La ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015, la escritora y periodista bielorrusa Svetlana
Aleksijevitj, dio su discurso el lunes 7 de este mes a las 17:30 (hora sueca). Era una tarde
fría y oscura típica del invierno estocolmense, soplaba el viento algo fuerte. Y entre las
callejuelas de la ciudad vieja alrededor del majestuoso edificio de la Bolsa, donde se
encuentra la Academia Sueca, se percibía un ambiente navideño.
Llegué al local media hora antes para coger un buen puesto. A unos 30 metros del recinto
habían dos vehículos policiales. Me acerqué a la puerta de entrada, me identifiqué y subí las
gradas hacia la guardarropía. Me saqué la chaqueta e inmediatamente me advirtieron que no
podía entrar con el pequeño maletín de cuero que llevaba. Ya van muchísimos años que asisto a
este solemne acto, y nunca ocurrió algo parecido anteriormente. En fin, saqué el contenido del
maletín: mi cámara fotográfica, un cuaderno y un bolígrafo. Y me marché al famoso salón, en
donde un nutrido público esperaba a la galardonada con el Premio. Me instalé en un lugar
relativamente cerca de la tarima, ahí sentado conversaba con un amigo. De pronto entraron los
miembros de la Academia Sueca, se sentaron en sus respectivas sillas y un silencio absoluto se
apoderó del salón. Sara Danius, la flamante secretaria de la Academia, se dirigió hacia la
tarima, y desde allí dijo: “Señoras y señores, bienvenidos a la Academia Sueca. Hace
exactamente dos meses, en este salón, se reunieron muchos periodistas para saber quién iba a
ganar el Premio Nobel de Literatura. Ese día cuando mencioné la palabra Bielorrusia, muchos
aplaudieron y exclamaron de felicidad. Deseaban saber más sobre Svetlana Aleksijevitj, y me
preguntaban muchas cosas. Al cabo de casi tres horas, cuando terminó el acto, me di cuenta que
esas preguntas involucraban, de alguna manera, al hombre rojo y a las subidas y caídas del
hombre soviético. El imperio del hombre rojo se ha terminado. El gran experimento, que duró
siete décadas, se fue al tacho. Y el hombre rojo se ha sustituido, gradualmente, con otro
hombre que aún no sabemos como se llama. Aleksijevitj ha conversado con muchas personas para
escuchar sus historias. Se trata de gente que no hubiera existido en la historia, si
Aleksijevitj no hubiera escrito sobre ellos, sobre esas mujeres que lucharon en la Segunda
Guerra Mundial. ¿Qué sabíamos de ellas?”. Y así continuó Danius durante unos 20 minutos. En
realidad, me sorprendió un poco esa larga introducción, ya que los anteriores secretarios no
hablaban más de 10 minutos.
Cuando Aleksijevitj tomó posición en el lugar indicado, empezó su discurso en ruso diciendo:
“No estoy sola en esta tarima. A mi alrededor hay voces, cientos de voces que siempre están
conmigo desde mi niñez. Yo vivía en una aldea y, a nosotros los niños, nos gustaba jugar, pero
en las tardes nos jalaban como con un imán hacia los sillones donde estaban sentadas las
viejas cansadas, y se reunían cerca de sus casas o cabañas. Ninguna de ellas tenía marido,
padre o hermanos. No habían hombres en la aldea después de la guerra, me acuerdo bien”.
El público trataba de seguirla leyendo el folleto que habían repartido al principio, pero me
di cuenta que mucha gente eligió escuchar las palabras que salían de su boca. El discurso de
Aleksijevitj estaba compuesto de diferentes partes: voces que narran historias, las
experiencias y entrevistas que hizo entre los años 1980-1985 y 1989-1997.
La primera voz que se manifiesta es un soldado que, en plena guerra, pide la mano a una mujer
que también luchaba en la guerra y que, en cierto modo, se había olvidado de ser mujer. Cuando
conversa con su admirador le dice: “... primero tienes que hacerme mujer, regalarme flores,
decirme palabras cariñosas y cuando toques las fibras de mi ser, haré coser un vestido de
novia”.
