Quiero que los amigos pregunten: “Luigi Luscenti, ¿es que ha engordado de pronto?” Yo les contestaré con orgullo: “No he engordado. Es mi esposa que me cubre con su preciosa piel. La que me ama, la que me satisface en todo y ahora la llevo conmigo”.
1
El ardor de estómago despertó a Luigi Luscenti a las tres de la mañana. Fue al baño, hizo gárgaras con bicarbonato y se miró al espejo; rostro envejecido, con profundas ojeras. Por encima del doloroso sentimiento de ansiedad
que apenas lo dejaba dormir desde una semana atrás, volvió a sentir lo que llamaba el “júbilo sordo”: un sentimiento de alegría, que llegaba y se marchaba sin lógica ni motivo aparente. El anarquista lo definía como “El
combustible de la personalidad”
En la cocina, bebió un vaso de leche con miel y abrió con sigilo la puerta del dormitorio. Sobre la cama matrimonial dormía su esposa, la ratona Miñajapa. Boca arriba, las fauces apenas abiertas; las patas traseras y
delanteras encogidas, de tal modo que las garras quedaran a la altura del pecho y las caderas. Un erótico vientre, de color gris pálido, subía y bajaba con la respiración. El anarquista cerró la puerta con cuidado y se
dirigió al laboratorio.
En la retorta central, que ocupaba la mitad de la mesa, hervía una mezcla de azufre y mercurio. Por un largo tubo se deslizaba el producto de la destilación: un líquido espeso y verde, que caía gota a gota en el interior de
un vaso. La mezcla del recipiente central, mostraba un núcleo fosforescente rodeado de espuma verdosa. Luigi apuntó detalles de la coloración y la textura en un bloc de notas.
Doña Encarnación Negra, la anciana que iniciara a Luscenti en la trasmutación de metales, aseguraba que aquella fusión, mantenida durante setenta días, era la base de un potente filtro de amor. Por el aspecto de la mezcla,
quizá en minutos, a más tardar en una hora completa, el filtro estaría dispuesto para su uso.
El anarquista sintió que la vida, el destino, o lo que fuera, volvían a mostrar un rostro favorable; Miñajapa se encontraba a su lado. Reconocía que ya no era la hembra dócil, entregada sin condiciones con la que se casara,
pero él la moldearía como un artesano para que todo volviera a ser como antes. Cumpliendo su palabra, el doctor Petrov la había entregado luego de rescatarla del apartamento del General Anaya. Luscenti odiaba al militar,
pero por el momento debía contener el deseo de venganza. Anaya era el hombre más fuerte del gobierno, y quizá le llevara tiempo encontrar la oportunidad de golpear para destruirlo.
Luigi estaba convencido de haber cumplido con creces la parte del trato exigida por Petrov. Luego de la bomba en el hospital clandestino de Eunuperia, lograron secuestrar al único paciente, el escritor unicornio, que llegó
al médico sin un rasguño, a pesar de encontrarse en estado de coma profundo.
A los tres días, Luscenti recibió un nuevo llamado de Petrov. Los chamanes de Eunuperia lo asediaban; pretendían recuperar al escritor. Necesitamos simular la muerte del unicornio, afirmó el médico. Sé que no es una solución
definitiva; no terminará con las sospechas de la organización, pero la sorpresa los detendrá por un tiempo. Dudarán, discutirán entre ellos. En tanto, podré buscar la forma de despertar al paciente del coma en que se
encuentra.
En un complicado juego de intercambios de favores, propio de los jerarcas de aquella dictadura, Luscenti recurrió al presidente de una empresa llamada “Laboratorio de Opiniones”. Se ocupaban de presentar a la población
noticias falsas con el aspecto de reales. La compañía era una de las mejores y trabajaba para el gobierno militar. Mantenía importantes diferencias con Eunuperia, por lo accedieron a la propuesta del anarquista. En un marco
de confidencialidad absoluta, organizaron el entierro, guiaron la filmación y difundieron en todo el país la noticia de la muerte del escritor.
