Cuando dejamos de ver la primavera como un juego de luces y colores, y sentimos que el verano traía
calores en el alma y en los recuerdos, no solo en los días de agobiantes amores desmadrados...
Cuando empezó a picarnos las carnes a impulsos de sangres trastornadas detrás de olores imprecisos, de
tersas siluetas en movimientos continuos, de ocultas sensaciones de furibundos deseos...
Cuando se nos hizo chico el mundo, pequeñas las verdades absolutas, imposibles el amor y la justicia,
descastados los horizontes cotidianos, necesarias las promesas que ya nunca más creíamos...
Cuando tuvimos que admitir que la mentira piadosa fuera nuestra convidada compañera y abandonamos para
siempre el vosotros por el mío pensando que sería dulce y prolífica la trasmutación de la inocencia...
Cuando nos disfrazamos con los ropajes alternantes del viento para dejar de preguntarnos qué sería de
nuestras ideas y de la búsqueda perpleja de la existencia...
Cuando mentimos con pasión o engañamos con terca indiferencia porque era conveniente para un futuro
que ya solo dependía de nuestros impulsos y de nuestros competitivos esfuerzos...
Cuando dimos el salto sin saber muy bien dónde agarrarnos o caer ya que el mundo te andaba obligando
clavándote aguijones desgarrados y voraces en tus dedos juveniles...
Cuando aceptamos que solo lo que nos rodeaba íntimamente podría merecer nuestro amor y nuestro
esfuerzo, e incluso, a veces, ni siquiera eso; cuando enfilamos nuestro rostro marcado hacia una
multitud desafiante sin nombre y sin figura...
Cuando supimos de la soledad y del silencio, del desamor y de la ira, del placer del odio acumulado,
del olvido y la tristeza, de la ambición...
Entonces, entonces dejamos de ser niños.
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