina, el azúcar, la sal y las especies se alternaban con potes de pólvora, azufre en estado puro o hidrógeno líquido en envases de vinagre.
El galeno observó que la taza que utilizaría su anfitrión, mostraba restos gelatinosos de nitroglicerina y exigió que la lavara concienzudamente. Luscenti obedeció, aunque alegó que la mezcla con el explosivo mejoraba el
sabor de la infusión; además, sería beneficiosa para la salud.
Mientras bebían el café, el anarquista hizo otro par de llamados. Debía convocar a un “Grupo de Tareas”. Llamaba así a cuatro ayudantes especializados en rescates rápidos. Entre ellos había un paramédico. Ignoraban el estado
en que encontrarían al hombre unicornio y al producirse la huida, se ocuparían de mantener su integridad.
El teléfono del anarquista repicó con insistencia.
― Doctor Petrov, me informan que la operación debe realizarse en el curso de dos horas. De no ser así, deberíamos esperar hasta dentro de una semana ― afirmó Luscenti mientras se quitaba la ropa de uso diario, vestía un
cómodo buzo negro y calzaba zapatillas livianas con contrafuertes de gamuza.
― Estoy de acuerdo en que sea ahora ― afirmó el médico ― No es posible esperar una semana más. Mis predicciones establecen que el unicornio está en el límite de la agonía. El rescate debe ser urgente.
El anarquista observó al médico.
― ¿Va a ir así, doctor Petrov? ― preguntó señalando el elegante traje de Armani y los zapatos de charol.
― Luigi, serás tú el que coloque los explosivos. Por el entrenamiento que has recibido en demoler la vieja sociedad, podrás hacerlo con eficacia. Jamás he montado una bomba y mi presencia en el lugar sólo puede ser un
estorbo. Además, en nuestra relación yo soy el sacerdote y tú el guerrero; por lo tanto mi función me exige permanecer en el centro del círculo. De todo círculo. Soy el eje de la rueda del mundo, Luigi. Esa rueda sólo puede
girar con mi presencia. Con mi aparente inmovilidad, que es la forma más alta de actividad. ¿Entiendes?
El anarquista negó con la cabeza.
― No es que necesite ayuda para colocar las bombas. Basta pasar cerca de unas paredes y pegar los electrodos. El estallido se hará a la distancia. Eso puedo hacerlo yo, pero con todo respeto, más allá de su cháchara del
centro y todo eso, usted no quiere acompañarme porque es un cagón.
― Luigi, comprendo mejor que tú mismo el temperamento pragmático e impulsivo que te lleva a devorar el mundo y procurar que los demás lo hagan sin tener en cuenta el carácter individual de las propias misiones en la armonía
de la acción universal. Quedamos en que yo me ocuparía de tu esposa. De acompañarte, no podría hacerlo. Existe la posibilidad que la encuentres a tu regreso. Si me dedico a instalar explosivos en Eunuperia, no podré ocuparme
de mi parte del trato.
El anarquista terminó de beber su café y asintió con la cabeza mientras miraba a Petrov con un dejo de ironía. El médico siguió hablando.
― Ahora quiero que repasemos el acuerdo: las bombas no lastimarán al unicornio. Tampoco debe sufrir daños mientras se lo rescata. Me hablas de tres horas. ¿Cuánto demorará el rescate? Debo calcular el tiempo total.
El anarquista acababa de recibir e imprimir los planos del hospital donde se encontraba el hombre unicornio. Los desplegó.
― Según mi experiencia, en una hora su unicornio estará de vuelta.
―Digamos entonces que a las seis de la tarde puede ser entregado sano y salvo en el segundo sótano de mi biblioteca. Aquí te entrego la llave.
Cinco años atrás, el anarquista había ayudado a Petrov en el descubrimiento de la entrada al mundo de los “Pedorchos Azules”, seres etéreos y casi invisibles a las miradas humanas. El único acceso se encontraba en una de las
innumerables cuevas de una montaña en las cercanías de la ciudad. No era posible detectarla con los medios de observación convencionales. El propio Luscenti ideó un sistema basado en detectar radiaciones sutiles y condujo al
médico hasta el lugar exacto por el que debería entrar para descubrir el ámbito de aquellas elusivas criaturas. De allí surgieron otros dos mundos: el de los “Nanos Autócratas” y por último el de los “Ratones Azules”,
ubicado detrás de todos ellos. Este fue el que más popularidad lograra entre los humanos, por la afinidad entre los hombres y los ratones hembras. El propio Luigi encontró allí a su futura esposa, la ratona Miñajapa.
