Trasparentes, las caras, dejan muecas de rabia e impotencia sobre el vacío.
Impotentes, los gestos, permiten caer los brazos sobre un cansancio agudo de horas.
Agónicos, los ojos, deambulan por un aire con olor a cebolla amarga y a consuelo.
La voz no puede recobrar la memoria
ni redimir el abandono.
La muerte
ha ido dejando estelas confusas
que la distancia no consigue vencer,
y el dolor
asoma su nariz de bufo
por todos los rincones de las horas.
La carne abierta duele heridas de limón y azufre, rememora cataplasmas de mostaza líquida, siente
vinagres de púrpura encendida, destempla ilusiones que se derrumban en el tornasol de los días.
Y nada parece restituir la vida, que se escapa por los agujeros de la noche haciendo malabares de
dolor y miedo.
Lágrimas que rompen la línea
del horizonte claro, espacios
para recomponer la esfera imprecisa
donde la soledad
debe vestirse de colores eternos.
Nadie puede abatir al gigante sin ojos que se apodera de la carne.
Nadie derrotar al pavor del hueco.
Nadie contener el vuelo del águila sin cabeza que sigue picoteando la carne dulce.
Nadie...
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