El orgullo de Luscenti crecía cuando recordaba la maniobra con la que simuló en la tumba el cuerpo del unicornio. En un principio pensó en recurrir a la propia empresa; entre sus actividades se encargaba de diseñar falsos
cadáveres, utilizando cera y otros elementos orgánicos con la capacidad de disolverse en la tierra. En este caso, ese recurso no serviría. Los miembros de Eunuperia abrirían la tumba y cotejarían el ADN del cuerpo con el del
escritor. Convencido del axioma contemporáneo por el cual “la información es poder”, Luscenti descubrió un detalle al que nadie había prestado atención: El padre del unicornio había muerto diez años atrás. Agobiado por
deudas y por una vida sórdida, se disparó en la cabeza. Un artículo olvidado de un diario local, redactado cuando el escritor publicara sus primeras obras, aseguraba que el progenitor también era un unicornio. El cuerpo
yacía en un cementerio abandonado al sur de la ciudad. No fue difícil a Luscenti obtener permisos para excavar la tumba y retirar el cofre. Tanto él como sus hombres más cercanos, constataron que en vez de huesos y restos
humanos, el ataúd contenía numerosos enjambres de cucarachas con un largo cuerno.
Los libros de la Eunuperia original que describían la tradición de los unicornios, afirmaban que al morir uno de ellos, lo que se descompone en forma convencional es la cripsis de la primera infancia. Habiendo desaparecido
la cobertura de hombre, el cuerpo de la bestia se convertía en una sustancia pegajosa con grandes cantidades de azufre y mercurio que permanecería inalterable durante largo tiempo. Los textos agregaban que el cadáver podía
transformarse en cantidad de cosas: rosas voladoras, insectos exóticos o brumas extrañas que surgirían de la tierra mortuoria.
Un manuscrito del siglo IX mencionaba extraños fenómenos en la tumba de un unicornio; a los diez años de su muerte, bandadas de palomas blancas surgieron día y noche del sepulcro No eran aves normales, ya que tenían cuernos
en sus frentes. El camposanto donde enterraran al animal, estaba en una zona muy pobre. Aquellas aves eran mansas, y resultaba fácil cazarlas, por lo que muchos habitantes comieron de su carne. Agregaba el texto que apenas
lo hacían, una luz intensa que surgía del cielo, los iluminaba y unos segundos después desaparecían en forma misteriosa . Ante esto, las autoridades prohibieron el consumo de aquellas aves, pero el hambre hizo que muchos
desafiaran la amenaza. Entonces, el llamado “Rapto celeste” se multiplicó en las clases más bajas. El fenómeno se mantuvo durante tres años, luego de los cuales las palomas dejaron de surgir de la tumba y nunca regresaron.
Ya en los archivos de la actual Eunuperia a la que Luigi Luscenti tenía acceso, se hablaba de un Camahueto o unicornio procedente de la isla de Chiloé, que fuera acribillado en un supuesto enfrentamiento con el ejército. A
los pocos días de su muerte, resucitó en forma espontánea con el aspecto de un toro enorme, capaz de romper la madera del cofre y levantar la tierra para escapar. Como esto ocurriera en una zona de desierto, el animal,
corrió una gran distancia, hasta llegar a un pequeño pueblo al que asoló reclamando una joven virgen para convertirla en su “vaca chilota”. Lo mataron con una espada especial. Antes de hundirla en el corazón de la bestia, el
sacerdote del pueblo la ofreció a San Jorge en una misa.
Los chamanes de Eunuperia exhumarían la tumba para investigar los restos. Las cucarachas que habían reemplazado el cuerpo, serían una de las tantas manifestaciones extrañas que rodeaban la muerte de las bestias. Los informes
actuales sobre los unicornios, afirmaban que el ADN también se alteraba levemente luego de la muerte. De ese modo, las diferencias que pudieran encontrar entre un padre y un hijo en el código genético, entrarían en las
generales de la ley.
