DRAMA PATRIO- LA ÉTICA DE UN SUPERVIVIENTE
Drama Patrio apareció por primera vez en la colección Marginales en 1977, este interesante
libro de Gil-Albert nos envuelve en el conflicto más grave de la historia de España: la
Guerra Civil.
El escritor nos describe el proceso que comienza a finales del siglo XIX con la llegada a la
monarquía de Alfonso XIII, hasta el estallido de la Guerra Civil española, pero no lo hará
como un ensayo cualquiera, comparando opiniones y extrayendo conclusiones, sino reflexionando
sobre algunos acontecimientos que conoció de primera mano y que son tristemente conocidos por
todos.
Comienza ofreciendo una afirmación que sirve de base para explicar el desenlace del siglo XX y
la Guerra Civil en sí. Se trata de las “instituciones” que empiezan a surgir en el siglo XIX y
que condicionarán (ya sin posibilidad de cambio) la vida española en los primeros años del
siglo XX: “Desde el fondo del siglo XIX nos llegan dos “instituciones” sin las cuales no puede
entenderse bien el fundamento de la vida española: los caciques y el anarquismo” (Juan
Gil-Albert, 2004: 216).
Esta existencia, el caciquismo, paraliza al país a la vez que desmoraliza a la sociedad y el
anarquismo, va a traer al pueblo español la ruptura del orden público que se agudizará en la
República Española.
Es significativo, antes de seguir con el libro de Gil-Albert, revisar el gran estudio de
Gerald Brenan El laberinto español donde el escritor británico, afincado en Málaga, afirma:
“La época de mayor florecimiento del caciquismo hay que situarla entre 1840 y 1917; a partir
de esta fecha, la aparición y consolidación de una verdadera opinión pública y un auténtico
cuerpo de votantes empezaron a desposeerlos de su influencia” (Gerald Brenan, 1994: 36).
Como señala Brenan, esta presencia va a constituir, sin duda, una merma para un sistema
democrático que sólo a partir de 1917 encuentra su lugar.
El escritor afirma en su famoso libro que las causas de la Guerra Civil se fueron gestando por
el clima cada vez más enrarecido y excesivo (de violencia) que se desarrolló en la Segunda
República. Pero el problema de fondo viene de antes: una monarquía indigna (según Brenan), los
pronunciamientos militares del siglo anterior que podrían albergar esa misma posibilidad en el
siglo XX, la Iglesia y su poder ya antiguo en España y el problema económico, la pobreza de
gran parte del país.
Dicho todo esto, se sitúa mejor el grado de intensidad del conflicto. Gil-Albert, en Drama
Patrio, dice, coincidiendo curiosamente con las opiniones de Brenan, que la pobreza es
inherente al país, y cita un artículo de Azorín, escrito en 1913 para un diario de La Habana
donde el insigne escritor señala lo siguiente: "Ahora, sobre las calamidades tradicionales,
centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza se añade la guerra”.
Se refiere Azorín a la Guerra de Marruecos. Es interesante señalar lo que Gil-Albert dice
sobre el conflicto: “No hay nada más triste que la historia de este protectorado, triste y
anodino, cuyas escenas se podían contemplar, a diario, en las viejas revistas gráficas”.
(220), y hará también mención del desastre de vidas que aquella guerra supuso: “Sangría
impopular por lo sangrienta y por lo inútil” (Juan Gil-Albert, 2004: 220).
Pasará luego a hablar del dictador Primo de Rivera, el cual ya apareció en un episodio de su
Crónica General. Nos comenta Gil-Albert que la dictadura de Primo de Rivera fue bastante
distinta a la del General Franco, el talante del dictador así lo demostró: “Fue éste un
ensayo, endeble, del franquismo. El dictador, gran señor andaluz de feria y sarao, no era cruel y ni siquiera serio” (Juan Gil-Albert, 2004: 222).
Dista mucho esta imagen benevolente de la que el escritor trazará de Franco, como luego
veremos.
El escritor alicantino nos cuenta que Ortega y Gasset había hablado bastante claro sobre la
dictadura del General Primo de Rivera y, sin embargo, Don Miguel de Unamuno, en aquellos
momentos, mantenía su pulso con el rey, más que con la dictadura, pese a que ésta le llevó al
exilio.
