• Ricardo Iribarren

    La Agonía del Unicornio (37)

    El Ritual del Uranio

    por Ricardo Iribarren


“Escúchame. Ahora te convertirás en un monstruo. Yo te daré la espalda, contaré hasta ocho, es decir uno más que siete y cuando me vuelva, serás otro. Sorpréndeme. A ver si te conviertes en alguien deforme, en alguien azul o en alguien rubio.”

(Frase pronunciada por el Doctor Petrov a su imagen del espejo)


1
Desnudo por completo, el Doctor Petrov se detuvo frente al espejo y habló a la imagen.

“Hay quienes separan la realidad de las ilusiones que el espejo te brinda, pero nadie puede discernir si la contundencia ontológica de lo reflejado es la cierta, la precisa, o es una veleidad del reflejante. Tampoco podemos establecer si ambos somos proyecciones de un tercero que no se encuentra aquí. Un hombre extrapolado y unitario que por gracia, por simple gracia, decidiera subdividirse en este cuerpo sólido y en su imagen etérea…”

Más que por el contenido de las palabras, la reflexión del galeno tenía sentido por curiosas entonaciones de la voz: iniciaba las mismas en un tono alto, que descendía como buscando un profundo valle; luego ascendía con lentitud, encontrando otra cima y volviendo a caer. Con la repetición del párrafo, aparecieron en el rostro de la imagen vibraciones verticales que semejaban pequeñas y finas culebras reverberando junto a la figura desnuda del médico. Dicho fenómeno sólo se advertía en el reflejo.

“Eres un simio vestido de azul y con el rostro de un clown. Acariciador de las doncellas dormidas, la fuerza de tu carne se dirige a lo inerte, y en ello bebe como en un manantial. Puedo verte mientras recorres gritando como un energúmeno por las galerías repletas de podredumbre; necrófilo antiguo; tu lengua y tu sexo han aprendido a degustar los diferentes matices de la carroña humana y angélica.”

Petrov también repitió por tres veces estas palabras, hasta advertir que la imagen mostraba un rictus definido en las comisuras de la boca, lo que produjo en la barba un leve movimiento hacia atrás. El médico se acercó más al espejo y con la cara pegada al vidrio, volvió a hablar con tono grave.

“Escúchame. Ahora te convertirás en un monstruo. Yo te daré la espalda, contaré hasta ocho, es decir uno más que siete y cuando me vuelva, serás otro. Sorpréndeme. A ver si te conviertes en alguien deforme, en alguien azul o en alguien rubio.”

Al volverse, la imagen del espejo no imitó sus movimientos. Se limitó a mirar con desorientación y sorpresa. Pasados unos segundos, atravesó el azogue, caminó hacia Petrov y entró por la espalda del médico fundiéndose con él. Apenas lo hizo, el galeno rompió a bailar, sin música audible, con los ojos cerrados y moviéndose furioso a lo largo de la habitación.

2
El doctor Petrov sólo se desnudaba en contadas ocasiones; además del baño diario, en casos de rituales de extrema importancia como el que estaba por realizar. En un reportaje muy completo que le hiciera un canal de Francia, expuso los fundamentos de su reticencia para quitarse las prendas. Selva de Iquitos, treinta años atrás. Luna llena. Tercera noche de Ayahuasca. Ancianos chamanes, criaturas demoníacas y angélicas que descendían de los árboles rodearon al médico. Con un murmullo oscuro y apasionado, Petrov juró que en el resto de su vida renunciaría al cuerpo como objeto de placer en cualquiera de las formas en que se presentara.

Desde entonces, ya fuera la desnudez o la ropa que llevaba, sólo tenían un sentido ritual. Según la época del año y los requerimientos de la actividad, ajustaba debajo de los elegantes trajes de Armani o de Dior prendas de pelos de chiva que se clavaban en las carnes, cubriéndolas de laceraciones que solían infectarse. Muchas ceremonias sólo requerían desnudar partes del cuerpo y casi siempre bastaba con descalzarse. En los rituales más importantes, como el que estaba por efectuar, se exigía un despojamiento total de prendas, antes del inicio y hasta después del final.

