• Maritza Álvarez

    Al desnudo

    Hospital Psiquiátrico de San Felipe

    por Maritza Álvarez


Todo ocurría demasiado rápido. No había mucho tiempo para pensar. Ella se había lanzado a un automóvil. Quién sabe qué pasó por su mente.

Llegué a verla al Hospital de Quilpué. Alguien la había encontrado y llevado para allá. La enviaban al Psiquiátrico. ¡Qué tremendo! ¡Qué urgente!... Qué sentencia lapidaria la del doctor.

Me aconsejaron: No la lleves…ahí hay “de todo”…Pero yo sabía que debía obedecer. Al fin y al cabo, era orden médica.

Los niños… conmigo. De pronto aumentaba la familia. Coincidió que era 26 de Abril, cumpleaños de mi hijo menor. Corrimos a retirarlo. Obviamente, ya no habría celebración.

Emprendimos viaje a San Felipe, con paciente incluida. Sabía que algo serio estaba frente a nuestras narices. Nadie de nuestra familia había conocido un psiquiátrico por dentro. No sabíamos qué pasaría, todo era nuevo, desconocido y escalofriante, pero lo enfrenté, como otras cosas, con bastante serenidad.

Llegamos de noche. El lugar… tenebroso. Sólo altas sombras se veían, como gigantes rectangulares, que alzaban su estructura vertical, cortando la noche, de oscuridades supremas.

En el último piso, una ventana abierta. Un interno nos saludaba… Mis hijos, como niños, sonreían. Una espada me atravesaba el pecho, pero aguantaba, aguantaba…

La Directora del Establecimiento nos esperaba. Preguntaba datos. Ella quedaría hospitalizada.

Todo silencio. Sepulcral silencio. Una cámara de televisión vigilaba la habitación donde ella estaría los primeros días.

Los pisos… de un brillo sin igual. Ni un alma en los pasillos. Sólo de vez en cuando alguna enfermera en sus actividades cotidianas cortaba lo angustiante del momento.

Vendríamos a visitarla el fin de semana.

Y así ocurrió. Largo viaje a San Felipe (Putaendo), y un raro clima espiritual llegando allá; me oprimía.
Sólo diez minutos podíamos verla, sólo diez minutos para visitarla. Si despertaba, hablábamos, si no, no… y ese era todo el logro del viaje.

Un pasillo largo era su sala. Unas cuatro camas más. Un velador oxidado. Nada más. Y yo no encontraba nada apropiado para depositar lo que le llevábamos. Si ella nos hablaba, eran conversaciones extraviadas. Demasiada droga en sus venas, necesaria seguramente para los primeros días.

Y ya nos debíamos ir. Apenas preguntó por los hijos, o no preguntó… Otro largo viaje de vuelta.

A la salida, lo mismo que en nuestra llegada: los internos se acercaban, con sus caras inexpresivas, sin conversaciones lógicas, algunos demasiado expresivos, otros…que daba pena dejarlos allí. Y nosotros…volvíamos a nuestro hogar “normal”. Ellos nos pedían cigarros, monedas, ropa, nos tomaban de las manos, los brazos, era muy grande la necesidad… ¡Qué ambiente, Señor!...

Ahora, de día, podíamos apreciar lo que era ese lugar. Portones abiertos de par en par. Muchos “pacientes” salían libremente de allí, iban hasta el centro y volvían. No había peligro en eso. Total… nadie los esperaba en ninguna parte. Simplemente los dejaron “olvidados” en el recinto. Nunca más los fueron a ver. Así, era más que esperable que los que salían, volvían… no había donde perderse.

Aún hoy es una angustia grande la que siente mi corazón de sólo recordar ese lugar. Los espíritus de demencia, locura, enfermedad, muerte, soledad, tristeza y desesperanza, se paseaban libremente por el amplio patio del recinto hospitalario y por sus brillantes pasillos, fríos y silenciosos. El personal que trabajaba allí, en la medida en que los internos y sus visitas (cuando las tenían) iban ingresando a sus habitaciones, iban cerrando con grandes candados cada puerta que dividía las secciones, como para que nadie pudiera “arrancar”, en algún extraño arranque de libertad…

Ella salió al poco tiempo de allí. ¿Bien? No lo sé.

Poco tiempo después, me tocó ir a ver a una conocida de la iglesia al Psiquiátrico del Hospital Naval. Mismo escenario, sólo con más recursos materiales, económicos.

Hace poco he sabido de un joven, aproximadamente de 16 años, ex compañero de curso de mi hijo mayor. Está internado en el Hospital Psiquiátrico de Playa Ancha… Me angustió tanto cuando me dieron la noticia, que mis ojos se llenaron de lágrimas al saberlo. Era imaginármelo en un lugar similar al que yo había conocido de paso, y el porqué había llegado a ese extremo.

No sé qué está pasando. Yo creo que es falta de Dios en nuestros corazones. Yo creo que el mundo se nos presenta, para algunas personas, demasiado frío. Yo creo que a algunos no nos enseñaron a ser duros, insensibles, y nos desarmamos con lo que otros levantan hoy sus dinastías.








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