La imagen de Luscenti como anarquista romántico, colocador de bombas y opositor a todo tipo de organización estatal, era un estereotipo, como afirmaban algunos representantes del poder. Hasta donde lograba indagar en su
interior, Petrov descubría un hombre calculador, frío, seguro. Aquello le habría permitido sobrevivir. El precio era la delación y la entrega al enemigo de sus propios seguidores. A pesar de esto, era el único capaz de
rescatar al escritor unicornio y llevarlo a salvo al segundo sótano de la mansión de Petrov.
El médico extrajo de su chaqueta un precario muñeco formado por botones cosidos unos con otros. Se acercó al anarquista y lo colocó en el bolsillo superior de su camisa.
― En este monigote está contenido mi homúnculo. Mientras coloques la bomba y rescates al unicornio, yo te bendeciré desde el centro de un círculo y este ser reducido, este pequeño símbolo del doctor Petrov, será como la
antena receptora. El que permita que la buena fortuna guíe sus actos.
Los labios de Luscenti se curvaron apenas. El médico notó que disimulaba un gesto de desprecio y escepticismo.
― Doctor, acepto el muñequito, pero sepa que prefiero tomar todo esto como un trato. Yo le traigo al unicornio y usted consigue a Miñajapa. Uno por otra. Así será.
Al colocarse la chaqueta inesperadamente liviana por la falta del forro en el que convirtiera a su esposa, Luigi Luscenti tuvo un claro estremecimiento de rabia y frustración.
2
A las tres y veinticinco de esa tarde, el General Anaya regresó a su apartamento y encontró en la cama el cadáver de Gladys O, la chica con la que mantuviera relaciones sexuales un par de hora atrás. Un limpio agujero en la
frente; la bala había atravesado la almohada, insertándose en el colchón. Al observarla mejor, advirtió que le habían quitado parte del cerebro y que una sustancia gelatinosa y húmeda chorreaba desde el extractor de aire.
El militar encontró la vaina junto a la puerta. Era de una Lugger de su colección. El arma permanecía cuidadosamente ubicada en la gaveta correspondiente.
Desde el apartamento, el general podía revisar las películas del sistema de seguridad. En aquel día, un mensajero llegó en horas de la mañana y entregó a los vigilantes un sobre que enviara el comando en jefe. La segunda fue
la propia Gladys. Anaya la vio llegar y presentarse a los guardias. A pesar de haber autorizado su ingreso, la escanearon para asegurar que no llevara nada de metal.
Luego de mantener relaciones con la chica, el militar recibió la llamada de Mauricio Mas, el médico que dirigía Eunuperia. En poco tiempo habría un unicornio muerto y el general recibiría un sobre del preciado polvo en que
convertirían al cuerno. El producto requería de un reactivo específico para funcionar y necesitaban su presencia para tomar una muestra de sangre.
Anaya siguió revisando la película de la vigilancia. En las dos horas que duró su ausencia, el movimiento en el edificio había sido escaso. Siete personas entraron o salieron de los otros apartamentos. En ese tiempo, alguien
había burlado los controles, y tras tomar el arma, disparó contra la joven. Un asesinato profesional realizado por un fantasma.
Con un gesto de amargura, Anaya apagó la proyección de la película de seguridad. Aquella era la peor escena que podría imaginar. Recordó sus años de cadete. El gesto que le enseñaran; resumía la rabia y la furia más totales
hacia el enemigo. Frente al cadáver de Gladys, ante su mirada vacía y sorprendida, colocó el pulgar detrás de los dientes superiores y lo impulsó hacia delante. “¡Vendetta! ¡Venganza!”.
― Fueron los subversivos. Ellos son mis enemigos. Fueron ellos. No sé cómo lo hicieron. No sé cómo burlaron la vigilancia. Pero me dieron donde más podía dolerme.
