“…cuando los caracoles del amor recorran tus piernas, te daré el consuelo eterno. Debes decir que sí, que me amas. Debes repetir lo que tu corazón grita, aunque tú no lo sepas…”
1
Una playa. El mar a lo lejos. Cielo entre verde y magenta. Crepúsculo que demora en convertirse en noche Cerca del horizonte, el escritor unicornio observa su propia nariz. Apéndice que se delinea en medio de arreboles
dorados. Por los orificios escapan sendas nubes de humo gris. Acostumbra a roncar y quizá emita un sonido áspero, monótono; desesperante para quien intente dormir a su lado.
“Es falso lo que siempre afirmaron. En el sueño sin sueños hay conciencia. Puedo ver mi cuerpo y a la vez saber que estoy durmiendo”.
A diez metros sobre la arena, se levanta una pérgola cubierta con flores naturales en forma de guirnaldas. Bajo el emparrado se extienden mesas con comidas apetitosas junto a botellas de licor. Más allá, los últimos reflejos
del sol oculto hacen brillar dos hileras de bancos de caoba. Al final de los mismos, espera un atril con un libro abierto. Campanas doradas. Jarrones con flores artificiales.
El escritor unicornio sabe que su cuerpo ya no reposa en el hospital de Eunuperia. Está lejos el psiquiatra pelirrojo que no dejaba de hablar día y noche. El mensaje guardado en su mente se resumía en tres palabras y en una
orden precisa: “¡Muere! ¡Muere! ¡Muere!”.
Quizá aquel médico tuviera razón. Quizá la muerte fuera mejor que la vida. Recuerda una novela que leyera años atrás. El título era “Mesías” y narraba la historia de una suerte de profeta con un mensaje muy simple y
efectivo: “morir es bueno”. Este pensamiento había llegado cuando aún yacía en la cama del hospital. Apenas surgió, se sintió descender por un largo tobogán que lo condujo hasta allí..
Se mira las mangas. La chaqueta parece la de un chaqué. Al tocar el cuello, palpa una corbata de moño. Zapatos negros, brillantes. Ropa y calzado nuevos. Clima de fiesta.
En la arena pululan insectos. El escritor se inclina para observarlos. Cucarachas. De a cientos. Parecen llegar del mar que se inicia unos doscientos metros más allá. El escritor toma una con los dedos. Es más grande que las
cucarachas comunes, y de su cabeza surge un cuerno negro, puntiagudo, tan largo como el cuerpo. Ignora si lo usa para defenderse. El apéndice es grueso en la base y la textura ondulada se afina hacia la punta. El escritor
recuerda su propio cuerno. Suelta la cucaracha y mira a su alrededor. No ve el apéndice. Lo único que la lejana Cripsis no pudo disimular por completo. Camina hacia la pérgola. Examina la mesa. Tabla sostenida por dos
caballetes. En los platos, ensalada de langosta, costillas de cerdo en exóticas salsas; champagne y vinos añejados. Una jarra de clericó simula un par de cisnes enfrentados. Junto a ella, un pastel enorme, de cinco pisos. En
el tramo superior dos muñecos, un hombre y una mujer tomados del brazo; ella con vestido de novia. Allí no hay rastros del cuerno.
Al costado de los bancos se alternan cuerdas rojas, como en una iglesia. Todo termina en el atril donde espera el libro abierto; quizá la Biblia.
2
Un hombre se acerca hacia él. El crepúsculo cambia el dorado inicial por una luz violácea. El caminante es un anciano; el cabello blanco refulge, como si lo iluminaran con luz negra. Lo reconoce por el andar cansino y apenas
inclinado hacia el costado derecho. También por el gesto desganado al levantar la mano para saludar.
― Padre ― murmura recordando la última vez que se vieran en el hotel del muelle; cuando repetían cada uno su propia historia, casi sin escucharse. Movimientos misteriosos de las paredes y el piso del cuarto, hicieron que los
cuerpos se movieran uno hacia el otro. Terminaron la charla casi abrazados.
