EL FULGOR DE UN POETA COMPROMETIDO
Benjamín Prado nació en Madrid, en 1961. Tiene una dilatada carrera como escritor en todas sus
facetas, novelista, poeta, articulista, ensayista.
Si empezó a destacar en la poesía con Un caso sencillo (1986) y El corazón azul del alumbrado
(1990), en novela cabe destacar el interesante mundo que creó en Raro, editada por Plaza y
Janés en 1995, hasta llegar a la muy emocionante Mala gente que camina (2006), publicada por
Alfaguara, novela que ha llegado ya a la quinta edición en este año.
También ha cultivado el ensayo, tanto es así que su capacidad para la introspección, la
hondura que imprime en sus textos puede verse en Siete maneras de decir manzana (2001 y 2003
en Anaya y publicada por Visor en el año 2008) o Los nombres de Antígona (2001) en el que el
escritor madrileño se centra en el retrato de cinco escritoras ilustres, dotando al mundo
femenino toda esa complejidad que un hombre, minucioso en el detalle y de muy atinado mundo
psicológico, sabe imprimir. La mirada a la figura y la obra de Carson McCullers o a Isak
Dinesen o María Teresa León (la mujer de su añorado y querido Rafael Alberti) merecen una
lectura atenta a este estupendo ensayo. También lo autobiográfico cobra relevancia en A la
sombra del ángel (trece años con Alberti) (2002) y Romper una canción (2010), donde Prado nos
habla de muchos recuerdos que cimentan su dilatada vida literaria, cómo conoció a Alberti y
pasó a compartir con él momentos inolvidables. La huella del maestro gaditano está presente en
el mundo poético de Prado, hombre comprometido con la cultura y con las ideas progresistas,
como nos demuestra cada día en sus muy agudos artículos del diario El País, con la figura de
Juan Urbano, un personaje que representa a nuestro alter ego, el hombre que nos escucha, con
el que podemos discutir sobre la realidad, donde podemos adquirir un margen de complicidad
ante la locura del vivir cada día.
Pero quiero centrarme en un libro de poemas que me ha llamado la atención, porque su
estructura es perfecta, un arquitrabe compuesto de tres pilares, una primera parte llamada
Marea Humana, como el título del libro, una segunda parte, titulada El enamorado, y una
última, donde vuelve al título del poemario, Marea humana.
El esfuerzo de Prado por albergar el lenguaje en sus muchas posibilidades se ve en este
estupendo libro, donde el escritor y poeta madrileño nos habla de la condición humana, de sus
aristas y sus oquedades, de sus sombras y sus luces. Si la primera y la tercera parte se
cimentan en el mundo social, la segunda, más intimista, es un largo monólogo con la amada, con
la fortuna y el infortunio de vivir, de dar, de entregar al otro lo que queda en ese hueco en
que viven los amantes cuando gozan de la experiencia amorosa (como nos recuerda con maestría
Javier Lostalé en su libro La tormenta transparente, poemario que reivindica, con pasión, lo
efímero, pero insólito, del acto amoroso).
Benjamín Prado trenza poemas de muy variada índole, desde el romanticismo de “El soñador”
donde sueña que hubiese querido ser Pablo Neruda, un poeta afincado a la Naturaleza, telúrico,
de caudal emotivo inmenso, como nos dejó en libros como Residencia en la tierra o su famoso
Canto General.
Prado conoce la huella de Neruda, su poso en la poesía del siglo XX, cómo su palabra resuena
aún, reivindicando el amor y la justicia, por ello, nos dice el poeta madrileño versos como
estos:
“Yo fui Pablo Neruda, / compré diamantes en las fruterías, / domaba diccionarios con un látigo
verde / y cavé un túnel que iba del pan a las banderas” (vv. 11-14).
Ese afán de jugar con el lenguaje que tenía el poeta chileno es, en las palabras de Prado,
todo un ingenio verbal, como si el mundo se compusiese sólo de palabras, que se combinan
sabiamente, movidas por el impulso mágico y sabio de la Naturaleza.
Repite en el poema el sustantivo “banderas”, porque Neruda es estandarte, un emblema de la paz
y la armonía de los hombres: “Cuando me desperté / no quedaban ni viento ni banderas / y te
había perdido” (vv. 20-22).
Todo ha sido un sueño, pero queda esa imagen del hombre que ennobleció la tierra cuando
concitó a la Naturaleza para unir a los hombres con las palabras verdaderas en un afán de
justicia y de amor.
Otro tono del libro lo dan otros poemas, tan diferentes como “El terrorista”, “El optimista” o
“El sabio”, donde Prado va tocando las teclas de la mirada lúcida hacia la condición humana.