Tomó el teléfono, llamó al comando en jefe y ordenó la detención a disponibilidad del poder ejecutivo de los vigilantes que en esas horas controlaran las entradas y salidas. Tenía la certeza de que entre ellos habría un
cómplice. Quizá confesaran bajo diferentes formas de tortura. Otro llamado. Órdenes secas, precisas de Anaya. El propio comando se haría cargo de la vigilancia de la entrada a su apartamento. En menos de una hora, el lugar
se llenaría de uniformados. Llevarían las armas más destructivas con la orden de disparar contra cualquier sospechoso.
La tercera medida fue que allanaran la facultad de Humanidades, que detuvieran y torturaran hasta el borde de la muerte al estudiante Ambrosio Menos, quien fuera novio de Gladys. Podría haber averiguado que era su amante y
ese sería un motivo sobrado para asesinarla.
Finalmente llamó a su guardia personal. Cinco hombres con entrenamiento de elite. Harían desaparecer el cadáver con una capacidad de limpieza propia de buitres. También inventarían una historia para la familia de la chica.
Al terminar con las órdenes, el general caminó hacia la alfombra con cabeza de ratón. Se inclinó junto a ella. El olor que emanaba la piel, seguía acumulándose en su pubis; produciendo erecciones continuas.
―Vos viste todo, pebeta. Si pudieras, me contarías qué pasó. Quién entró aquí. Quien tomó mi arma y mató a la mina. Pero sé tu misión es despertar mi indio, y no podés hablar.
El general, a pesar de su formación en el arte de la guerra, no podía distinguir importantes cambios en el felpudo con cabeza de ratón. El ojo derecho ya no lloraba. El izquierdo no exhibía esa determinación lúcida. La
expresión era uniforme y luminosa; los labios del animal se curvaban en un gesto que parecía una sonrisa. El general tampoco notó la expresión fija en el aire de la habitación. Sus ojos, acostumbrados a percibir tan sólo
enemigos de carne y hueso, no eran capaces de distinguir la imagen virtual del doctor Petrov, pivotando sobre la alfombra; sus oídos, habituados a establecer la contundencia de las órdenes, no escucharían el murmullo
apasionado del galeno en su afán de convencer a la ratona.
3
El apartamento de Luigi Luscenti ocupaba un piso completo. Era un enorme rectángulo que se extendía de este a oeste. En uno de los extremos estaban las dependencias: sala, tres dormitorios y dos baños. Petrov pensaba que los
muebles eran de un gusto demasiado burgués para un anarquista. Su condición ideológica se anunciaba en los tres cuadros que colgaban de las paredes de la sala: “Campo de trigo con cuervos”; la pintura que Van Gogh terminara
el día anterior al suicidio; un rostro de Kropotkin que ocupaba media pared y el tercero era el facsímil original de la primera edición de “La Conquista del Pan”.
La puerta despintada que se encontraba junto a la entrada del baño, conducía al laboratorio. El mismo ocupaba un área idéntica a la del resto del apartamento. Originalmente habían sido tres dependencias, pero el anarquista
ordenó demoler las paredes para utilizar la totalidad del espacio sin divisiones.
A fin de convocar a la ratona Miñajapa, el doctor Petrov se ubicó en dicho laboratorio. Para una mirada ordinaria, el mismo tan sólo contenía una larga mesa y varios estantes adosados a la pared, repletos de frascos de
vidrios etiquetados con las diferentes sustancias para la construcción de bombas. Algunos eran elementos aislados; otros, mezclas en plena actividad, que de tanto en tanto lanzaban pequeñas explosiones o burbujeos.
No es fácil describir lo que el doctor Petrov veía al pasar por estercoleros, nidos de insectos, ciertos tipos de ciénagas u otros sitios donde presencias demoníacas o angélicas solían convocarse. Del mismo modo, un
laboratorio químico como el de Luscenti, mostraba para él las características que quizá tuviera para los remotos alquimistas.
