Poco que hablar de los resultados del 27-S si lo entendemos como plebiscito. Los separatistas de JxSí y CUP han obtenido un total de 1.952.482 votos, el 47,78% de los emitidos, o el 35,4% del número de electores censados
(5.510.713), o, si lo quieren, una cuarta parte de los más de siete millones y medio de habitantes de Cataluña. Un porcentaje mínimo que de ninguna forma legitima las pretensiones de separatismo de estos dos grupos políticos, y que, una vez más, vienen a demostrar que la mayoría de los catalanes son gente sensata.
Pasan de separación. La murga seguirá, pero podemos pasar página.
En cuanto al Sr. Rajoy y su Gobierno, demasiada permisividad la que ha tenido con el Sr. Mas y esa facción desapegada, irreflexiva e incauta que pretenden desgajar y amputar la región catalana del resto de España. La actitud
seguida por Rajoy con estos individuos, más que la propia de un tono conciliatorio, que consideraríamos muy correcto, es de tolerancia, de condescendencia, de dispensa, de benignidad, de una mansedumbre que roza los mimos y la indulgencia plenaria.
Viene de antiguo, porque ya los que les antecedieron en el cargo, aunque por reivindicaciones limitadas a que se le reconocieran ciertos derechos relacionados con su historia y cultura, también permitieron a los anteriores
gobiernos de la Generalitat bastante más de lo que una buena lógica -dentro de una estructura autonómica- recomendaba.
Y podemos entender que se les atienda, que se les escuche y, dentro de lo que las leyes de todos los españoles permitan, se les autorice el ejercicio de privilegios -chocantes para el resto de los españoles- tales como el
uso de lengua y costumbres que tiempos ha fueran parte de su deambular por la historia. Pero lo que está ocurriendo de un tiempo a esta parte, las insensatas e irresponsables pretensiones del actual presidente de esa
región española llamada Cataluña, nada menos que romper la unidad patria y convertir una parte de España en una nación independiente, además de ser contrarias a todas las leyes y a los derechos de todos los españoles -entre
los que, como hemos comprobado el 27-S, se encuentran una apreciable mayoría de los que ahora mismo componen la población catalana-, clama al cielo por injustificable e inaceptable.
Tal pretensión, que sólo admite los calificativos de acto bárbaro, temerario, disparatado y absurdo, viene fomentado y propuesto por un personaje elegido y puesto en tal cargo por la Constitución, por las leyes de todos los
españoles, por las mismas leyes que este individuo. obligado más que nadie por su alto cargo a cumplirlas y hacerlas cumplir, se quiere saltar a piola sin reparar en los gravísimos trastornos y desastrosas consecuencias que,
indefectiblemente, tal acto reportaría a la pretendida nueva nación.
Se lo han dicho y repetido miles de voces calificadas y que no dejan lugar a la duda sobre la exactitud, honestidad e imparcialidad de sus recomendaciones. Desde el presidente de los EE.UU. hasta otros presidentes y altos
cargos políticos de Europa y resto del mundo; desde los altos cargos de la Unión Europea hasta los del B.C.E. y F.M.I.; desde los presidentes de la Banca catalana hasta los de las grandes empresas radicadas allí; desde
Durán i Lleida, su más fiel aliado en CIU hasta hace bien poco, a la mayoría de representantes de los demás partidos... Es imposible que tantas personas, de más que reconocida buena gestión política o empresarial, estén
equivocadas.
Puedo entender, y creo que así lo reconoce la mayoría de españoles, que haya determinado número de catalanes que quieran mejorar sus vidas, estado social y costumbres en todos los aspectos; que se identifiquen sobremanera
con sus raíces y ancestros y no quieran depender de personas ajenas a su propio grupo; incluso que piensen que el gobierno español es un tirano que se queda con su dinero y usurpa sus derechos; y que piensen que la mejor
manera -si no la única- sea independizarse por completo y hacer su vida por su cuenta. Están en su perfecto derecho. Las nacionalidades, aunque controvertidas en sus acepciones, entendidas como nacionalidad histórica, es
decir, como un grupo de personas que comparten una cultura y costumbres en un territorio, están aceptadas y recogidas en la Constitución española de 1978. Y todas las nacionalidades, llámense históricas o llámense
simplemente regiones autónomas, que componen España tienen perfecto derecho a pretender mejoras en su vida y estado social, a gobiernos más identificados con sus vidas y costumbres y a poder llevar a cabo sus pretensiones e
ideas de futuro sin injerencias ni cortapisas por parte de nadie.
Naturalmente que sí. La única objeción que tenemos para la consecución de esta legítima pretensión no es otra que hay que llevarla a cabo por los caminos de la ley, por los caminos del diálogo y el acuerdo con los
representantes de todos los demás españoles para que se modifique la actual Constitución y se reescriba el articulado de la nueva contemplando una federación o confederación de Estados asociados, bien al estilo del Reino
Unido o al de los propios Estados Unidos de Norteamérica. O el que se quiera. Se puede hacer sin que ello cause grandes problemas a la economía, industria o sistema social de cada una de las naciones ni al conjunto que
formaría la nueva España. Y, como cada región pasaría a ser un estado
independiente, podría hacer todo cuanto le venga en ganas y considere favorable a sus intereses, siempre que, como es lógico, no interfiriera o transgreda las leyes y normas comunes acordadas y conferidas por la nueva Constitución y propias de todas las
federaciones de Estados.
El Sr. Rajoy, como presidente del Gobierno y representante de todos los españoles, sabiendo que cuenta con el apoyo mayoritario del pueblo y de los estamentos de Justicia y militares, debería
hacer valer los derechos que le otorga la actual ley y parar los pies al Sr. Mas, a Junquera, a Baños y a todos cuantos pretenden tamaño despropósito. Y no sólo frenar definitivamente la incuestionable, encomiástica y apologética
actitud separatista de estos dirigentes, sino revertir el proselitismo antiespañol que se viene haciendo en todos los sectores del pueblo catalán -con preponderancia es las escuelas- desde hace cuarenta años, justo desde que el General Franco estiró la pata,
porque cuando este señor llevaba la batuta -y la Acorazada Brunete a la distancia de un gesto- no se hablaba ni media de separatismos, lengua catalana, señeras, esteladas... ni de otra cosa que no fuera de la unidad de destino en lo universal
y lo bonita que era la España Una, Grande y Libre.
De ninguna manera quisiéramos ver militares en la Plaza de Cataluña, de ninguna manera una nueva guerra civil entre hermanos. Puede que sea necesario el uso de la fuerza, que el Gobierno deba ponerse serio y poner el
debido orden en ese caos que ahora mantienen unos pocos. Tenemos antecedentes de lo mismo en la Historia. Pero bastó que un señor de bigote y tricornio se plantara en el despacho del que más mandaba y le dijera, sin acritud pero
seriamente: "Tiene usted dos formas de salir de aquí..."
Ese paso, bien el Gobierno actual o el que salga tras las elecciones de diciembre, es muy posible que nos veamos obligados a darlo. Será el primero de una serie que, indefectiblemente, han de llevarnos a una nueva Carta Magna, a
la Constitución que recoja los acuerdos tomados por todos los españoles para proyectar, dentro de un sólido y fraterno abrazo, la libertad y las ilusiones de un nuevo futuro.
Ver Curriculum