El padre también viste un traje gastado que en alguna época fuera elegante. El mismo que el escritor recordara desde la infancia, cuando salía a vender seguros. Reconoce la chaqueta por una mancha blanca en la solapa
izquierda. El padre la disimulaba con un escudo deportivo verde brillante, de forma hexagonal, con cuatro divisiones y en cada una de ellas, las letras de las siglas del equipo.
El hombre sonríe.
― ¿Cómo estás, Tuzú?
Así lo llamaba de niño. Por un tebeo titulado “El indio Patoruzú”. A los cuatro años, el escritor no podía pronunciar el nombre del protagonista y lo llamaba “Tuzú”.
Casi a su lado, el hombre levanta una de las enormes manos, con el índice levemente doblado a la izquierda. En forma instintiva el hijo aparta la cabeza, pero el padre lo sigue hasta acariciarlo. Mano encallecida, áspera.
“No importa que no recuerdes a tu padre. Tu padre siempre piensa en ti. Este es el corazón de un padre”.
Las palabras alivian al escritor. El anciano vuelve a reprochar su indiferencia. Lo cotidiano regresa. No trasunta la nostalgia quemante y agresiva de la última vez.
El padre se ha peinado. Los pocos mechones de cabello ocultan los agujeros de la sien por los que entrara y saliera la bala del suicidio. En el cielo, la luz retoma el amarillo. El escritor puede ver el orificio seco, los
bordes consumidos. La herida no supura como la última vez.
“Si el hijo está feliz, el padre está feliz “
Por la frente del anciano marcha una de aquellas enormes cucarachas cornudas. El escritor procura espantarla.
― Ten cuidado padre, hay unos insectos extraños.
― No hay insectos. Para la boda se llamó una empresa fumigadora que aniquiló todo. Estamos en el mar, en la playa. No hay mosquitos ni tábanos. No hay insectos y mucho menos extraños.
Con el gesto del escritor, la cucaracha revolotea y vuelve a detenerse en la cabeza del padre. Parada sobre las patas traseras, levanta el cuerno hacia uno y otro lado como si oteara algo.
―Dijiste boda ―pregunta el escritor ―¿Quién se va a casar?
Mirada entre incrédula y suplicante del padre. Movimiento de la cabeza, como negando. Se vuelve al crepúsculo. Un frente azul se inicia en el horizonte. Se resuelve en algún punto, hasta adoptar diferentes tonos de rosado.
― Mira este día. Es tu día… ― el padre señala el firmamento ― pero qué te voy a explicar. No entiendes nada. Nunca entendiste nada. Siempre fue así…
El anciano se lleva las manos a las sienes. Alguna vez ha sugerido que la indiferencia del hijo fue la causa del suicidio. Calla a punto de decir algo y sigue observando las cambiantes luces del cielo.
―Es tu boda. Esta noche es tu boda. Tres meses, entiéndelo bien, tres meses en los que tuve que dejar la comodidad de la muerte para encontrarte esposa. Qué digo esposa. Debo decir “La mejor. La perla de este mundo con forma
de mujer”. Te envié mensajes. En ellos te pedía que te prepararas para tu casamiento.
― Lo siento, pero estuve enfermo. Esto es nuevo para mí. No sé si me quiero casar…
― Todos dicen lo mismo. El amor es una cuestión de arreglos. Se ha hecho así desde que el mundo es mundo. El sentimiento surge luego. O no surge. No importa. De todos modos, esa mujer es un volcán Si lo que te importa es el
amor, ella lo tiene para los dos. Recuerda que el hombre pude tener sexo con mucha mujeres, pero es hombre cuando se entrega a una. La definitiva. La final. La que lo acompañará hasta el último día de su vida. ..
3
El padre sigue hablando sobre las bondades del matrimonio. El cielo cambia varias veces, hasta que el crepúsculo decide convertirse en noche.
Súbita música de fiesta. Alguien enciende luces de mercurio junto a los bancos y en las cercanías del atril. La gente surge de pronto. Bajo la glorieta y en los asientos. Ruidos de campanas. La boda está por iniciarse. Los
invitados; hombres, mujeres, ancianos. Todos muy elegantes. Conversan entre ellos.