Una súbita explosión del líquido que bullía en la retorta, sacó al anarquista de sus pensamientos. La solución mostraba un núcleo verdoso y fosforescente y en los costados vibraba una espuma morada.
Rostro torcido, piel tersa a pesar de la edad y un forúnculo en el entrecejo que no dejaba de supurar pus lechoso y pegajoso. Para brindar explicaciones, Doña Encarnación Negra se montaba en una tarima construida con huesos
de Alcatraces: pájaros míticos extinguidos. Detrás de ella, María la Judía, antigua alquimista que viviera en Alejandría, sonreía desde el retrato. La voz de la bruja era cascada, pero el tono se mantenía firme, lleno de
convicción.
“Cuando veas que el dragón ha llegado al centro y lo rodean ríos de sangre, deberás tomar un cuarto de pinta de la solución, ponerla en un frasquito, acercarte a la mujer amada y procurar que la huela. De ese modo, la dama
que hasta ahora te quitaba el sueño, no dormirá pensando en ti. A los pocos segundos de haber olido la solución, escucharás de sus labios las palabras: “ordéname y te obedeceré”.
Luscenti volvió a examinar la retorta. Allí estaba el dragón. A su alrededor palpitaban líneas rojas: los ríos de sangre que mencionara la adivina. El anarquista se apartó ante una segunda explosión de la mezcla que hizo
vibrar las paredes de vidrio. La fórmula estaba cumplida. Luscenti se cubrió la boca con un barbijo, abrió la retorta , tomó una pequeña porción, comprobó que fueran cuatro gramos y la depositó en un pequeño frasco al que
cerró con rapidez para no oler el aroma picante e intenso.
Volvió a asomarse al dormitorio; Miñajapa no había despertado. Se acercó a ella y la miró con atención. Los bigotes de la ratona vibraban con el sueño. Le bastaría pasar la mezcla debajo del hocico para que volviera a ser la
hembra sumisa con la que se casara siete años atrás.
2
Los labios del doctor Petrov tenían gusto a fresa; más precisamente a la variedad propia del mundo de los Ratones Azules, que dejaba en el fondo del paladar un una mezcla de vainilla con un dejo agrio. La Ratona Miñajapa
respondía con pasión al beso del médico. El aspecto elegante y serio de Petrov no deaba sospechar que ocultara en su lengua esa sazón enloquecida y revoltosa que la devolvía a la infancia.
El ósculo duró media hora o más. Al separarse, los amantes descubrieron el cielo azul que los cubría; el calor del sol y la brisa suave que parecía acunarlos.
“Juro que el mundo estaba en orden antes de ese beso”.
La voz de Petrov no era la misma que Miñajapa escuchara la primera vez: un tanto chillona, con cierta dificultad para pronunciar las eses. En esa tarde perfecta, resonaba con profundidad y llegaba hasta el centro del pecho
de la ratona, donde vibraba con una extraña cosquilla.
“Nos queda la imaginación para perfeccionarlo todo”
La playa y las palmeras se transformaron en la sala del apartamento. La ventana del piso trece estaba abierta.
“¿Recuerdas? Todo era eterno mientras lo esperabas…”
Miñajapa sabía lo que iba a ocurrir: ella y Petrov proyectarían sus dobles que se arrojarían desde el balcón riendo, llorando; sumiéndose en el éxtasis del vacío.
Con lentitud, el médico quitó a la ratona el camisón de puntillas. Celeste con vivos blancos, confeccionado con un rayón especial que sólo se producía en el Mundo de los Ratones. Las manos de Petrov eran enormes y fuertes.
Miñajapa no las hubiera creído capaz de aquella suavidad. Cuando acababa de desabrochar el último botón, un olor intenso, picante y a la vez dulce, entró por el delicado hocico de la ratona y la obligó a toser. Quiso
controlarse, pero el aroma la llevaba a estornudar y cuando lo hizo, las gotas cayeron sobre el rostro de Petrov como residuos de aceite hirviente El médico se apartó y se llevó las manos a la cara. Miñajapa escuchó la voz
deformada.
