Buena parte de la humanidad vive en un continuo retroceso. Las patologías del miedo y la
desesperación anidan en el corazón de muchos ciudadanos. La alegría de vivir ha dado paso a la
preocupación y de qué galopante manera. Deberíamos tener mayor coraje para decir ¡no! a los
irresponsables gobiernos que, en lugar de amar a su pueblo, son devotos de una antiestética
economía de exclusión. La cuestión es que cada día son más los seres humanos explotados y,
posteriormente, tratados como especie de desecho. ¿Para qué queremos tantas leyes si después
no las hacemos valer?. Hay una sociedad humana a la que no se le permite avanzar, son los
marginales, aquellos que nadie quiere ni encontrárselos en la esquina. Nos sobran. Deberíamos
tener la sensatez de rectificar y corregir los muchos errores sembrados, pues al fin no sólo
hay que ser eficientes, también hay que ser honestos, en parte para estar en paz con nosotros
mismos.
Por desgracia, el ser humano se ha perdido el respeto así mismo, acrecentando todos los
vicios. Esta es la dura realidad, propiciada por gobernantes a los que les mueve únicamente el
dinero en vez de las personas. Es otra irresponsabilidad acentuada por los diversos gobiernos
del planeta, a los que además de faltarles humildad para poder rectificar, llegan a sentirse
dueños y no servidores de la ciudadanía, a la que suelen engañar con verbos fáciles y
doctrinas que enganchan. Esto pasa cuando el ser humano pierde la grandeza de su conciencia y
se viste de orgullo, lo que nos inspira tanta envidia como destrucción. Sin duda, muchos
desastres no ocurrirían y se podrían salvar muchas vidas y medios de vida si hubiera más
conciencia pública de todos para con todos. Por eso, no me sirven la colección de principios
que nos hemos dado, si luego no ponemos en valor la ética de las responsabilidades, el
compromiso de cada uno por el bienestar de nuestros análogos.
Así que cada ciudadano, mujer u hombre, que asume responsabilidades de gobierno ha de
plantearse, a mi juicio, tres interrogantes: ¿yo que formo parte de esta ciudadanía en
realidad me amo y les amo? ¿Y si los amo, los amo a todos sin descartes para servirles tanto
colectivamente como individualmente? ¿Y, además, he optado por la modestia como abecedario de
escucha responsable?. Si esto no se lo pregunta el político de turno, mejor dejaría de serlo,
pues, la política no se entiende de otro modo, nada más que como servicio al bien colectivo,
quizás la forma más alta de humanizarse. Por consiguiente, la mejor estética de buen gobierno
siempre estará ligada a la madurez, a la seriedad, a la opción responsable del interés
general. El caso de la incertidumbre política actual de España puede llegar a ser un claro
ejemplo de esa falta de conciencia generosa. De momento, todo marcha según los parámetros
constitucionalistas. El Partido más votado ha comenzado a ejercer su responsabilidad de formar
gobierno. Veremos quienes son los que fallan. Desde luego, no sería a mi manera de ver, un
acto de madurez democrática, volver a convocar a los electores a votar. Los electores ya han
dicho lo que tenían que decir. Ahora, pónganse con toda la prudencia requerida, a tomar
acuerdos, por el bien de esa ciudadanía a la que dicen servir.
En efecto, el hecho de reivindicar la responsabilidad como estética de buen gobierno, nos pone
en el camino de una cultura del encuentro y de la relación de convivencia, lo que nos daría
efectivamente una mayor alegría de vivir. En consecuencia, el futuro exige hoy la tarea de
activar el parlamento democrático, con una mayor vinculación moral, que acrecentaría la
responsabilidad social y profundamente solidaria. Un país crece cuando sus diversas opciones
políticas, culturales, científicas, religiosas, dialogan de manera constructiva. Sería necio
imaginar un porvenir democrático ensimismado en su propio partidismo, sin otra altura de
miras, que servirse de sus votantes. Por tanto, diálogo respetuoso, más diálogo considerado, y
crecidamente dialogo con los que hasta ahora no han tenido voz. Los gritos de los que piden
justicia hay que escucharlos para poder llegar, cuando menos: al consuelo, antes de ahorcarnos
con la estupidez del ordeno y mando.
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