Llegaron los turistas, arribaron ansiosos de mar, de sol, descanso, alejándose de la selva de cemento donde alternan sus días entre consumo, polución y nervios que parecen mechas de dinamita que se encienden hasta por
usuales “buenos días”, casi siempre deseados de la boca para afuera.
Se los ve tendidos como iguanas sobre la arena recalentada y cuando el sol afloja la tensión de sus rayos, muchos comienzan la tarea irresponsablemente pasatista que los arrastra hacia la caza compulsiva de almejas, acción
devastadora para la especie que lo único que hace es vivir encerrada en su propia valva.
(Casi orgullosamente encerrada, como tantos humanos)
-Triste la vida de la almeja, pienso. Condenada
ad eternum (o hasta que el hombre disponga lo contrario) a alternar sus días entre las aguas saladas y las arenas, ordenada, obediente, sumisa, aún ante el riesgo de
convertirse en un recuerdo pretérito.
Tanto habrán insistido en la idea de que su vida debe esquematizarse bajo la consigna “del mar a la arena, de la arena al mar” que omitieron el principio ineludible de la organización, el reclamo, la lucha por la propia
supervivencia.
El hombre, hecho a imagen y semejanza de algún dios, aunque según dicen, no supo interpretar la última parte de la obra y la adaptó a su manera, está depredando a esos moluscos bivalvos que cumplen a rajatablas el mandato.
(¿Se entenderá algún día que la endeblez de los débiles es el motor fundamental, posibilitador del crecimiento de los fuertes?)
Y así transcurren las almejas sus últimos momentos ignorando la inminencia de su propio extermino.
-Triste el destino de la almeja, sigo pesando. Rutinario su corto camino estéril que no la conducirá a ningún puerto seguro, apenas a su propio agujero arenoso.
Continuará el viaje atemporal del molusco rumbo al pozo oscuro hasta que la irresponsabilidad –propia y ajena- decida lo contrario.
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