Un grupo enorme de personas circulaba alrededor de la enorme mesa, cubierta de tubos, botellas y alambiques. Era la forma en que los elementos se presentaban a los ojos del médico. Los ácidos, como hombres ansiosos, vestidos
de negro, no dejaban de fumar. Perseguían al agua: una mujer semidesnuda que marchaba alrededor de la mesa, provocándolos con voluptuosas nalgas y caderas. Los cloratos eran damas mayores que en todo momento se maquillaban y
pintaban las uñas de manos y pies. Algunas sonreían seductoras a Petrov. La nitroglicerina era una niña que se dividía de acuerdo a los siete recipientes que la contenían y que iba y venía de un extremo al otro del
laboratorio. La pólvora era la única que no tenía aspecto humano. Un monstruo negro e informe; por momentos tomaba el aspecto de una cabeza flotante, de un niño, de un animal, de un pájaro o se deshacía en sucesivos y
abstractos diseños.
Petrov debía cumplir con la parte del trato que acordara con Luscenti: comunicarse a la distancia con la ratona Miñajapa, e instarla para que vuelva con su esposo. En este punto el médico tenía dudas. Lo que hiciera el
anarquista, no sólo contravenía las leyes internacionales. Daría la razón a una corriente de opinión del pueblo de los ratones a la que se conocía como “La Tenue Conjura de las Larvas”. Este grupo reprochaba al médico el
descubrimiento de los roedores. El éxodo de los mismos al mundo de los hombres y en especial la unión de las hembras con los machos humanos, marcaría la fase inicial de un genocidio. De acuerdo a la historia humana,
comparaban al médico chamán con Cristóbal Colón, quien al realizar el descubrimiento abrió la puerta para la colosal matanza de aborígenes desatada en los siglos siguientes.
Ahora debía convencer a Miñajapa que regresara con el asesino del Rey del ratón Cañupán; con quien abusara de ella y fuera el causante de su locura. Para el médico, con su intensa formación chamánica, no existían problemas
éticos en abstracto, sino que cada uno de ellos debía resolverse en términos precisos. El ritual a practicar, dejaría abierto un canal. Serviría para comunicarse cuando el escritor unicornio se encontrara con el médico y la
roedora con el anarquista. Entonces Petrov procuraría que Miñajapa se separe de Luscenti en términos civilizados. En el pueblo ratonil, retomaría los vínculos con la familia de la ratona y con otros grupos dispuestos a
colaborar con el salvataje. A fin de neutralizar al anarquista, Petrov encontraría medios para entrar en su mente y derribar aquel dique que lo separaba de su ser. Quizá utilizara embrujos para torcer su voluntad. Aquello
era parte de los ritos prohibidos por los chamanes, pero de no actuar de ese modo y dejar las cosas libradas al azar, la vida de Miñajapa corría riesgos.
Para efectuar la ceremonia que lo pondría en contacto con la ratona, el médico eligió el lugar más apartado del laboratorio, lejos de los elementos que discutían, se abrazaban o danzaban, expresando así las distintas
reacciones químicas de tubos y frascos ubicados alrededor de la mesa.
Una vez ubicado, abrió su maletín y de la gran cantidad de productos que cargaba, escogió siete ramitos de hierbabuena, tres pizcas de excrementos de colibrí y algunos gusanos disecados pertenecientes al lejano reino de
Siam. A ello le agregaría algo del polvo que pisara la ratona en el propio apartamento de Luscenti y un puñado de pelos de roedor que retirara de la bolsa de la aspiradora.
Ordenó los elementos en la periferia de un círculo. Luego repitió por tres veces un conjuro y el centro del diseño se iluminó. Allí estaba la ratona Miñajapa, con su forma de felpudo. Petrov miró sus ojos: el izquierdo con
una lucidez desquiciada, y el derecho llorando amargamente. De inmediato supo varias cosas:
1) La ratona estaba loca.
2) En el otro cuarto yacía el cadáver de una mujer joven que fuera muerta por Miñajapa.
3) Aquel era el apartamento del General Anaya, el hombre más poderoso del país. Esto último complicaba toda la situación.
El doctor Petrov movió a lo largo del diseño los excrementos de los colibríes. Eran los que ayudaban a precisar los tiempos; la muerte había ocurrido cuarenta y cinco minutos atrás y el General llegaría en quince. Luego de
disparar contra la muchacha y como parte de un oscuro y enloquecido ritual, la roedora quitó el cerebelo de la joven y lo arrojó a las aspas del extractor de aire.