La segunda parte la compone el grupo de poemas titulado “El enamorado”, donde, por poner un
ejemplo, se concentra el diálogo con la amada, como si ella fuese el cénit del mundo, una luz
de hondura inefable, como nos dice el poema nº VI:
“Te escribo desde el fondo / de una angustia salvaje, / cansado de correr con los ojos
cerrados / mientras de fuego en fuego iba inventando el frío” (vv. 7-10).
Sin duda, está presente esa imagen con que alumbra Neruda el primer poema de Veinte poemas de
amor y una canción desesperada, me refiero a la hondura del amor cuando el chileno decía:
“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, / te pareces al mundo en tu actitud de
entrega. / Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar al hijo del fondo de la
tierra” (vv. 1-4).
Ese fondo que siente Prado no es otro que la hondura del amor, el lugar donde se penetró una
vez, una sensación fogosa, llena de furor que no tiene parangón.
Para el poeta madrileño, las palabras son enigmas que no pueden resolver la ansiedad de
pertenencia hacia la amada, son palabras que escapan, que al decir, no dicen realmente,
extintas en su capacidad de ser nombradas, la inefabilidad del amor como encuentro entre dos
seres no puede ser comparado al lenguaje, cuyo milagro no logra la exacta ecuación con la
carnalidad de dos cuerpos, como vemos en el poema VIII:
“No pude conseguirlo. / Me adentraba en la jungla negra del diccionario / para luchar con
verbos venenosos, / nombres llenos de púas, / adjetivos salvajes que siempre se escapaban, /
que siempre me vencían” (vv. 15- 20)
Todo ese afán surge de esa petición de la amada de ser descrita, “vivero de la luz”,
“suburbios de la luna”, pero el poeta la hiere, de una forma que provoca el adiós de la amada,
porque el lenguaje se convirtió en ponzoña, en sospechas y todo aquello que había alimentado
un lenguaje incapaz de describir al amor, se desvanece.
El poeta, amparado en la pérdida insondable, se afana por recuperar el cuerpo y el alma de la
mujer amada con el lenguaje que había sido su verdugo, pero éste sólo vive en el recuerdo, la
mención a “racimos rojos de la alegría”, referida a ella, me recuerda, sin duda, a la
libertad, a la idea de progreso, a la fuerza que el rojo, como una granada que se abre, tiene
en el universo de la Naturaleza que nos hiere con su infinita luz.
Quiero terminar con un poema de la tercera parte dedicada a Rafael Alberti, titulado “El
vividor”, maestro indudable, hombre que recitaba de memoria, hasta conmovernos, al gran Rubén
Darío y a tantos otros, hombre tallado con el pincel de la sabiduría andaluza, hombre
entregado a la tierra desde el mar azul de su infancia lo que le provocó ese alumbramiento
mágico que aún perdura en nuestra retina, su Marinero en tierra.
Le dice Prado, admirador del poeta y entrañable amigo de Alberti, ante la noticia de su
muerte, como si el amanecer ya no existiese y la luz del día fuese noche para siempre:
“Tú lo darías todo por ver una vez más / el sol flexible que arde entre los juncos / la noche
que ennegrece las palomas. / Tú lo darías todo por ver una vez más / la mujer de mercurio que
se baña en un río / o la lluvia que suelta leopardos transparentes / en las calles de la
ciudad vacía” (vv. 13-19).
Si los versos del poeta madrileño son muy hermosos porque iluminan la luz con ese furor de ese
despertar de nuevo ante la vida, el final nos deja desconcertados, porque el ser humano, el
contacto real con aquel que se ama es fulgor indescriptible que vale mucho más que las
palabras, porque cimentan nuestra huella afectiva para siempre:
“Quién no daría todo lo que ha escrito / por vivir otra hora, / por poder despertar otra
mañana. / Otra mañana a cambio de su vida” (vv. 25-28).
La vida es un preciado tesoro que no tiene igual, el contacto entre dos seres que se quieren y
se admiran, lleva implícito algo que supera el poder de la palabra, es la posibilidad real de
ser inmortales, de presagiar el nuevo día, de no ceder al peso inexorable y ciego de la
muerte.
Benjamín Prado nos regala un libro hecho con los mimbres de la palabra verdadera, como puede
verse en los poemas donde indaga, con la habilidad del escrutador de miradas, por la piel de
poemas como “El filósofo” o, dejando claro su compromiso con lo social, “El inmigrante”.
No hay duda que la huella de Prado sobre poetas de gran universo, hombres que han transitado,
chorreando luz (como diría Whitman), siguen ahí para alumbrar la voz de este poeta madrileño,
cuyo mundo no elude el de los demás y cuya mirada está trenzada de buena poesía y de vida, por
supuesto.
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