“Reconozco que alguien en el cielo me ama, porque me ha traído este bombón. Esta golosina que se encuentra ante mí. Un ángel bebé con un arco y una flecha ha zaherido mi corazón y ha zaherido el tuyo…”
Irma la Morte. La locutora que alguna vez metiera la mano en el pecho del unicornio; la que apretara el corazón en el preciso momento en que la mataban. Aquella mano helada había desatado la agonía como una gruesa y sólida
bufanda alrededor del cuello del hombre. Allí está la mujer que lo iniciara todo. Traje de novia blanco. Falda amplia con luces intermitentes de diversos colores. El unicornio se pregunta cuál sería la fuente de energía.
Quizá unas baterías ocultas en la gruesa cintura. El rostro está cubierto con el tocado, y en la parte trasera del vestido, arrancando de la cadera, se levanta una enorme jaula también de color blanco. Los barrotes parecen
sólidos; quizá de un material liviano como para que la mujer pueda cargarlos. En especial si debe caminar en la arena. Los altos zapatos negros de tacón la obligan a levantar los pies. Una de las luces en el vestido
chisporrotea y el corto circuito incendia una parte de la tela. Desde la cadera surgen un par de pequeñas manos provistas de un extinguidor y apagan el principio de incendio.
Irma la Morte se pasea frente al escritor, exhibiendo el traje.
“Debes saber, mi amor, que no es de buen augurio que tú como novio veas mi vestido hasta que no sea el momento de dar el sí de la felicidad. Como no está presente mi padre, será el tuyo el que me camine hasta el altar, el
lugar donde nos darán la santificación para acceder al himeneo…”
Al escuchar su nombre, el padre se adelanta. Es la primera vez en mucho tiempo que el escritor lo ve sonreír. El anciano hace una reverencia frente a la novia. En ese momento lo llama otro hombre de su edad. Ambos conversan.
El padre habla apuntando al hijo con la cabeza. Ojos brillantes, orgullosos. Quizá afirme que nunca soñó con asistir a un casamiento como aquel. Quizá describa los futuros años de felicidad.
Amado, ¿Qué sientes al saber que estarás a mi lado toda la eternidad?. Hay quien dice que el matrimonio es como la muerte, porque en él se elimina lo que no sirve y sólo queda aquello que es firme. Que nunca se perderá…
Sobre el tocado de Irma La Morte se posan un par de cucarachas cornudas. Pretenden volar y abren las alas, pero la rugosidad de la tela aprisiona sus patas. Los cuernos brillan bajo las luces del crepúsculo.
El escritor está por advertir de los insectos a la mujer, cuando suena una campana. Un hombre de edad la tañe desde el atril. Está por empezar la ceremonia. Los invitados buscan los respectivos asientos. El padre del
escritor endereza la chaqueta torcida del hijo. Han apisonado la arena para formar una superficie medianamente sólida. Los zapatos de Irma la Morte siguen hundiéndose y la mujer está a punto de caer un par de veces. Dos
jóvenes fornidos salen de alguna parte, toman los barrotes de la jaula gigantesca que cubre la espalda de la novia y procuran dirigirla desde allí.
El padre del unicornio se acerca a la mujer y ofrece el brazo. La luz del crepúsculo se une al brillo artificial de los faroles de mercurio. El escritor recuerda que esos destellos pueden revelar algunas capas de la Cripsis.
Tanto él como su padre son unicornios y ambos sufrieron la transformación muchos años atrás.
Cuando Irma La Morte lo toma del brazo, el padre exhibe el perfil. El hijo distingue frente a sí la silueta del cuerno. Más largo de lo que recordaba. Gira sobre sí mismo y emite leves destellos. Por momentos desaparece en
el contraste de la luz y vuelve a mostrarse.
El cuerno. El suyo también se haría visible bajo la mezcla de aquellas luces.
Uno de los hombres corpulentos que ayudara a la locutora a sostenerse, entra en la jaula blanca que sobresale de la espalda. Desde allí la conduce con una especie de timón. El rumor que surge del traje, indica la presencia
de un motor pequeño. La novia se ha convertido en una suerte de barco terrestre que con suma lentitud se dirige al ministro.