“Miñajapa estas loca” ― afirmó con tono suave el doctor Petrov frente al rostro de la ratona. La imagen del galeno sería invisible para cualquier persona que entrara al apartamento, pero el animal lo vería emerger del
parquet como una niebla fantasmal.
“Miñajapa, tu locura te llevó a matar. Si me dejas, yo puedo hacer que este infierno acabe ahora”.
Petrov repitió por tres veces la misma frase. En la tercera, la locura retrocedió un instante. El ojo izquierdo con su carga de cálculo, de venganza y el derecho con su eterna lágrima, se unieron con un resto de esperanza en
el rostro delgado y anguloso; en la barba cuidada y en el marco de carey de los anteojos del médico chamán.
En el paso siguiente, el doctor Petrov entró en el “Rey” de la ratona; la amígdala con forma de gusano, ubicada en la base del cráneo, que contenía todas las funciones del ser. Algunas tradiciones recogidas por la dinastía
obesa, afirmaban que aquella sería la forma real de los habitantes del pueblo ratonil; que tres milenios atrás, por medio de sucesivas Cripsis, habrían tomado el aspecto de roedores.
Con otros dos sortilegios, Petrov desplegó el interior del “Rey”. En un metro cuadrado del piso, proyectó la sustancia luminosa que contenía la larva. Era un complejo mapa de brillantes abalorios. En el centro se dibujaba
una figura imprecisa. Rasgos siniestros, sin forma definida. La imagen de la locura. Los dijes brillantes tenían un sistema de encastres y el médico advirtió que la mayoría estaban sueltos o rotos. El engarce de todos ellos
llevaría unas cuatro horas. Luigi Luscenti demoraría seis en completar el rescate del unicornio, de modo que tendría tiempo.
Antes de empezar la tarea, el doctor Petrov debía besar a la ratona con una actitud espiritual que excluyera cualquier impulso erótico. De su maletín, tomó varios adaptadores. Llamaba así a las prótesis que debían usarse
para besar a diferentes tipos de animales. Un ósculo era siempre un intercambio de energía; un recurso que permitía avanzar por los complejos y oscuros caminos del universo.
Una parte de dichos adaptadores estaba diseñada para colocar en los labios de Petrov y convertirlos en picos, fauces o trompas. Los otros transformaban en humanas las bocas de los animales que debían ser besados. En el caso
de la ratona, eligió uno de estos últimos. Era el dibujo delicado de unos labios rojos con forma de corazón: modificarían la forma externa de las fauces del ratón, suavizarían la textura y la convertirían en una boca
receptivamente femenina.
Los labios se insertaban a través de un fuerte pegamento. Petrov quitó la cobertura, y lo dejó secar unos segundos antes de colocarlos. Miñajapa lo miraba con expresión concentrada Por primera vez en esos minutos, había
olvidado la destrucción del Rey de Cañupán. Por primera vez desde su matrimonio, se fijaba en un hombre que no fuera su esposo.
Cuando la prótesis estuvo firmemente adherida a la boca de Miñajapa, el doctor Petrov se inclinó hacia ella y hundió su lengua virtual hecha de niebla. La ratona la sintió como una cosquilla tenue primero y luego como un
relámpago capaz de llegar a su garganta y descender al interior.
El beso duró dos minutos y quince segundos. Petrov presenció a través de él el desarrollo histórico del pueblo ratonil; la llegada de los primeros habitantes al mundo de los ratones; la formación las familias tribales, de
las que con el paso del tiempo nacería Miñajapa. Vio como en una rápida película la infancia; los padres, un par de ratas formales, preocupadas en mantener la integridad de su hija. Vio el casamiento con Luscenti; el ramo de
flores del tamaño de un edificio enviado por los militares; por último presenció los castigos que le brindara el anarquista; la soledad de Miñajapa; el deseo de relacionarse con su tierra mediante la artesanía del éxtasis
con el ratón Cañupán; vio los fantasmas de ambos lanzarse gozosos desde el piso catorce de aquel apartamento. Luego presenció la llegada de Luscenti; la rabia concentrada. En las últimas escenas observó el Rey de Cañupán
cayendo entre las aspas del extractor de aire y arrojando la materia blanda y aceitosa al pasillo del edificio.