La segunda voz se trata de Chernóbil. Una mujer cuenta: "vivíamos cerca del reactor nuclear en
Chernóbil, allí trabajaba como panadera. Mi esposo era bombero, y recién nos habíamos casado.
Acostumbrábamos a pasear de la mano. Justo ese día que explotó el reactor, mi esposo estaba
trabajando de turno en la estación de bomberos. Y cuando tocó la alarma, partieron allí los que
estaban de turno. Se fueron en camisas y con ropa normal y corriente. Toda la noche trabajaron
tratando de apagar el incendio. Y con esas dosis de radiactividad a la que fueron expuestos,
no se puede sobrevivir. Al día siguiente por la mañana los enviaron, en avión, a Moscú. Yo
viajé para visitarlo, y cuando estaba en el hospital me dijeron que se encontraba en una caja
especial. Me preguntaron ¿Qué vas hacer allí? Lo amo, les dije. Ya no es una persona a la que
se puede amar, me contestaron”.
La tercera voz describe a un niño que mató a un alemán cuando tenía 10 años: "... aquel alemán
estaba echado en el suelo herido. Me habían dicho que le quite la pistola. Entonces corrí
hacia él, pero el alemán cogió la pistola con las dos manos y apuntó contra mi rostro. Pero no
fue él, que alcanzó primero, fui yo. No me asusté de haberlo matado".
La escritora bielorrusa habló de una manera contundente, y creo que ante sus palabras todos
quedan consternados. Cuando por ejemplo dice: "´... he vivido en un país, en donde desde que
éramos pequeños nos enseñaron a matar. Nos decían, el hombre existe para arder y para
sacrificarse. Crecimos entre verdugos y víctimas. Nuestros padres vivían con temor, por eso no
nos contaban todo. Hace 20 años despedimos al imperio rojo con maldiciones y lágrimas. Hoy
tenemos una nueva generación que tiene otra visión del mundo, pero muchos jóvenes leen
nuevamente a Marx y a Lenin. No existe el imperio rojo, pero el hombre rojo aún está presente.
Hay muchos idealistas y románticos. Hoy en día, a esos, se los llama: románticos de la
esclavitud o esclavos de la utopía. La gente quiso establecer el reino de los cielos en la
Tierra, el paraíso terrenal. Y al final sólo quedó un mar de sangre y millones de vidas
destrozadas por nada".
Sin lugar a dudas que la autora de “La guerra no tiene nombre de mujer”, ha sabido escuchar
historias que le han perseguido durante 40 años. De ese modo se convirtió en la voz de los sin
voces. Son precisamente esas voces clamorosas las que le sirvieron para incursionar en una
literatura de no ficción, creando así un nuevo género literario. El sufrimiento, el desamor,
la muerte, la lucha de los soldados y de las mujeres rusas en la Segunda Guerra Mundial, la
explosión nuclear en Chernóbil, la guerra de Afganistán y las vivencias en el comunismo
soviético son temáticas de mucha importancia en su obra. Svetlana Aleksijevitj es una mujer de
mucho coraje, porque escribe y habla sobre acontecimientos que muchos desearían enterrarlos
bajo mil metros. Después de haber conocido que el Premio Nobel de Literatura recayó en su
persona, la entrevistaron en Minsk, capital de Bielorrusia, en donde dijo: “...respeto el
mundo ruso de la literatura y la ciencia, pero no el mundo ruso de Stalin y de Putin”.
Palabras de mucha valentía, tomando en cuenta el destino que sufrió la periodista rusa Anna Politkóvskaya. Como buena conocedora de la verdad, es una voz crítica ante los sistemas
totalitarios. Quizá por eso fue acosada por el régimen del presidente bielorruso, Aleksander
Lukashenko. También fue culpada por mostrar a la antigua Unión Soviética de una manera “poco
heroica”. Pero muy lejos de todo tipo de acusaciones, sus libros son de denuncia por encima
del poder. Son libros que forman parte de un gran mural, en donde cada centímetro cuadrado
está cubierto por historias verídicas que sacan lágrimas a cualquier ser humano.
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