“¡De tanto extrañar, nos fuimos haciendo tarde…!”
El rostro del médico se transformó en el de su esposo, Luigi Luscenti. Miñajapa terminó de abrocharse el fino camisón para que no exhibir sus pequeñas ubres, cinco en cada pecho; rosadas, turgentes y sin pezones.
3
Luigi Luscenti pasaba por la nariz de su esposa un frasco con una sustancia verde que despedía nubes de humo con un vago olor a vómito. Miñajapa tuvo una arcada.
Como parte de un comportamiento instintivo, que los Ratones Azules sólo mostraban ante los hombres, Miñajapa levantó sus garras, las apuntó contra Luscenti y lanzó por el costado de su boca un sonido efervescente, como el de
los gatos cuando amenazan.
Demasiado sutil para su personalidad pragmática, el anarquista no advirtió los destellos flamígeros en el ojo izquierdo de Miñajapa ni la lágrima que brillaba en el derecho. El núcleo principal de la locura ya había sido
conjurado por el doctor Petrov y ahora la ratona se limitó a mirarlo jadeando, con expresión acosada.
―Me acerco a ti porque eres mi esposa ―explicó el anarquista ― Tengo el derecho de hacerlo. Los juristas lo llaman “mérito marital”. No sé si entre los ratones existe, pero entre nosotros, los humanos, es una potestad que se
le otorga al hombre.
Al ver que el hombre extendía las manos, Miñajapa se apartó con rapidez al otro extremo de la cama.
―¿Qué quieres, Luigi? Dime lo que quieres…
― Lo que quiero es muy simple. Hemos sido felices, Miñajapa. Sé que puedo hablar en nombre de ambos. Nuestros mejores momentos fueron cuando te llevaba a todas partes como el forro de mi chaqueta. Sé que tú también
disfrutabas; te quedabas quieta; emitías tus feromonas como parte de la locura de amor inmóvil que sentías hacia mí; te gustaba abrigarme y enloquecerme; ser mi forro; mi adorable forro. Nunca te lo dije pero cuando te
fuiste estuve a punto de cometer una locura. Casi me vuelo la cabeza, Miñajapa. Sin ti, la vida no tiene sentido. Precisamente porque te quiero me enloqueció de rabia saber que retozabas con ese ratón del coño. Luego
perdiste el control cuando por accidente se destrozó el gusano que tu compañero llevaba en el cerebro. Yo ajusté el tuyo para que no sufrieras, para sacarte del shock. La delgadez que tomó tu cuerpo, me inspiró la formidable
locura que nos unió definitivamente. Que vivas en mi chaqueta como forro. Ahora, como tu marido, reclamo mi propiedad. Quiero otra vez llevarte conmigo a todas partes, sentir el calor de tu piel en mi espalda y mis brazos.
Quiero que los amigos pregunten: “Luigi Luscenti, ¿es que ha engordado de pronto?” Yo les contestaré con orgullo: “No he engordado. Es mi esposa que me cubre con su preciosa piel. La que me ama, la que me satisface en todo y
ahora la llevo conmigo”. Anhelo ver las expresiones de envidia ante los pelos de tus patas y tu lomo asomando por debajo de la tela.
Miñajapa escuchó a su marido con la cabeza a medias oculta por la sábana. Cuando el hombre terminó, preguntó con un tono que parecía preocupado.
―¿Cómo te pensabas suicidar?
―Me dispararía en la cabeza con la pistola de mi abuelo.
Sin dejar de mirar a Luscenti, la ratona estiró la garra derecha hacia la mesa de luz, abrió la gaveta y sin vacilar tomó la pistola con la que un par de días antes, el anarquista pensaba dispararse en el cráneo. Miñajapa la
empuñó con firmeza y apuntó a la cabeza de Luigi Luscenti.
―¿Qué haces con eso? Yo la había guardado bajo llave.
