Mi flechazo literario (que no El flechazo literario, que ya fue editado en esta misma
sección), es muy similar al amoroso. Las primeras lecturas son decisivas para el resto de
nuestra vida, pero esta asimilación implica también un rechazo de otros textos.
A decir verdad, el primer poema que yo leí fue en una revista juvenil que se publicaba
entonces: SISSI, editada por Editorial Bruguera, una especie de magacín femenino en cuyo
interior venía un poema de autor consagrado. Conservo todavía muchos ejemplares de esta
colección, que tuvo su apogeo en el paso de los años cincuenta a los sesenta.
A esto añado que, a comienzos de esa década, un vecino del barrio, Manolo Zaldívar, entusiasta
lector de Blasco Ibáñez y García Lorca, me prestó obras de estos dos autores. Del primero La
araña negra y del segundo el que era entonces único tomo de sus obras completas. Acostumbrado
yo a mis clásicos, románticos y modernistas, Poeta en Nueva York me desagradó porque su estilo
surrealista y su verso libre se distanciaban mucho de los ritmos conservadores que a mí me
seguían deleitando, a pesar de su anacronismo. Mi musa se encerraba en su círculo de poemas
fuertemente temáticos tanto en la idea como en el lenguaje, y gran parte de la poesía del
poeta granadino me era extraña por su genialidad renovadora, ya que yo estaba como en un
palacio encantado con mis poetas modernistas, románticos y clásicos, en este orden de
preferencia.
Tardé un poco en reconsiderar mi rechazo y valorar el poema contemporáneo como se merecía.
Una tarde, a la vuelta de un paseo, vi en el escaparate de la Librería Bozano de mi ciudad un
libro titulado Poesía última, que incluía a los poetas Eladio Cabañero, Ángel González, José
Ángel Valente, Claudio Rodríguez y Carlos Sahagún. Fue un emocionado descubrimiento, a pesar
de mis reticencias al principio. Las voces de Claudio Rodríguez y Carlos Sahagún me
reconciliaron con "lo moderno", con la poesía más reciente.
Hallé un puente entre ellos y la Segunda antología poética de Juan Ramón, los Sonetos del toro
de Rafael Morales y los Sonetos de la bahía de José Luis Cano, libros que me prestó Antonio
González Muñoz, profesor de Literatura en la Academia O`Dogherty de San Fernando, a quien yo
visitaba frecuentemente en su casa, en la calle Velázquez, y que me recibía en su taller de
escritura y preparación de sus clases, ofreciéndome asiento al lado de unos estantes de libros
que me tenían todo el tiempo como esclavizada la mirada curiosa, incubándome deseos de algún
día poseer yo también unos estantes similares.
Con la lectura empedernida de estos dos últimos autores, la sombra del soneto me acompañó para
siempre como un juego al que me ha sido imposible renunciar.
También el modernismo del onubense universal fue para mí decisivo. En la primera época de Juan
Ramón y en los primeros libros de Rafael Alberti aprendí a valorar la poesía sencilla. A
partir de ahí, mi entorno con sus matices pintorescos, los patios, las huertas, el destello
cristalino de las salinas, los callejones hortelanos y los esteros de mi tierra entraron en
mis páginas con el mismo honor que la poesía amorosa que yo le escribía —y le enviaba a modo
de carta— a R. F., una muchacha que pasaba a diario por la puerta de mi casa, además de la
poesía del sentimiento religioso, vinculado o no con la devoción carmelitana del convento
vecino.
La voz de Claudio Rodríguez, sobre todo, como un aire de mañana fresca y soleada, entraba por
la portezuela del alma, todavía retrospectiva y empecinada en sus clásicos a ultranza, con su
lenguaje de otros tiempos, como si la veteranía fuese un prestigio que se me impusiera por sí
misma, nostálgico siempre de las primeras lecturas con sabor a Garcilaso, Lope de Vega,
Barahona de Soto, Espronceda, Bécquer, Amado Nervo, Rubén Darío, y muchos poetas del siglo
XIX, tales como Julián del Casal, Gutiérrez Nájera, Francisco A. de Icaza, Julio Herrera, José
Asunción Silva, Manuel Paso, Fabio Fiallo, Julio Flórez, Francisco Villaespesa, Manuel M.
Flores… Los he citado sin orden cronológico y tal como han ido apareciendo en mi memoria.
He hablado de mis fuentes primerísimas.
Al poco tiempo, otros afluentes aumentaron el río de mi aprendizaje: José Luis Tejada,
Fernando Quiñones, Manuel Avezuela, Manuel Mantero, Antonio y Carlos Murciano, Julio Mariscal,
Ignacio Rivera, José Ramón Medina, José Ángel Buesa, hasta fundir estos metales iniciales en
la opinión, para mí muy valiosa entonces, por sugerencia de Pilar Paz, de José Manuel García
Gómez, en su casa de la calle Cervantes, en Cádiz, en 1966, a quien hice después de ésta una o
dos visitas más. A Pilar Paz le había yo llevado antes poemas ya serios en su factura, que me
devolvería más tarde con unas notas de comentario que guardo aún, amén de mi gratitud por cómo
me recibió en su gaditana casa de la calle Brasil, número 8, cerca de la playa, una tarde
septiembre de 1963, y en ese encuentro abundaron esos agradecidos consejos y la famosa
antología de Poesía española contemporánea de Gerardo Diego, que me prestó.
De todos ellos me quedaron resabios que he intentado poner al día continuamente. Una de estas
reliquias estilísticas ha sido la preocupación del poema como un ejercicio que empieza y
acaba, con un desarrollo temático. Esto fue barrido, ya lo sabemos, por las vanguardias, pero
como del Gerardo Diego creacionista yo conservaba involuntariamente unas impresiones de
inevitable sensación estética, tenía presente a menudo la obligación de atender el empuje de
esas brisas renovadoras en mis navegaciones literarias.
Mi aislamiento fue tan positivo como negativo. Positivamente porque las musas ponían a prueba
mi autodidactismo, la forja de un oficio que me proporcionó una buena conciencia de mí mismo
como forjador del poema —aunque yo no le diera, en el fondo, importancia a lo que hacía y lo
consideraba nada más que un entretenimiento—; negativamente porque no renové a tiempo mi
lenguaje y sobre él pesaban unas influencias verdaderamente lastrantes. Muchos años después,
con la asignatura de Crítica literaria ante mí, en la carrera de Hispánicas, me sentí
afortunado al entrar de lleno en las vanguardias, sobre todo, en el ultraísmo de Cansinos-Assens
y el formalismo de Vixtor Shklovski, hitos de exigencia en la trayectoria del lenguaje
literario; en concreto, el idiolecto poético, tema al que he dedicado muchos artículos
editados en la revista
Arena y Cal y en cuadernos impresos.
Pero, volviendo a la idea preliminar del artículo de que las primeras lecturas marcan en gran
modo el desarrollo del estilo de un aficionado a escribir, se perfila como una verdad
indiscutible el flechazo dado en la diana del alma literaria todavía virgen, como un alba que
quiere amanecer y no sabemos hasta dónde llegará su estallido de resplandores.
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