Cecilia se levantó como todos los días antes que el reloj diera las siete. No permitía que la
pereza la amarrara al calorcito de la cama.
Como un acto reflejo buscaba las pantuflas que deberían estar juntas, si no fuera porque la
perrita, cada noche, compartía la humilde habitación produciendo un desbande de objetos al
paso.
Prendió la radio, encendió la cocina para calentar el café, abrió la heladera, sacó la
manteca, la leche y lo que quedaba de dulce antes de ir a despertar a los niños con su más
tierna sonrisa.
Lo hacía todo automáticamente como si fuera una pieza mecánica programada para cumplir sus
tareas rutinarias. Sentía que su vida se había convertido en un ritual cotidiano carente de
matices y de brillo.
-Arriba mis campeoncitos, ordenaba suavemente Cecilia.
-Arriba que se hace tarde, abríguense que hace frío, decía mientras abría las ventanas
pensando que no veía la hora de que llegara el verano y abriera sus flores el jazmín del
Paraguay que tanto le recordaba su infancia.
-Un ratito más, pedía el más remolón mientras el otro, pícaramente, se hacía el dormido
esperando una actitud indulgente.
-Todos los días lo mismo, todos los días lunes, repetía Cecilia para sus adentros, allí donde
anidaba tanta tristeza.
La radio transmitía las noticias del día, la voz cautivante del periodista nunca difundía
alguna buena, comenzaba con la temperatura, la sensación térmica, la máxima del día, el estado
del tránsito, el cierre de la bolsa en Asia, algún nuevo asalto y asesinatos, otros crímenes
silenciados.
-Todos los días la misma historia, sólo cambian los nombres.
Desayunaba con los niños mayores, Lautaro, el más pequeño, todavía sin obligaciones,
continuaba danzando su sueño de angelitos y chupetines de frutilla en nubes de azúcar,
monstruos que escupen fuegos, se esconden y siempre le ganan a los buenos.
Como en la vida.
Hacía tiempo que Cecilia sentía algo muy extraño. No podía explicarlo y tampoco se atrevía a
comentarlo con nadie, no fuera cosa que la tomaran por loca.
La pesadilla sin sueño aparecía cuando los niños mayores no estaban en la casa y ella quedaba
sola con el más chico, la perrita y sus recuerdos.
Siempre le tuvo miedo a la locura, comenzó ese terror un día absurdamente trágico, cuando el
compañero no regresó del trabajo y nadie supo más de él por más que lo buscara
desesperadamente en aquella época en la que tanta gente lo hacía.
-Siento su voz que se acerca, su respiración, ese perfume extraño, decía tomándose la cara con
las manos presa del espanto ante lo inexplicable.
-Algo me dice que es él pero no puedo verlo, murmuraba presa de un terror que la obligaba a
refugiarse en la camita junto al niño aún dormido, para abrazarlo fuerte contra su pecho.
Era un rato nomás, un rato que duraba un siglo.
Un viernes como todos los viernes, los niños mayores se quedaron a dormir en casa de sus tíos.
Terminado el día como todos los días de Cecilia, acarició a la perrita, acostó al pequeño, lo
arropó vistiéndolo con besos y ternura antes de ir a bañarse para luego, desde su cama, ver la
película de la noche.
Nunca pasaba aquello a esa hora, pero al salir del baño envuelta en su bata comenzó a sentir
ese perfume extraño. Sintió la respiración acercándose, la voz que decía su nombre.
Cecilia llevó, como siempre, sus manos a la cara pretendiendo espantar esa cosa invisible que
parecía envolverla como nunca.
Un dolor fuerte en el pecho cortó su respiración, en tanto la otra, la tenebrosa, se hacía más
profunda.
Comenzó a sentir un frío que nunca había experimentado, la casa estaba cerrada, no había forma
de que el viento se colara…
Quiso ir hacia el teléfono pero algo lo impidió. Se le erizó la piel mientras el miedo
apretaba como nunca.
Desencajada sintió un impulso que la arrojó hacia la camita donde dormía Lautaro. Dos lágrimas
brotaron de sus ojos impidiéndole ver al pequeño.
Un tremendo ¡Nooo! rompió el silencio de la vivienda atravesando las paredes de las casas
vecinas. La perrita lanzó un aullido y se pegó al niño que seguía jugando con los angelitos.
-Lautaro, susurró Cecilia…
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