Unamuno es un hombre que, a lo largo de muchos artículos, va a criticar, al igual que Joaquín
Costa, la clase dominante. Pero hay diferencias entre ellos, Unamuno cree en el pueblo, Costa
no. Unamuno tiene una viva conciencia de religiosidad, Costa, sin dejar de ser creyente, no es
practicante. Pero ambos desarrollarán en su obra una búsqueda de lo tradicional en el pueblo y
no en sus dirigentes.
Esta digresión es necesaria para entender cómo pensaban algunos de nuestros intelectuales a
principios del siglo XX.
Siguiendo con el libro de Gil-Albert, llegamos a lo más interesante, la descripción que supuso
la aparición de la II República en España: “En un corto lapso de tiempo, el país experimenta,
en lo más hondo de su fibra sensible, el paso de una ráfaga disonante que va de alegría
esperanzada al encono vengador” (Juan Gil-Albert, 2004: 229).
¿Qué va a ocurrir en España para que se produzca el paso de una situación de alegría a un
temor creciente y a una realidad que, como se verá poco después, será desesperada?
La respuesta a este panorama viene muy bien descrita por Gerald Brenan en El laberinto español
cuando nos sitúa en la época del Frente Popular, dice así: “ La
Primavera y principios del verano se pasaron en una continua efervescencia: Solamente
en el norte y en Cataluña había una relativa tranquilidad. Huelgas relámpago de la CNT,
terribles tiroteos entre socialistas y falangistas en Madrid, una iglesia quemada de vez en
cuando por la F.A.I., era la regla diaria por doquier” (Gerald Brenan, 1994: 329).
Como podemos suponer, en este clima tan violento la Guerra Civil se hacía casi inevitable y
además, como muy bien señala Gil-Albert en su libro, un acontecimiento funciona como
desencadenante de todo lo ya descrito por Brenan: “Cuando la República trata de meter en
cintura a los dos poderes, la nobleza y el clero, comienzan a ocurrir, por la actitud
intransigente de los denunciados de una parte, y de otra, por la explosión retardada de la
hostilidad popular, los hechos consecuentes en cualquier lugar de la tierra, pero que adoptan
entre nosotros una tradición genuina: invasiones de fincas, incendios de iglesias” (Juan
Gil-Albert, 2004: 235).
Vemos que Gil-Albert sí encuentra en la Iglesia una responsabilidad en el conflicto que se
desencadena en España, si bien el escritor alicantino va a condenar semejante violencia, la
considera fruto de un carácter anárquico, el del español, que no encuentra medida en las cosas
y no sabe gobernarse (para él se trata de un pueblo extremado en todo, desde tiempos
medievales).
Ataca en el libro a esa anarquía, pero también a sus causantes, culpables de esa situación
injusta que estalla por doquier: “Pero olvidándose (el conservadurismo atacado) de que, con
sus premisas endurecidas, es precisamente ese conservadurismo la clase, y la culpa, de la
situación” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).
Señala el escritor muy acertadamente que ese poder de la clase dirigente, que podría haber
creado un país próspero económicamente y equilibrado intelectualmente, no ha conseguido, en
siglos, ese objetivo. Por ello se ha generado una pobreza y una injusticia que será la causa
del gran desastre de la Guerra Civil española.
Merece la pena mencionar cómo un dirigente, concretamente Azaña, no supo sopesar el clima
terrible que se avecinaba, en un interesante libro sobre el famoso político español, titulado
Entre el mito y la leyenda, su autora, M.ª Ángeles Egido León dice lo siguiente: “Pensaba que
podía dominarlo todo desde el gobierno, que bastaría con actuar con firmeza y decisión y que
los socialistas, a través de sus centrales sindicales, debían ser capaces de controlar a sus
afiliados” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 341).
Azaña no imaginaba una situación terrible para su país, confiaba (equivocadamente, según se
vio) en su palabra. Ángeles Egido dice algo muy interesante sobre el político republicano:
“Estaba acostumbrado a conseguirlo todo con la fuerza de su palabra o, lo que en Azaña era lo
mismo, con la fuerza arrolladora de su razonamiento, siempre lúcido y exacto, expresado a
través de la palabra” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 342).
El conflicto bélico demostró que la palabra no servía, no era suficiente para parar a la
izquierda y a la derecha en su sed de sangre. El resultado será, como señala Gil-Albert en
Drama Patrio “un millón de muertos” (241). El escritor insiste en la responsabilidad de los
dirigentes en su libro, no ya causantes del desastre, sino como responsables de una situación
que no supieron detener.