―Conmigo no te sirve ningún recaudo, Luigi. Si quieres puedo ayudarte a completar lo que no te animaste a hacer.
―No entiendo… ¡dame esa pistola!. ¿Cuándo la tomaste?
El ojo izquierdo de la ratona actuaba como una mira perfecta; descomponía el rostro del anarquista en una cuadrícula que permitiría a Miñajapa elegir un punto preciso del entrecejo. Al entrar por allí, la bala tendría una
trayectoria apenas ascendente, haría un boquete de varios centímetros de diámetro y al salir arrastraría junto con los sesos una buena porción del cráneo.
Luigi Luscenti lanzó una risa nerviosa.
―Es una broma. Me estás haciendo una broma. Por un momento lo creí. Entiendo que la pistola no está cargada. No sabes cómo ponerle balas.
La ratona disparó. El proyectil pasó por el costado de la cabeza del anarquista; chamuscó algunos cabellos y se insertó en la pared opuesta. Luscenti se puso pálido.
―¡Miñajapa! ¿Qué estás haciendo? Podrías haberme matado
―¿Y tú no pensaste que podrías haberme matado a mí cuando manipulaste mi Rey?
―¿Tu Rey…? ¡Ah!, te refieres al gusano… Insisto. Se trató de una reacción desmedida de mi parte, lo reconozco, pero de allí te convertiste en el forro de mi chaqueta y fue algo que disfrutamos los dos…
Miñajapa volvió a apretar el gatillo. Esta vez la bala rozó el otro lado de la cabeza de Luigi Luscenti. Ahora el cabello del hombre simulaba un perfecto par de cuernos. El anarquista había perdido la sangre fría y miraba a
su esposa con terror.
―¿Quién te dijo que yo gocé con eso? ― preguntó Miñajapa ― ¿De dónde lo sacaste?
El rostro de Luigi Luscenti estaba blanco.
―La mayoría…
― ¿Qué mayoría, Luigi? ¿Qué dices?
―La mayoría silenciosa.
―Sigo sin entenderte.
―La mayoría silenciosa. Si nadie se queja es porque le gusta… Tú no decías nada y yo gozaba. Entonces te gustaba. No lo puedes negar.
―Yo no podía hablar para quejarme. Habías congelado mi Rey. Lo enganchaste a las paredes de mi cráneo.
Miñajapa levantó la pistola a la altura de su cabeza. Luigi observó que los nudillos se blanqueaban apretando el gatillo.
―Miñajapa, no me vas a matar. No importa lo que haya ocurrido. Tú te casaste enamorada. El amor lo puede todo. Volvamos a ser felices.
La ratona advirtió que el anarquista encogía las piernas. Estaba a punto de arrodillarse. En ese momento la locura pasó de su ojo izquierdo al derecho. El ojo que lloraba. Con eso, la demencia llegó del dolor, no del
cálculo. Con ese ojo, sólo podía ver la imagen de Petrov. Sólo podía recordar el beso que el médico chamán le diera en sueños. La sensación triunfal que le producía ver a Luigi Luscenti casi arrodillado frente a ella, se
completaba con la expectación del goce que le esperaba junto a Petrov.
―Miñajapa, por los momentos de felicidad que podamos haber tenido. Te doy mi palabra de anarquista que si dejas la pistola no tomaré ninguna represalia. Que todo volverá a ser como antes. Haremos lo que tú quieras. Si no
deseas ser el forro de mi chaqueta, no lo serás…
De pronto la ratona bajó la pistola y con una tranquilidad absoluta volvió a guardarla en el cajón de la mesa de luz.
―Sé que después de esto y de lo que te diga querrás matarme. Pero no me importa. No podremos volver a ser felices, Luigi.
El anarquista miró a su esposa sin poder creer que abandonara la pistola. Se acercó a ella y se sentó en la cama. Los cabellos alrededor de los surcos que las balas trazaran en su cráneo, se habían erizado. Le daban el
aspecto de un antiguo y decrépito demonio.
