Mitin en el cementerio
Que contesten estos años, que lo diga doña Noojos, siempre tan inoportuna, se propasó con Beto, ahora visitó otro hogar, llevándose a la hija de catorce años, por eso nos dirigíamos al cementerio. ¿Nos, quiénes éramos? Pues, dos generaciones: los padres y los hijos, unos más o menos sesentistas y nostálgicos, los otros, chicos tocados muy de cerca, comenzando por los compañeros de la joven. Todos fuimos a darle el adiós. Pero la reunión luctuosa tomó otro giro, acabó en protesta, sí, mitin contra la muerte, en su propia casa, en el cementerio.
Los de afuera seguían metiéndose dentro, lo voy a explicar. La joven, víctima de un virus, en tres días se había extinguido y, en lugar de la música que tanto amaba, se había desatado el llanto. Y si la muerte de cualquiera resulta injusta porque siempre nos queda algo por hacer en el mundo de los vivos, ésta, la de una joven de catorce años, lucía infinitamente más injusta, una violación a la regla del abuelo de los historiadores, el griego Herodoto: en la paz los hijos entierran a sus padres, en la guerra los padres entierran a sus hijos.
¿O en realidad estamos viviendo tiempos de guerra y no nos hemos dado cuenta? No sé, de todos modos, aquello fue un mitin contra la muerte. Debo consignar que, ya a la entrada, los Grupos de Acción Utópica se habían puesto a repartir volantes agitando los lemas de ¡Muerte a la muerte! y de ¡Nunca más la muerte! Pero la gente poco caso les hizo, ocupado cada uno en encontrar un lugar en el camino del cortejo. Y así, bajo el sol calcinante, se había reunido una multitud, dos filas entre la puerta del cementerio y el edificio de cremación, y entre ellas pasó el cortejo. Al llegar a destino, hubo un grito, como si el dolor se reabriera ante una segunda muerte; habíamos acompañado a la joven en el velatorio considerándola dormida, tal vez enferma, de ahí su palidez, y hablado en voz baja para no despertarla; y ahora, al entregarla al fuego, la muerte recobraba lo suyo por segunda y definitiva vez. Fue cuando el grito voló por encima de las cabezas, y nos preguntamos:
- ¿Quién es? ¿Es la madre, el padre, son los dos, también la hermana?
Alguna vez los hijos fueron el bien y nosotros, necios, seguimos sintiéndolo así, claro, nosotros, los venidos de los viejos y extinguidos Clubes de Alucinados, promociones sesenta y setenta, huérfanos después del gran derrumbe. Y por otro lado, no nos llevamos del todo bien con Dios. ¿A quién, entonces, a quién nos vamos a aferrar frente a la muerte, sino a nuestros hijos?
Y así, con la joven de catorce años, cada uno sintió ese mediodía su propia muerte, llorábamos por ella y por nosotros, la condición humana en entredicho: somos mortales y frágiles, un virus, a pesar de toda la ciencia, puede apagar la música y desatar el llanto; y además, en las fugaces vidas que nos han tocado a cada uno, las cosas, digo, no han salido bien, nada bien.
Y lo sentimos así: cada fracaso es una pequeña muerte y la muerte es El Gran Fracaso, El Gran Fracaso Final, así lo sentimos.
Y más aquel día en el cementerio cuando el grito vino a calcinarnos como el sol y como éste a darnos en los ojos. Y bajamos las cabezas. Y espantados nos abrazamos a los hijos, a la pareja, a los amigos. Y con el contacto de los cuerpos recobramos la fuerza. Y levantamos las cabezas y el sol nos dio en los ojos.
Y entonces todos fuimos multitud, era ya la protesta, como pasando de un sueño a otro: allá arriba, trepado al edificio de cremación, alguien se dirigía a nosotros, era un joven valido de un megáfono, su voz rebotaba entre las tumbas: - Compañeros -oh, cuánto hacía que no escuchaba esa palabra-, por favor, guarden silencio.
Los murmullos cesaron, todos dirigimos las miradas hacia el orador.
- Nos hemos decidido a hacer un mitin contra la muerte, cansados de sus arbitrariedades, ella es una caprichuda, les voy a leer una proclama de los Grupos de Acción Utópica: "Compañeros ¿sabían ustedes que las carpas, esos peces idiotas, viven vigorosas más de doscientos años mientras que el hombre, vanguardia de la evolución, muere mucho antes? ¿Que la cocodrila sigue poniendo huevos a los trescientos... ? Y bien, compañeros: ¿vamos a continuar permitiendo esas injusticias? ¡Claro que no, compañeros, vamos a cambiar ese absurdo plan de madre naturaleza y, para dejarnos de medias tintas y asumir una posición revolucionaria, decretamos la inmortalidad! ¡Nunca más la muerte! Sí, compañeros, seremos como dioses. Y los cementerios serán cosa del pasado, todo convertido en parque de eterno verde. ¡Inmortalidad o muerte! ¡Venceremos!"
Acabó de leer la proclama, bajó el orador sin mediar más palabra, había concluido el mitin en el cementerio, lentamente nos fuimos retirando tomados de la mano, de la cintura, de los hombros. Viejas fraternidades despertaban y nadie quería quedarse a solas porque la propia muerte iría de ronda por su cabeza.
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