Doña Perfecta vivía en un pueblo rural en una casería perdida entre los valles de los Picos de
Europa, en la zona oriental asturiana. Su casa era de gruesas paredes de piedra caliza con
tejado de lisa pizarra gris y balconeras de madera de roble con tallados celtas y cruces
cristianas.
En el interior de la casa destacaba una amplia sala cuadrada donde estaba la cocina de carbón
y, a su izquierda, había una puerta que daba acceso a dos habitaciones con muebles de hierro
forjado y pintadas de azul claro. A la derecha otra puerta daba a las dos habitaciones
restantes amuebladas con madera de castaño adornadas de múltiples figuras abstractas que
recordaban, en cierto sentido, a figuras mitológicas asturianas de sianes y trasgus. Un
pequeño cuarto, anexo a la cocina, servía como aseo aunque solo estaba compuesto por una
palangana de medianas proporciones y un trozo de jabón. La otra parte del cuarto de aseo
estaba en el exterior de la vivienda, era el retrete que se componía de varios tablones de
madera colocados en vertical y en horizontal dejando un pequeño hueco en el centro.
Apenas llegué a conocer a mi bisabuela Doña Perfecta pues murió cuando yo tenía cinco años
pero sé, por la gente mayor del pueblo y por mis padres, que tenía muchos jornaleros a su
cargo que trabajaban en su enorme caserío. Los vecinos del pueblo, en un principio, no la
querían ya que decían que más que jornaleros eran esclavos porque Doña Perfecta no les pagaba
ni siquiera lo suficiente para poder comer. Mi bisabuela, en aquella época, no era querida por
el pueblo aunque, eso sí, era muy devota, muy religiosa y practicante. Todos los días salía
muy temprano para ir a la iglesia a rezar.
Un día de crudo invierno salió, como todos los
días, para ir al templo a rezar sus oraciones y oír la santa misa. Había nevado mucho durante
la noche y soplaba un viento helador. Por eso iba muy abrigada Doña Perfecta.
Por el camino iba pensando que mandaría construir otro templo más cerca de su mansión para no
tener que soportar el crudo invierno. Se cruzó con varias personas pero no les hizo caso; ni
siquiera les saludó. Llevaba mucho frío y tenía prisa por llegar. Cuando se acercó a la puerta
de la iglesia, vio que estaba cerrada. Empujó con fuerza una y otra vez. Todo en vano. La
puerta estaba cerrada. No había llegado el sacerdote. Antes de darse por vencida, volvió a
empujar, esta vez con más fuerza y hasta un poco enfadada. Nada, la puerta seguía cerrada. Al
darse la vuelta se fijó que había un papel clavado en la puerta que decía: “Estoy en la
calle. Te has cruzado conmigo y no me has saludado".
Desde ese momento cayó en la cuenta y se hizo cristiana de verdad. Empezó a interesarse por la
vida de sus jornaleros, el escaso jornal que ganaban y lo mal que iban calzados y vestidos.
Inmediatamente les subió el sueldo a todos a más del doble de lo que ganaban al igual que a
las mujeres que la ayudaban en las labores del hogar y en el campo.
Comenzó a acercarse a los pobres del pueblo, a los ancianos y niños necesitados y a querer a
sus jornaleros hasta el punto que repartió sus tierras entre ellos. Ya no iba tanto a misa
pues estaba ocupada, casi todo el día, en ayudar a los demás dedicando, los últimos años de su
vida, en hacer todo lo que podía por el pueblo. Pasó de ser una persona odiada a ser querida y
estimada por todos sus vecinos.
Doña Perfecta fue la que, en los últimos años de su vida, costeó la traída del agua al pueblo,
el alcantarillado e incluso las primeras bombillas eléctricas corrieron de su cuenta. Dio
dinero para la construcción de una nueva escuela de dos pisos (la planta inferior para los
niños y la superior para las niñas) y la casa del maestro.
Cumplidos los noventa años una pulmonía acabó, en pocos días, con su vida. El funeral por Doña
Perfecta fue muy sencillo ya que así lo había dejado escrito en unas cuantas líneas a lápiz en
una cuartilla blanca. Solo admitía un ramo de flores en su funeral y nada de penas y sollozos
sino lecturas del Evangelio que denotaran la alegría de vivir y de encontrarse con Dios en el
más allá. También había indicado, en su breve manuscrito, que al final de su funeral dos
gaiteros tocasen el Asturias Patria Querida. Tampoco Doña Perfecta se olvidó de los pobres del
pueblo a los que les dejó asignados cinco mil pesetas que, por aquel entonces, era una
fortuna.
Se comenta en el pueblo que mi bisabuela murió casi arruinada pero feliz, pues había gastado
casi toda su fortuna en obras en beneficio de su aldea y de los demás. Pasó de ser la persona
más rica del pueblo a una de las más pobres de la misma manera que de ser la más odiada a la
más admirada y querida.
Hace unos años, el alcalde del pueblo inauguró una placa de mármol en su honor al lado del
parque de su querido pueblo de los Picos de Europa de Asturias. No faltó nadie el día de la
inauguración.
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