Para la ratona, el beso de Petrov terminó de destruir la locura. Luego el médico pensaría que lo había logrado con la reparación de la estructura del Rey, pero la lengua sedosa, avanzando en las estribaciones del paladar;
bebiendo sus fluidos; la mano de Petrov sosteniendo delicadamente la cabeza; absorbiéndola como si buscara fundirla con él, desterraron el desquicio de los ojos de Miñajapa. Quizá la demencia persistiera, pero había cambiado
de objeto. En vez de la destrucción de sí misma, ahora sólo pensaba en el médico y procuraba perderse en aquel interior masculino y cálido.
Al terminar el beso, Petrov quitó la prótesis de la boca de Miñajapa y se dispuso a reparar el Rey en la forma de aquella plancha luminosa. Durante el trabajo, lo único que la ratona podría ver era su rostro, cantando viejas
baladas del pueblo ratonil. El objetivo era que tomada de la mano del galeno reviviera su infancia. .
Un segundo examen reveló que el panel estaba más dañado de lo que el médico suponía. En el sitio donde el anarquista lo sujetara con el broche a las paredes del cráneo, los abalorios mostraban amplias áreas de sombras.
También en la parte media y en la inferior. El médico podría reparar lo principal. Dada la extensión y la gravedad de las áreas dañadas, quedarían residuos de delirio. No disponía del suficiente tiempo para cumplir con la
totalidad del trabajo antes que llegara Luscenti. Tan sólo confiaba que disponiendo del canal abierto y de una permanente comunicación con la ratona, pudiera retomarlo en cualquier momento.
No todo consistía en la paciente reparación artesanal. Debía cambiar la monstruosa figura global por otra menos siniestra. Aquello garantizaría que Miñajapa razonara con normalidad.
Petrov ofreció los dedos de sus manos al dios Miña Señor, el patrono de Palmira, la primera ciudad creada por los hombres. Luego empezó a trabajar. Cada diez minutos de reparación, apuntaba al diseño del Rey con uno de los
índices y dibujaba un par de rasgos rápidos y luminosos. Luego de la primera hora, el conjunto de líneas anárquicas empezó a ordenarse. Poco a poco, se convirtió en un rostro de Miñajapa sonriendo.
La ratona, tendida en el suelo del apartamento del General Anaya, contemplaba fascinada la figura masculina que se inclinaba sobre ella. La había besado y ahora cantaba cerca de su rostro. La mano enorme, en cuyo dedo anular
lucía un anillo con una gruesa esmeralda, la acariciaba suavemente cada cinco minutos.
He matado. No sé a quien, pero he matado.
No importa lo que hayas hecho. Aunque tus pecados sean negros como la tinta, tu alma permanecerá blanca como la nieve.
Cuando se cumplieron tres horas de la reparación ritual del Rey de la Ratona Miñajapa, los elementos químicos iniciaron una danza, tomándose unos con otros de las cinturas. Al parecer en el sector de tubos de ensayo del área
sur, varios metales habían colisionado. Aquello era como un encuentro sexual, como una boda y lo celebraban con aquel extraño baile. Reproducían pasos armónicos al son de una música inaudible. Se apartaban de la mesa,
marchaban al apartamento y volvían al laboratorio.
Debes regresar, Miñajapa. Debes regresar con tu marido Luigi Luscenti. Debes hacerlo aunque tu matrimonio esté irremediablemente perdido. Luego te guiaré para que te separes de él y regreses con tu gente. Como una sombra
luminosa a la distancia, te protegeré y te aseguro que no volverá a hacerte daño.
Una sonrisa abrió la boca de la ratona; los ojos irradiaban luz dorada y para quien pudiera verlo, un halo celeste circundaba las orejas.
No quiero regresar con mi esposo. He dejado de amarlo.
Entonces deseas volver a tu mundo, al pueblo de los ratones, a tu casa
La ratona siguió negando con la cabeza.
Doctor Petrov: estoy enamorada de usted. Deseo ser suya y que vivamos juntos para siempre. Sólo aspiro a eso y no me detendré hasta lograrlo.
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