Uno de los jóvenes alcanza al escritor un espejo y un cepillo para el pelo.
―Quizá necesite repasarse antes de la ceremonia.
El hombre se mira en el cristal. Rasgos caídos, demacrados. Es normal. En algún lugar del mundo, su cuerpo agoniza. Pone el espejo al costado del rostro. Alguna vez, en el lejano Japón, la doctora Kobayashi le enseñó a
encontrar el cuerno cuando la luz fuera favorable. Ubica el cristal entre dos de las lámparas. El destello debe caer sobre el apéndice. Lo mueve a un lado y al otro; procura encontrar el ángulo necesario, pero todo es
inútil. El cuerno no está.
A pesar del suicidio, del sufrimiento más allá de la tumba, el del padre emerge enhiesto desde la frente. El escritor sigue manipulando el cristal. La imagen no aparece.
En la arena bajo sus pies, las cucarachas se multiplican. Recuerda la tarde que cumpliera diez años. Lo celebró con la doctora Kobayashi en la ladera del monte Fuji. En cada uno de sus aniversarios, la mujer pronunciaba una
sentencia. El escritor vuelve a oír las palabras de aquel día: “cuando un unicornio está por morir, el cuerno trasmigra a la frente de otro animal”.
4
Tarda en advertir las señas desesperadas con que lo llama uno de los asistentes. Irma La Morte ha llegado al altar. El escritor empieza a caminar.
Quizá aquellas cucarachas sean la inminencia de la muerte. Entre la pérgola y el mar, la arena parece hervir. Desde el altar improvisado, Irma La Morte lo mira con ojos ansiosos. En el tocado, los insectos forman una lista
negra a ambos lados de la cara. Nadie parece notarlo. Quizá sólo él puede verlas. Quizá la muerte llegue como un pozo súbito abriéndose bajo sus pies. En aquel tiempo, el psiquiatra pelirrojo había procurado quitar de su
mente cualquier esperanza. El único paraíso sería la aniquilación. La desaparición total.
Varias cucarachas entran por su pantalón. Caminan a lo largo de la pierna. Tramos lentos, rumorosos. Los insectos trepan hacia la ingle.
El deseo del hombre unicornio es casarse con Mika. Una ceremonia en el mundo sin nombre. Un círculo uniéndose a otro círculo. Quizá dos elipses buscándose. Lo importante es que sea la muchacha rubia. La que una vez salvara
su vida. Su padre lo mira. Atento a sus actos. Irma la Morte espera con ojos soñadores. Aquella boda debe continuar. Todo es un sueño. El mundo siempre ha sido y será un sueño. Era lo que explicara alguna vez la doctora
Kobayashi. Cuanto más sólido parezca, más tenue será su naturaleza. Un sueño que a veces toma el sesgo de una pesadilla
La noche avanza con rapidez. A ese lugar de la playa iluminado por luces de mercurio, siguen llegando las cucarachas cornudas. Las que entraran por el pantalón del escritor están detenidas, pero el hombre siente la presión
de las patas. Las imagina escarbando la piel, moviendo las antenas; vibrando el cuerno.
“Estamos reunidos para santificar esta unión y cuando digo santificar, me refiero a colocarla en ese punto donde el cielo se une a la tierra. Se une hasta hacerse indisoluble. Hasta que no haya posibilidad de un alejamiento.
Muchos matrimonios creen separarse. Muchas personas piensan que están formando nuevas parejas, pero todo es una ilusión, un sueño. La realidad es esta unión primera y única que nada ni nadie en este mundo podrá disolver. Es
como esos metales que se unen con el enorme calor de la fragua; como las fusiones que se realizan en el fondo de los volcanes…”
Irma La Morte sigue mirándolo con fijeza. La mano húmeda y caliente toma la suya. La jaula que se abre en la espalda del vestido tiene las puertas abiertas. El escritor mira la concurrencia. Distingue entre la gente el
rostro del Camahueto, el unicornio que competía con él por Mika; que la llamaba “la Vaca Chilota”. También sonríe. Aquella boda haría felices a muchos.