Entre los numerosos enemigos de Petrov, se reclutaban algunos que fueran aprendices o acólitos de sus enseñanzas chamánicas y que tuvieron la oportunidad de verlo desnudo. Afirmaban que no era cierta la historia del sombrío voto en medio de la selva al que Petrov siempre hacía referencia. El cuerpo del galeno era horrible, y esa pretendida historia sería un pretexto para evitar exhibirlo.

Por una tenaz resistencia a la insulina que no respondía a los tratamientos tradicionales, el vientre de Petrov era demasiado abultado. Dada la delgadez del resto del tronco y de las piernas, los citados enemigos afirmaban que parecía una soga con un nudo en el centro. Uno de los apelativos con que lo conocía era “Nudo Gordiano”, haciendo referencia al lío de cuerdas, famoso en la antigüedad. Según la profecía, quien lograra desatarlo, dominaría el mundo. Al presentárselo a Alejandro Magno, el futuro conquistador se limitó a cortarlo al medio con su espada.

En la lejana formación que recibiera Petrov, también había aprendido a modular con la garganta la música que debía danzarse en los bailes rituales. Ahora los sonidos a veces atiplados, a veces guturales, surgían de su laringe, emulando una orquesta completa; por momentos, la voz se hacía ronca y reproducía instrumentos de cuerda, vientos y tambores.

Con la imagen del espejo dentro de su cuerpo, Petrov seguía danzando. Movimientos intensos, violentos. Al rato, la silueta cambió: el vientre se aplanó y recuperó la salud plena. Con los ojos cerrados, en una coreografía que exigía las manos hacia arriba, los dedos en dirección al cielo, el cuerpo del médico cobró una dimensión salvaje y con lentitud expresó una remota belleza. Las dimensiones y el aspecto se acercaba a lo que fuera el primer hombre: uno de los requisitos para cumplir con cualquier ceremonia que exigiera transformar el mundo.

3
El piso era firme; las paredes de ladrillo, sólidas; la argamasa rebosaba implacable por las juntas; el mobiliario estaba construido con una caoba pesada y rotunda. Las ventanas daban a un área del jardín y en la primavera llegaba por ellas una brisa con olor a aromos. Por encima de la aparente realidad, aquel sexto nivel de la biblioteca, era un grito contra la lógica; un aullido que proclamaba la súbita locura de los objetos.

Petrov nunca pudo precisar el momento en que ese espacio había crecido. El galeno usaba esta expresión, ya que a la génesis del lugar, según antiguas métodos de indagación, sería comparable a la de “una planta cuyas raíces se hundieran en el aire”. Petrov utilizaba un instrumento propio de los geólogos, al que apoyaba sobre las hojas del Libro sin Nombre. Luego de una complicada calibración y puesta a punto, había logrado enfocarlo al primero de los mundos paralelos situado debajo de la mansión. A través de una pantalla digital, el sofisticado aparato mostraba las construcciones que se encontraban en ese estrato inicial del inframundo. Los niveles de la biblioteca llegaba a cinco, como en la realidad de la parte superior. El sitio que debiera ocupar el sexto nivel, sólo mostraba el vacío. Sin embargo, cuando alguien se instalaba desnudo sobre las páginas abiertas del Libro, era conducido a esos sólidos, precisos e inexistentes ochenta metros cuadrados, donde ahora se debía celebrar el Ritual del Uranio.

El doctor Petrov dejó de bailar. Con el cuerpo renovado, ya podía invocar a los dioses. Cuando las entidades se mostraran, la ceremonia no podría ser interrumpida. El galeno caminó con lentitud hacia el sur de la habitación. Los elementos para el Ritual del Uranio eran abundantes. Petrov, amante de lo simple y escueto, consideraba a aquella liturgia barroca y excesiva.

