LA TERMINAL

(Ilustración: Ray Respall Rojas)
¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
Alicia en el País de las Maravillas
Lewis Carroll
Andaba con la mente en las nubes, ni siquiera recuerdo qué estaba pensando, cuando se me
acerca una señora elegantemente vestida. “¿A qué hora pasa el próximo tren?” me pregunta. Le
doy la información (está escrita en la tablilla, mas no me molesta ayudarla). Se aleja sobre
sus tacones.
Estoy a punto de olvidarla cuando la escucho, unos pasos más allá, hacerle la misma pregunta a
un muchacho delgado, de cabellos extremadamente largos y rubios, con pinta de hippie, que
lleva en el brazo el tatuaje de un grupo de rock que me resulta conocido... Él le responde con
igual amabilidad y ella se marcha, probablemente buscando alguien más que le confirme la
respuesta. El joven se me acerca y me dirige la palabra:
-Pobre mujer, se lanzó delante del tren, a esa hora, hace cinco años. Muerte por amor, es lo
que yo creo. El amor es la mayor causa de los suicidios y la mayor causa de los nacimientos.
Otros dicen que se vio arruinada; hay quien dice que no fue suicidio sino accidente… Ha
quedado atrapada en el momento anterior a su muerte y lo recicla una y otra vez.
Lo miro fijamente, el azul de sus ojos no delata locura, sorna, peligro… si algo hubiera,
sería compasión... No sé si sonreír, o asustarme y llamar a un guardia. ¿Qué lo ha movido a
intentar una inocentada tan macabra?
-Sé lo que debes estar pensando –me dice sacando una pipa de su bolsillo y sentándose a mi
lado en el banco de piedra-, pero es cierto. Llevo tanto aquí que he tenido oportunidad de
conocerlos. Yo morí en aquel banco, en la era dorada de los setenta, ¡qué tiempos aquellos!
Pretendía escribir poemas como los de Jim Morrison, ni siquiera sé por qué se me detuvo el
corazón…
-Y es evidente que piensas que esto es una escena de “Sexto sentido” y yo soy el chico que
veía a los muertos –le respondo, molesta.
-No. Eras el cuerpo que se están llevando los paramédicos; quizás sólo era tu día –usa la
boquilla para señalar una camilla cubierta con una sábana que están sacando por un costado-,
ya te acostumbrarás, todos se acostumbran. Esta Terminal no tiene acceso al cielo, ni al
infierno, ni posibilidad de reingreso al mundo de los vivos, así sea como ánimas en pena. Tal
vez sea el purgatorio… Los que morimos en ella, nos quedamos. No hay prisas, tengo una
eternidad para írtelos presentando.
Y, por algún motivo, comienzo a creerle.
* * * * *
EL SOBRINO

(Ilustración: Julián Alpízar Blanca)
«Lejos, allí donde el campo florece,
debo morir y desaparecer.»
La historia interminable
Michael Ende
Cuando supimos que el viejo Matías había sido encontrado muerto en su cuarto, todos lo
sentimos. En el solar somos pobres, pero muy solidarios con el dolor ajeno. Si no lo
llorábamos nosotros, ¿quién lo haría? Me vino a la mente aquel verso: “Dios mío, qué solos se
quedan los muertos”, porque éste era el difunto más solo del universo, ni un hijo, ni una
esposa, ni un hermano, nadie que viniera a darle un entierro decente.
Estábamos mi comadre Lola y yo aseando un poco el cuerpo, para que cuando vinieran a
llevárselo a la fosa común no estuviera lleno de inmundicias, cuando por la puerta abierta
hizo entrada un joven con un sobretodo azul. Nos dijo que era su sobrino, se acercó al cadáver,
le hizo la señal de la cruz y nos agradeció por cerrarle los ojos. Fue a la cocina, buscó un
cuchillo grande y comenzó a levantar una losa debajo de la cama. Del agujero extrajo una lata
oxidada, de la cual sacó un fajo de arrugados billetes de baja denominación.
-Con esto nos da para hacerle un funeral humilde, pero decoroso –nos dijo tendiéndonos el
dinero.
Lola y no nos miramos, sin palabras. ¿Cómo el viejo no nos había hablado jamás de este
pariente? Sabíamos que venía del campo, pero nos dijo que sus dos hermanas habían muerto. El
muchacho dio las carreras legales con nosotras: certificado de defunción, funeraria,
floristería, hasta encargamos café para brindar a los vecinos, que nos reunimos para acompañar
a Matías a su última morada.
Al regreso me entretuve conversando con mi comadre.
-¡Qué buena persona! -me dijo-. Si no fuera por esa joroba que oculta debajo del sobretodo,
sería perfecto, ¿te fijaste qué sonrisa, qué mirada tan dulce y expresiva?
Entonces me percaté que el sobrino se nos había quedado atrás, ¡qué falta de tacto! Era
nuestro deber pedirle que nos acompañara y se alojara con alguna de nosotras –en las familias
de pobres siempre hay espacio para uno más-, al menos hasta que encontrara alojamiento en la
ciudad, o le adecentáramos un poco el cuarto del difunto.
Corrí de regreso a la tumba; justo a tiempo para verlo quitarse el sobretodo, desplegar las
alas que creímos giba y elevarse, más allá de las copas de los álamos, rumbo a la nueva casa
de Matías.
* * * * *
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