Observa al ministro. Cabellos cortos y canosos. Labios gruesos. Pronuncia el nombre del escritor. Al buscar sus ojos, descubre que el hombre evita mirarlo
…acepta a esta mujer…
A manera de tiara, una hilera de cucarachas se ha instalado en la frente del hombre.
…acepta a esta mujer que refulge como una perla luminosa en medio de esta noche. Noche que nos cubre y nos protege a todos. Noche en la que el tiempo se detiene y la respiración parece que ya no anima el universo. Debe
aceptar a esta mujer que resume en su piel el calor de todas las estrellas…
Estalla el primer golpe de dolor. Desde los testículos del escritor, irradia al pubis y como una centella se dirige al pecho. No puede respirar. El ministro se interrumpe.
―¿Se encuentra bien?
Se limita a asentir con la cabeza.
―Está en condiciones de continuar?
Vuelve a afirmar.
“…entonces debe saber que lo que hoy lleva no es sólo una mujer sino una bolsa de perlas que han descendido del cielo”.
Segundo acceso de dolor. Esta vez parece surgir del glande. El escritor no puede evitar un bramido y se retuerce a un lado y al otro.
“¡Señor!, debe comportarse…No podemos continuar así. Vuelvo a preguntarle. ¿Quiere que interrumpamos la ceremonia?”
El dolor sigue resonando. Como el sonido de una orquesta. El hombre unicornio se limita a mirar al ministro con expresión vacía. Recuerda otra vez la lejana explicación de la doctora Kobayashi. Las imágenes más intensas en
la vida eran las que llegaban del sueño sin sueños, de la negrura profunda. Quienes lo rodean quizá discutan y protesten acerca de sus existencias; si se les dice que son seres ilusorios, alegarán la solidez de las cosas que
los rodean; las generaciones anteriores que los originaran. El propio cuerpo del escritor, detenido frente a aquel ministro, no existe. El dolor que llega de su sexo recorre el universo, pero no es sentido por nadie.
Vuelvo a preguntarle. ¿Continuamos con la ceremonia? ¿Está en condiciones?
Irma La Morte a su lado levanta el ramo hasta ubicarlo junto al hombro izquierdo. Lo mira suplicante.
“Son dudas que se pasarán cuando apoyes tu cabeza en mis pechos, cuando los caracoles del amor recorran tus piernas. Entonces te daré el consuelo eterno. Debes decir que sí, que me amas. Debes repetir lo que tu corazón
grita, aunque tú no lo sepas…”
Tercer acceso de dolor. El escritor aúlla y salta. Corre por la playa oscura. La luna en creciente ilumina la masa negra del mar y la línea tenue de la arena Rumor a sus espaldas. El ministro y los invitados lo persiguen.
Quizá ambos hombres corpulentos se hayan instalado en la jaula del vestido de Irma La Morte; quizá el motor vuelva a impulsarla sobre la arena como un extraño velero. Quizá el padre avance exhibiendo los agujeros de la
cabeza. El escritor corre. El dolor lo empuja con una rapidez de la que no se creía capaz.
Se alejan los rumores de la gente. No puede más y se detiene. Jadea. Atrás no hay nadie. La playa sin muelles se extiende en uno y otro sentido. Camina hacia unas rocas que se levantan un poco más allá. Se quita los
pantalones y bajo la luna observa los testículos. Tres de aquellas cucarachas han clavado sus cuernos en el centro del escroto. Sobresalen de su sexo como oscuros botones. Brillan bajo el reflejo amarillo de la luna. Las
toca. Están muertas. Como el aguijón de las abejas, quizá aquel cuerno esté unido a sus órganos internos. Las retira y arroja sobre la arena. El dolor cede. Aspira la brisa fresca. Termina de quitarse el pantalón y los
zapatos. Camina un buen trecho por la arena húmeda, deteniéndose de tanto en tanto para mojar los pies en el agua helada.
Un frente de nubes negras avanza. La conciencia del hombre es una luz bamboleante en medio de grandes masas de oscuridad.
La frescura negra y total de la inconsciencia vuelve a abrazarlo.
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