El salón estaba dividido en dos por una larga cortina. Del lado donde el médico danzara, había tres espejos que casi llegaban hasta el techo. Al ocupar el doble el interior de su cuerpo, las superficies brillantes ya no lo reflejaban. Tres días le había llevado a Anselmo montar los estantes que cubrían las paredes. En ellos colocó con mucho cuidado pelos de conejo negro, toques de moco de tarántula, huesos de sapo entrelazados hasta llegar a un total de cinco mil cuatrocientos cincuenta y siete objetos diminutos. Ahora el médico debía revisarlos uno por uno. El trabajo del mayordomo había sido meticuloso y sólo a dos de ellos Petrov debió reorientar de norte a sur. Aquellos elementos no participarían en el ritual, pero se requería que “observaran” lo que ocurriría entre el uranio, la bella Mika y el escritor unicornio que yacía del otro lado de la cortina, sumergido en las últimas etapas de la agonía.
El médico ingresó a la otra mitad del salón. El aroma, una mezcla de incienso y desinfectante, provenía de setecientos pabilos permanentemente encendidos que destilaban columnas de humo delgado y espeso. Aquel perfume era producido por la combinación de siete hierbas maceradas y trabajadas de acuerdo a lo prescripto en libros antiquísimos. Una claraboya redonda con un marco en cruz, dejaba entrar la luz del sol que caía sobre la silueta desnuda de Mika. Los senos de la muchacha eran idénticos entre sí. Aquel detalle diferenciaba a los habitantes del Mundo sin Nombre de los humanos. En hombres y mujeres, una mitad del cuerpo siempre mostraba diferencias en relación a la otra. En Mika, aquello no ocurría. De haber sido una esfera perfecta, al adquirir la forma femenina, heredó en el cuerpo una absoluta armonía.

Ahora permanecía sentada en posición de loto, con los dedos de las manos entrelazados en un mudra fijo, rígido. La piel mostraba una coloración terrosa, de un rojo cinabrio, con bordes azulados. Sumergida en una meditación profunda, no parecía respirar. Petrov sabía que los latidos debían ser apenas perceptibles, ya que en aquel estado, el oxígeno pasaba a las células con mucha lentitud. Detenida en venas y arterias, sólo una expresión virtual de la sangre corría a través de canales invisibles que flotaban a tres micrones de los conductos naturales. Aquello bastaba para que los ciclos vitales de la joven cumplieran el proceso. Quien no conociera estos detalles, la tomaría por un cadáver o por una momia.

La inmovilidad absoluta de Mika no significaba inconsciencia. Por el contrario, la detención virtual del cuerpo, permitía que la atención flotara en la habitación. En cierto momento de la ceremonia, debía arrojarse sobre el escritor unicornio y abrazarse a él. Al ponerse en movimiento luego de aquel estado de profunda latencia, el cuerpo de la muchacha, podría acercarse a la velocidad de la luz.

A pocos pasos de Mika, en una cama casi a la altura del piso, yacía el escritor. Un año atrás, la conductora de un programa televisivo, Irma La Morte, logró introducir la mano en el pecho del hombre y sostener con ella su corazón. En ese momento, uno de los soldados que patrullaban la zona, pensando en una agresión, disparó a la cabeza de la mujer. Al morir con el corazón del unicornio en el puño, trasladó a la bestia su propia agonía. Petrov podía verla alrededor del cuello del hombre como una bufanda negra y brillante.

Acostado en un camastro que apenas se elevaba del suelo, la piel del escritor tenía el mismo tono cobrizo y azulado que tomara el cuerpo de Mika. La diferencia era que en la muchacha, el color de la piel señalaba un retraimiento de la sangre que le permitiría cobrar un desmesurado impulso. En el hombre, era una señal de la inminencia del fin.

Hasta el momento la característica de la relación entre Mika y el unicornio, consistía en perseguirse, evitando cualquier contacto de los cuerpos. Ahora esa actitud cambiaría por un colosal abrazo, en medio del cual palpitaría la presencia del uranio.

Petrov volvió al centro de la habitación y vistió el caftán, largo hasta los pies, cuyas mangas formaban un par de alas. El atuendo mostraba en la parte exterior un esqueleto de aluminio fosforescente y culminaba en una mezcla de capucha y máscara: una de las mitades representaba una calavera y la otra, el rostro de un pájaro. El médico pulsó un mando que regulaba las luces y volvió a concentrarse en otra danza con una síncopa muy marcada, tendiente a convocar a los tres dioses. Debían asomar por el círculo rojo trazado en el techo de la habitación y cuando las níveas cabezas atravesaran el cielo raso, se iniciaría el ritual que debía culminar con el abrazo entre Mika y el escritor.