En su estudio nivelará Gil-Albert a los dos bandos, conociendo que la condición humana está
hecha de crueldad y que, una vez abierto el baúl de los desmanes, ya no hay forma de parar la
violencia: “Se mataron unos a otros con saña cainita” (242).
Además, señala que Europa entera tiene una responsabilidad sobre la Guerra Civil, por no haber
hecho todo lo posible para detener semejante atrocidad: “La guerra civil española quedará en
los fastos contemporáneos como un caso rotundo de fracaso europeo” (Juan Gil-Albert, 2004:
243).
Afirma Gil-Albert que Inglaterra y Francia, debido a los propios temores de la guerra mundial
que se avecinaba, no intervinieron lo suficiente y prefirieron ser “habilidosas a honradas”
(Juan Gil-Albert, 2004: 243-244).
Pasará a contarnos la desigualdad de los ejércitos durante la Guerra Civil y no duda el
escritor alicantino que el teniente coronel Rojo fue uno de los artífices de los mayores
éxitos del bando republicano durante la citada guerra.
Muy interesante es su opinión sobre el papel del comunismo en la contienda. Su idea incide en
que el comunismo atroz que intervino en la guerra para masacrar curas y gentes de derecha fue
creado tras el levantamiento militar y no antes: “El comunismo había sido, hasta ese momento
de la sublevación militar, un partido minoritario que contaba como afiliados a los obreros en
primer lugar y que comenzaba a ser foco de atracción entre la clase intelectual…” (Juan
Gil-Albert, 2004: 248).
Ofrece Gil-Albert su opinión sobre las consecuencias nefastas del golpe militar: “Fue como
resultas del levantamiento que las filas del comunismo se nutrieron del golpe. Y lo mismo
ocurrió, en el campo nacional, con el falangismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 249).
No parece que piense así Pío Moa en su libro Los mitos de la Guerra Civil, cuando abre una
brecha en esa categoría intelectual que Gil-Albert dota a los comunistas antes de la guerra.
Pío Moa manifiesta que la violencia ya estaba presente antes del levantamiento militar:
“Atacando a la república burguesa y tachando al PSOE de “socialfascista”, el PCE participó, no
obstante, en la revolución de octubre del 34, hasta se distinguió en Asturias, en los últimos
días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar…” (Pío Moa, 2004: 108).
Como vemos, no fue tan pacífica la actitud comunista antes de la guerra, como tampoco lo fue
la que llevó a cabo los militantes de la Falange, sabemos que estos últimos cometieron graves
asesinatos y actos de violencia callejera antes del estallido de la Guerra Civil.
Aunque Pío Moa, debido a su ideología, considera que José Antonio y su grupo sufrieron graves
atentados y tuvieron, por tanto, que responder, hay unas líneas donde delata que la Falange sí
era una organización violenta en su fuero interno, nacida con el objetivo de dominar un amplio
estrato de la sociedad española: “Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el
PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una
explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para
una situación bélica” (Pío Moa, 2004: 133).
Merece la pena también dedicar unas líneas de reflexión hacia el movimiento anarquista. Los
miembros de la F.A.I. hicieron graves actos de violencia en la guerra. Gerald Brenan, en El
laberinto español, reflexiona sobre el anarquismo: “A nadie le puede quedar la menor duda de
que si los anarquistas hubieran ganado la guerra, hubieran impuesto su voluntad no sólo sobre
la burguesía sino sobre los campesinos y los obreros sin la menor compasión” (Gerald Brenan,
1984: 222).
La historia está plagada de hechos parecidos, el comunismo soviético de Stalin fue una gran
masacre y una ofensa, por su violación de derechos humanos, para el mundo civilizado, y el
pueblo que se rebeló a los reyes en La Revolución Francesa estaba dotado de una crueldad no
menor que la de sus enemigos.
Gil-Albert nos cuenta en su libro que ambos bandos estaban preparados para la barbarie, y
señala un acontecimiento muy importante que hoy ha despertado gran interés por la aparición
del impactante libro de César Vidal Checas de Madrid: “Los
comunistas, racionalistas extremos a quienes toda acción desorbitada irrita, montaron el rigor
legal, por decirlo así, de las checas, de cuyo funcionamiento subterráneo estaba excluida toda
debilidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).