―Miñajapa. El último que me apuntó con una pistola descansa tres metros bajo tierra ―abrió las manos y las acercó a su esposa ― Ves que no tomo represalias. Ves que contigo no puedo ser rencoroso. Cuando te secuestró el
general Anaya, creí que moriría. Nunca sentí esto por una mujer. No toleraría que te vayas otra vez. Insisto. Creo que podemos volver a ser felices.
Miñajapa dejó que Luscenti pase el dedo índice por sus bigotes; que ensaye la caricia rápida y suave sobre su hocico; ese gesto alguna vez la había enloquecido. Lo miró con un esbozo de sonrisa y negó con la cabeza.
―No, Luigi. Estás equivocado.
―¿En qué estoy equivocado, mi amada?
―No podemos volver a ser felices. Yo amo a otro.
―¿Qué estas diciendo?
Las fantasías de Miñajapa se concentraban en un solo punto: el rostro de Petrov. A pesar del retroceso del desquicio, el ojo izquierdo conservaba las facultades que proveyera la locura; era capaz de observar plenamente el
futuro.
―Te dije que amo a otro.
―¿Que amas a otro? Imposible. Yo fui tu primer y único hombre.
La ratona recordaba el sueño con la nitidez de la realidad. Por alguna razón, la convicción de la vieja cultura de los unicornios se había adueñado de ella. El mundo era un sueño y a la vez, lo que ocurría en los sueños era
la realidad.
―Amo al doctor Petrov, Luigi. Él me ha besado como nunca lo hiciste tú. Él me confesó que también me amaba. Dijo la frase: Juro que el mundo estaba en orden antes de ese beso. El me juró amor. Me dijo que viviera contigo
durante un tiempo para salvar las apariencias. Me espera en su mansión, donde está construyendo un nido para los dos.
Mientras Miñajapa hablaba, Luscenti sonreía. Un rictus rígido torció su cara. El ojo izquierdo de la ratona conservaba la capacidad profética. El futuro desfiló como una película frente a la pupila.
Luscenti la tomaría de las patas delanteras y con el cuerpo bloquearía las traseras para inmovilizarla. Luego apretaría su cuello para asfixiarla un momento; casi inconsciente, la pondría boca abajo para abrir la fontanela y
extraer el Rey, la larva pegajosa que constituía el núcleo del ser de la ratona. Del cercano laboratorio recogería tres broches, sujetaría al gusano del borde interno del cráneo y otra vez el cuerpo de la ratona se
adelgazaría para cumplir las funciones de forro. El anarquista, vestido con la chaqueta, volvería al laboratorio y con un bate de béisbol golpearía ferozmente la retorta en la que hervía la mezcla de azufre y mercurio; la
que utilizara como base para el filtro de amor. Al romper el recipiente, la mezcla, muy inflamable, caería sobre el fuego. Un incendio súbito que haría arder todo el apartamento y las llamas se trasladarían al resto del
edificio. Las noticias de la tarde anunciarían que los muertos llegaban a treinta y seguían subiendo.
Antes que el incendio se propague, Luscenti tendría tiempo de salir al garaje, subir a su automóvil y dirigirse a la sede clandestina de Eunuperia. Al golpear, una voz iniciaría el largo parlamento dirigido a los
desconocidos que llegaban al edificio.
― ¿Quién osa alterar los arcanos de los sabios que meditan…?
― Marlene Dietrich ― Conocedor de la contraseña, el anarquista se apresurará a pronunciarla. Del otro lado le abrirán.
― Mi nombre es Luigi Luscenti y necesito ver con urgencia al Doble Ciego.
Corridas, avisos. Dos hombres armados se pondrán uno a cada lado del recién llegado. Lo chequearán de armas y no encontrarán nada. Al rato, un enfermero musitará algo en el oído del vigilante de la entrada.
―Tiene suerte, Luscenti. El Doble ciego ha decidido recibirlo ahora.
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