4
Petrov producía la música con su garganta, de acuerdo al entrenamiento recibido en los lejanos reductos chamánicos del Amazonas. El ritmo lo marcaban los costados del caftán, donde el aluminio y el acero se entrechocaban con el movimiento del médico.

Sin abandonar la concentración en la danza, Petrov pensó con inquietud que los dioses nunca habían demorado tanto al ser llamados por aquel conjuro. Suspiró aliviado al ver la nube que se formaba en medio del círculo rojo trazado en el techo del salón. En forma lenta y a la vez intensa, giró hasta que en los bordes se diseñaron cuatro puntos oscuros. Los dioses convocados eran tres; los acompañaba una cuarta presencia. A los fines del ritual, la postura del médico debía ser relajada, pero estaba luchando contra una creciente tensión entre hombros y brazos. Desde que aquella gaviota robara uno de sus sonajeros cuando intentara rescatar al hombre unicornio, se había propuesto redoblar la atención en los rituales.

Petrov agitó los brazos hacia arriba y hacia abajo y los puntos en el techo giraron y se convirtieron en torbellinos oscuros que descendieron hasta el piso del salón. Formaron un círculo y el médico se ubicó en el centro. Las apariciones crecieron: tres de ellos eran duendes de pocos centímetros, con cabellos que terminaban en punta; vestían túnicas con estrellas y escarpines dorados. El cuarto, más alto que los otros, creció con más rapidez hasta convertirse en una figura blanca y cimbreante: una hermosa muchacha, de trenzas negras, ojos grandes y labios gruesos.

Me has llamado Petrov. Yo también quiero resucitar al unicornio. En las tinieblas donde habito, es lo único que me mantiene viva.

No debía tener más de veinte años. Vestido rojo con flores; falda amplia de gitana; llevaba aros de círculo; las mejillas y los labios mostraban un carmín subido. Danzaba descalza, con una pasión contenida.

Los seres pequeños eran antiguos conocidos de Petrov; en los ámbitos intermedios los llamaban Baloñanas: deidades inferiores que reemplazaban a los dioses mayores, demasiado ocupados o tan solo desinteresados de los asuntos humanos. Esas entidades eran la respuesta normal a su invocación, pero no ocurría lo mismo con la muchacha. El médico bailó con ella, procurando disimular el desconcierto. La joven, con los ojos cerrados, movía con erotismo las caderas. Despedía un perfume natural y enervante. Para averiguar la naturaleza real de aquel ser, Petrov debería arrojarla al suelo, besarla tres veces en forma ritual, y preguntar por su nombre. Era la medida más efectiva, pero el interrogatorio podría llevar horas antes que la criatura se decida a hablar. En el presente ritual, los tiempos estaban definidos y para la “madurez del uranio”, momento en que debía producirse el abrazo entre Mika y el unicornio, tan sólo quedaban treinta y cinco minutos.

―Debieras desnudarte para que dancemos ― dijo el médico. El objetivo de esta sugerencia, era que en el cuerpo despojado de ropas de la muchacha, algún detalle podría revelar su naturaleza. Ella volvió a mover las caderas y agitó la falda
―No deseo desnudarme ― afirmó con gesto desafiante.

Siguieron bailando. La música, sincopada y armónica, surgía ahora del vestido de la mujer al agitarse y rozar el aire.

El paso siguiente del ritual, era el más delicado: el encendido del fuego. Aquella mañana, en uno de los extremos del salón, Anselmo había preparado una serie de mechas de paja en cajas de plomo. Estaban programadas para arder en forma espontánea y encenderse unas con otras. Las llamas debían permanecer contenidas en las cajas; de expandirse por el salón, el fuego podía crear una reacción en cadena con el uranio que culminaría en una formidable explosión.

5
Faltaban diez minutos para terminar la danza, cuando Mika despertó del profundo Samadhi. Petrov, atento a todos los detalles, vio que la piel de la muchacha tomaba la coloración rosada habitual. Movió la cabeza, miró a ambos lados y se incorporó despacio. Avanzó hacia el escritor. El médico la dejó actuar. La intuición de los seres del Mundo sin Nombre era total y sería posible que Mika previera lo que estaba por ocurrir. Por eso el médico no intervino al ver que abría la caja de plomo con las partículas de uranio, y las ubicaba en el pecho del yacente hombre unicornio. Los tres círculos, brillaron con un intenso resplandor plateado.

