Para Abel
Ella sospechó que lo amaría siempre.
Querido Platón
Celima Bernal García
Volar a la luz de la luna, ¿hay algo comparable? Extendió sus enormes alas, tan semejantes a
las de los murciélagos, y planeó rumbo a la costa. Le gustaba ser una hija de la noche, si
bien le molestaban las costumbres atribuidas a los de su especie, por cuya causa habían sido
hostigados, maldecidos, casi aniquilados por los humanos. Su único pecado, “no ser mortal”,
fue lo que originó la persecución y los abocó al exterminio.
No les guardaba rencor; en el fondo le parecía injusto que los mortales dispusieran de tan
poco tiempo. Admiraba sus creaciones, la poesía, la música, la variedad de formas de sus
viviendas, los cuadros que colgaban en sus paredes... Le gustaba pensar que hubiera sido lindo
un mundo en que todos compartieran la magia de existir y aprendieran unos de otros. Había
logrado convivir con ellos: De día, buscaba escondites en la vieja ciudad –casas abandonadas,
la torre del reloj, el campanario con sus nidos-, de noche era dueña del espacio insondable
que media entre lo creado y lo por venir.
Enfiló hacia el risco. Le agradaba sentarse a ver el mar desde aquella cima, tan escarpada y
agreste que ningún humano se atrevía a escalarla. A lo lejos, la luz del faro hacía piruetas
sobre las aguas. Asumía tal estado de contemplación que, de haber sido vista, habría sido
tomada por una roca en forma de gárgola.
Para su sorpresa, había alguien ocupando su lugar.
-¿Cómo llegaste aquí? –le preguntó.
-Nunca fui el mejor en el vuelo –respondió él con tristeza-; hoy, para colmo, quise ver el
faro, descendí demasiado y me golpeé con las rocas.
Le mostró un hombro magullado.
-¡Espera, eso no puede quedar así!
Se lanzó en picada, sumergió su bufanda en las aguas y regresó a la roca. Lavó suavemente la
desgarradura mientras él intentaba no quejarse.
-Por suerte descubrí esa cueva –dirigió la vista hacia la cavidad al fondo-, allí pude
esconderme mientras duró la luz. Me aterrorizaba la idea de ser visto. No pensé que alguien
fuera a llegar a estas alturas, precisamente a medianoche.
-¿Y pensabas quedarte aquí? –indagó ella mientras vendaba la herida con un jirón de su saya de
seda–. No puedes mover el ala…
-Pensé dejarme morir.
-¿Los de tu especie mueren?
-Tal vez, de tristeza… No sé, no perdía nada con intentarlo. Luego de tal vergüenza no puedo
ir con los míos y los de abajo jamás me aceptarían.
-¿Me lo dices, o me lo preguntas? Pero reconoce –sonrió-, la visión del faro es tan bella que
valió la pena el encontronazo con la roca.
-Más bella es la visión de tu figura contra el cielo estrellado, tus negras alas abiertas, el
brillo de tus ojos nocturnos –sus miradas se cruzaron, ella ocultó un estremecimiento-. De
pronto, siento que todo cambia y encuentra su razón: de no haber caído, no te hubiera hallado.
Y ella supo que lo amaría siempre, algo que había sospechado al contemplar su silueta
desvalida de figurita de iglesia recortada contra el horizonte, su aire de aguilucho caído del
nido... La luna cómplice sonrió tras la nube.
Cada anochecer fue a cuidarlo. Conversaban, reían a salvo del mundo de abajo y del de arriba,
se relataban historias del tiempo que vivieron lejos uno del otro, contemplaban el faro… Mas,
una noche, él estuvo listo para reemprender el vuelo.
A pesar del deseo de abrazarlo y decirle “¡Quédate!”, no se atrevió siquiera a mirarlo a los
ojos. Cuando amamos de veras hay que dejar ir, el amor es libertad, no prisión. Más le dolió
que emprendiera el vuelo sin despedirse y que lo hiciera con tan elegantes piruetas. ¡Le había
dicho que era torpe, casi le creyó! Si eso era torpeza… ¿Cómo volarían los más diestros?
Había sido demasiado bueno para perpetuarse. “Solo perduran los sueños”, pensó mientras lo
veía alejarse y el corazón se le encogía hasta hacerse una nuez. Las criaturas más amadas y
las más temidas por los hombres, teóricamente opuestas: él, símbolo de esplendor, ella de
oscuridad, unidas por la magia de la luna, un faro visto desde un risco y algo que ella creyó
compartido…
¿Cómo pensar que él renunciaría a la luz?
¿Por qué el tiempo transcurrió con tanta prisa?
¿Por qué dejó anidar en ella aquel sentimiento?
Y ahora, ¿qué hacer con tanto amor?
Bajó la cabeza hasta colocarla entre sus rodillas dobladas. Desde esa posición no lo sintió
llegar. Él tuvo que rozar su cuello con lo que traía en las manos.
-¿Qué es eso? –susurró, intentando disimular el llanto.
-Una pluma de gaviota –rio él-, el inicio de nuestro nido. Nuestros hijos tendrán una
magnífica vista.
-Había pensado que… -comenzó a decir incorporándose.
-¿Pensaste lo mismo que yo? –le tendió su mano, aferrándola como si nunca fuera a soltarla-.
¡Solo nosotros, entre todos los que están despiertos esta noche, podemos jurarnos “amor
eterno”!
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