La compañera de baile de Petrov no prestaba atención a los movimientos de Mika. Se limitaba a mirar al médico con expresión fija. Los movimientos se hicieron más lentos; perdía con rapidez la gracia espontánea de los primeros momentos. Al bajar la vista, Petrov observó los pies: habían tomado de pronto un color pardo que pasó a un azul subido. Los dedos se estiraron, las uñas crecieron y se transformaron en garras.

6
Mika se movía a lo ancho del salón; el cuerpo desnudo era resistente, delicado y cada gesto parecía un paso de danza. Avanzó hasta detenerse junto al escritor.

Sin dejar de bailar, la aparición se transformaba; el cuerpo se cubría de pelos largos y negros. A pesar de lo repugnante del aspecto, trasmitía una belleza salvaje y extraña. Danzó en círculos cada vez más amplios alrededor de la silueta yacente del unicornio, y en algún momento rozó a Mika. Las figuras fueron más y más complicadas y al describir un amplio giro, la tela de la falda rozó las prolongaciones de paja que asomaban de una de las cajas de plomo. De inmediato la hojarasca empezó a arder.

Petrov no pudo evitar una exclamación de contrariedad. Anselmo había preparado el material con suficiente antelación para que se encendiera en el momento preciso. Ahora, con el movimiento súbito de la figura, las llamas entre amarillas y rojas crecían. Tal como se había previsto, una de las mechas inflamó a las otras y el fuego se dispersó por el interior de las cajas. Petrov entendió que había perdido la iniciativa. Pocos pasos más allá, Mika estaba detenida, agazapada, esperando el momento de unirse con el escritor. Cuando el fuego tomara una coloración naranja que apenas duraría tres segundos, debía producirse el abrazo. El instante debía ser preciso; de realizarse antes o después, no serviría.

La música, que ahora surgía de la garganta de la bailarina, se convirtió en una síncopa furiosa; base rítmica de una aguda balada. Los labios de la mujer, repletos de colágeno, se engrosaron de pronto; en mejillas y pómulos brilló el bótox, y los ojos abotagados de Irma La Morte miraron fijamente al doctor Petrov.

―Usted y yo lo queremos salvar ―afirmó con voz bien modulada, señalando con la cabeza al cuerpo del escritor. Con el gesto, las partículas de uranio acomodadas en el pecho del yacente, rielaron un instante―. Usted lo quiere en el mundo de los vivos, doctor Petrov. Yo lo quiero en el mundo de los muertos. Usted pretende quitarle la agonía, yo pretendo que ella continúe alrededor del cuello para guiarlo durante milenios en la sombra. ¿Para qué lo retiene en la existencia, doctor Petrov? ¿Para que ande sin rumbo por esos caminos? ¿Para que esa perdida ― señaló a Mika con la cabeza ― lo conduzca hacia la muerte del alma? Conmigo tendrá siempre un seno caliente y un plato de comida. El cuerpo y el espíritu de nuestro amado unicornio estarán asegurados por toda la eternidad.

Petrov bailó con más lentitud. La gracilidad que el cuerpo del médico había obtenido por el ritual del espejo, disminuía; el vientre abultaba otra vez y volvía a tener el aspecto del nudo gordiano.

“El unicornio debe vivir, Irma. En algún sitio del universo, tu mano sigue apretando su corazón. Te conmino a que lo dejes en libertad. Tu tumba es un encierro y un camino. En algún momento deberás ver el sendero que hay preparado para ti, para que sólo tú lo recorras”.

De seguir el protocolo chamánico que regulaba el trato con los espíritus, el doctor Petrov no debía hablar. En contra de todas las disposiciones, había optado por hacerlo. Era la única forma de resolver aquella disyuntiva, de distraer a la entidad y lograr minar la iniciativa que tomara al encender el fuego. Las pajas ardiendo debían durar apenas quince minutos de los que sólo quedaban diez. Mika estaba atenta a lo que ocurría; si el médico obligaba a Irma La Morte a escucharlo, en el momento preciso en que las llamas tomaran la esperada coloración naranja, la enviada del Mundo sin Nombre saltaría sobre el unicornio agonizante y le brindaría el enorme abrazo que era el objetivo del ritual.

“Estás muerta, Irma. Te han disparado. Te han matado. El programa que conducías sigue trasmitiéndose. La producción no anunció tu muerte. Nadie ha preguntado por ti. Quizá muchos esperen que regreses, pero nadie menciona el disparo fatal que te diera el soldado. Todos niegan tu muerte. Tú también la niegas…”

La experiencia de años, permitía al médico desarrollar un cálculo intuitivo y preciso para el tiempo de los rituales. En ese momento faltaban poco más de tres minutos para que el fuego se transforme; para que llegue el instante de la esperada unión entre Mika y el hombre unicornio. El contacto de los cuerpos con la intercesión del uranio. Lo único que podría detener la agonía y devolver la salud al escritor.

Irma La Morte extendió hacia Petrov una de las manos regordetas y oscuras. En ese momento, un rugido súbito surgió de la garganta, el cuerpo se disolvió en una masa de cabellos negruzcos, las formas se alteraron y luego de unos segundos, la entidad se había convertido en un inmenso toro. Antes que Petrov pudiera intervenir, el animal dio un salto ágil a pesar del enorme tamaño y colocó las cuatro patas a ambos lados del cuerpo del escritor. Bajo su pata delantera izquierda, el piso se agrietó por el peso colosal. En los ojos de Mika, brillantes y sin expresión, cruzó lo que sería un reflejo de alarma. Las llamas acababan de pasar del amarillo a un rojo intenso; en unos instantes tomarían el definido color naranja, que indicaría el momento del abrazo. Sería imposible: una bestia de una tonelada estaría impidiendo la unión entre Mika y el unicornio.

Temblando y bufando, el toro dirigió a Mika una mirada repleta de anhelos humanos que treparon desde los ojos como un par de nubes moradas hasta flamear alrededor de los cuernos.

“¡Mi vaquillona! ¡Mi vaca chilota!. Por fin estaremos juntos”.

Petrov advirtió que las partículas de uranio sobre el pecho del escritor apuntaban al vientre del animal; de este modo, creaban un campo magnético que le impedía moverse. La bestia levantaba una y otra pata, queriendo avanzar hacia Mika, pero se mantenía detenida en el mismo lugar. Intentaba, sin conseguirlo, apoyar la gruesa pezuña en el pecho del escritor; de lograrlo, el peso de la bestia lo atravesaría destrozando el corazón. El campo del uranio, con la forma de un intenso halo azul, emergía del pecho del hombre y rozaba el tenso vientre del animal.

“Chiloé. El río al pie de la montaña. Entraremos a la caverna donde te preñaré, mi vaca; mi vaca deliciosa como las fresas del río. Nuestros hijos nadarán hasta nacer en el horizonte eterno; el que se levanta entre las columnas del cielo…”

7
En Iquitos, cincuenta años atrás, el entrenamiento que Petrov recibiera, incluía las técnicas de mantenerse lucido e inmóvil cuando el ritual se complicaba. Irma Lamorte y su tío el Camahueto chileno, unidos por la muerte, acababan de alterar la ceremonia Las partículas de uranio en el pecho del escritor habían duplicado el tamaño; cuando se triplicara, estallarían con efectos devastadores. El toro seguía hablando a Mika, con voz estruendosa, grave; repleta de bufidos.

“No importa la muerte. No importa la vida, vaquillona mía. Importa el placer: placer que va y viene, que se acerca y se aleja. Dentro de instantes algo estallará. Me lo dicen mis vísceras de unicornio. Dentro de instantes volaremos por los aires unidos para siempre. No importa la muerte. No importa la vida. Nuestra unión será única”.

En el pecho del unicornio, las partículas radiactivas habían tomado una forma estrellada, como neuronas, unidas por los axones. Cuando se fundieran una con otra, todo explotaría. El estallido no sólo destruiría aquel espectral sexto nivel de la biblioteca. De la ciudad, sólo quedaría un pozo negro y humeante. Los habitantes serían una mancha oscura de grasa en una de las paredes del boquete. Ahora, debajo del Camahueto convertido en toro, la línea luminosa de las partículas tomaba un hermoso y fatal color plateado que se concentraba en un punto. Con rapidez, Petrov pronunció en susurros un par de conjuros. “…invoco a la tierra plateada que se encuentra en las estrellas de la que una onza puede sostener el mundo. Invoco la médula de todos los atardeceres que se concentran en el ojo derecho de un papagayo negro que vuela sobre Brasil…”

Las palabras eran como manotazos de quien estaba por ahogarse, pero las antiguas invocaciones lograron un cambio en el aspecto del Camahueto. El tono negro del pelo se aclaró hasta transformarse en piel humana. El anciano desnudo, surgió de pronto. Boca sin dientes, ojos de loco. En vez de las patas, se apoyaba sobre pies y manos a ambos lados del inconsciente escritor. El médico sabía que el resultado del conjuro era inestable; además aquel ochentón, a pesar de la delgadez, conservaba el peso y la fuerza del Camahueto. Unos segundos después, la piel volvió a crecer y el toro volvió a armarse con los ojos rojos, bufando y más furioso que antes. Estiró el cuello hasta casi rozar con la cabeza el seno derecho de Mika; sólo faltaban diez segundos para la explosión..

“Podría hablarte mucho sobre nosotros, sobre nuestros hijos, pero no tenemos tiempo vaca mía. Lo único que sé es que no te unirás con este unicornio pálido y decadente que está debajo de mí. Que será destrozado y volverá al cielo de las bestias blancas, donde el hastío es el alimento de los habitantes”.
En un rápido movimiento, la luz de las dos primeras partículas se unió con un halo tornasol que se extendió hacia la garganta del escritor. Del círculo surgió otro axón brillante y en el momento en que se unía a la tercera partícula, Mika saltó.

8
Todo fue tan rápido que a pesar de su experiencia, a Petrov le costó entender lo que ocurría. Después supo que la muchacha había saltado en el momento preciso del estallido. El galeno debió apartar la vista ya que los hermosos colores que despedía Mika podían dejarlo ciego. En medio de bramidos y ayes, Petrov sintió que la sangre lo bañaba. La cabeza del toro rozó sus sienes y los cuernos se insertaron en un panel de madera a sus espaldas.

El efecto de la explosión no se limitaba a la sangre, las vísceras los huesos y la piel del Camahueto esparcidos por toda la habitación. El estallido en ese sitio fantasmal, ubicado en el límite entre la existencia y la inexistencia, había multiplicado por setenta el cuerpo de la bestia, esparciendo los trozos en otros tantos universos linderos al de los hombres.

Desde las lejanas estrellas hasta los edificios públicos; desde ángeles cojos hasta vagabundos que agonizaban en los callejones, recibieron los restos del toro. Una pezuña atravesó el hormigón de las paredes del despacho del General Anaya y aterrizó en medio de una de las mesas; el Doble Ciego en el hospital clandestino de Eunuperia, presenció el destrozo de la pantalla de un monitor cardíaco por un omóplato del Camahueto.

Cuando las chispeantes nieblas de la explosión se fueron disipando, Petrov vio a Mika abrazada estrechamente al escritor unicornio. Ambos vibraban en rápidos espasmos de placer y de los cuerpos desnudos surgían instantáneos resplandores verdosos.

La silueta delicada de la muchacha, había absorbido la explosión que destrozara al Camahueto. De ese modo había protegido al mismo escritor, ya que el impulso expansivo fue hacia arriba. El propio Mundo sin Nombre asimiló el resto del poder destructivo. Para los habitantes, la explosión atómica había sido un leve sacudón que impidió el estallido y la desaparición de una buena parte del mundo de los humanos.

La sangre y las vísceras del toro habían caído sobre Petrov que con dificultad se quitó del cuello un trozo de intestino. Entre las nubes rosadas y tenues que dejara la explosión, se acercó a la pareja. Mika estaba sobre el unicornio, y el abrazo era tal que los cuerpos se fundían. luego que desaparecieran brazos, piernas y cabezas, se transformaron en un enorme y blancuzco huevo de textura marmórea. La superficie se ennegreció y en pocos minutos se convirtió en una gigantesca cucaracha cornuda que ocupó la mitad del salón. Palpitaba, movía las patas y respiraba agitada sobre el piso cubierto por la sangre del Camahueto.

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