Sobre este acontecimiento terrible de las checas (las cárceles que se organizaron para fusilar
gente de derechas por parte de socialistas, comunistas o anarquistas), cuenta César Vidal en
el libro que se escogieron conventos o lugares de culto católico para organizar las famosas
checas, por ejemplo, el convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72,
se convirtió en una célebre checa.
Es necesario recoger, por escalofriantes y necesarios para el conocimiento de una época
terrible, los métodos de tortura que se aplicaban en estas checas de Madrid : “Así, en la
checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de
un chalet conocido como “El Castillo”, se recurría además de a las palizas a la aplicación de
hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y los pies” (César Vidal,
2003: 91).
Como podemos observar, la violencia no tenía límites, el sadismo de los torturadores prueba la
crueldad inherente a la condición humana. Vidal nos cuenta también que los torturadores,
jactándose de sus “actos heroicos”, llamaban “corridas de toros” a las sesiones de tortura.
Todo ello se hizo con la connivencia del Frente Popular y de sus dirigentes, lo que
resulta desolador, como señala de forma muy documentada el libro. Al final del mismo, viene
una relación de asesinados en Madrid y su provincia bajo el gobierno del Frente Popular (desde
julio de 1936 a marzo de 1939). La lista abarca 11.705 personas, es estremecedor, porque
muestra el salvajismo y la crueldad que se llevó a cabo, por parte
de unos y de otros, en esos terribles años.
Gil-Albert, sentencia claramente que la brutalidad era patrimonio de ambos bandos: “En la
guerra civil nadie escapaba a su poder (de la justicia militar nacionalista). Tomadas las
ciudades, la caza del republicano, o del obrero, se organizaba con la misma avidez de
represalia que, en el campo contendiente, la del fascista o del cura” (Juan Gil-Albert, 2004:
251).
Dejando a un lado todo este horror, me detengo en otro suceso relevante, la actitud de los
intelectuales ante la barbarie que se estaba cometiendo. El escritor alicantino, en Drama
Patrio, nos señala que el exilio o el silencio ante esta oscura época fue el resultado
principal en la posguerra: “Ortega y Gasset consideró los desmanes y, abochornado, se
expatrió. Otros, como Azorín y Baroja, los repudiaron con su silencio aunque justo es añadir,
también, que durante los años franquistas no dedicaron una sola palabra de loa al vencedor”
(Juan Gil-Albert, 2004: 252).
Cuenta en el libro otros casos de repulsa de intelectuales como el ya conocido caso de Antonio
Machado que murió muy pronto en Colliure (Francia) o el de Juan Ramón Jiménez que se exilió a
Puerto Rico.
Acerca de este interesante tema, hay que tener en cuenta un libro que ha aparecido
recientemente, escrito por Jordi Gracia y titulado La resistencia silenciosa. Dicho libro
examina el comportamiento de intelectuales durante el franquismo y nos ofrece datos y páginas
muy curiosas para conocer actitudes y comportamientos ante la notoria
barbarie acaecida en España: “Debieron de ser todos muy cobardes, sin duda, pero
reconstruyendo lo que pensó y lo que hizo Baroja en plena guerra, escribiendo en París,
publicando en Buenos Aires y suspirando por Itzea, aparece como el menos cobarde de todos”
(Jordi Gracia, 2004: 94).
Se refiere Jordi Gracia a intelectuales tan importantes como Ortega, Marañón o Azorín. El
escritor ofrece claves importantes para descubrir cómo algunos ya habían adulado al régimen
(caso claro de Marañón o el falangista Dionisio Ridruejo) y otros callaron ante injusticias
graves que se cometieron como en el caso de Ortega y Gasset
(Antes de la Guerra Civil muchos creyeron que la derecha era mejor garantía de orden que el
avance comunista).
Jordi Gracia escribe sobre algunos de ellos: “El mundo al que se refiere Baroja (en el libro
Ayer y hoy), que es el París de la guerra, muy probablemente se tiene en la cabeza a él mismo,
a Azorín, a Marañón, a Pérez de Ayala y quizá unos cuantos más a quienes el “miedo y la
prudencia” les ha borrado las ganas de “vanidad y exhibicionismo” para hacerlos “gente tímida
y asustadiza” y hasta algo más” (Jordi Gracia, 2004: 95).
Se refiere el escritor catalán a la no aparición de un manifiesto claro de repulsa de todos
ellos para que existiese un mínimo de humanidad en el trato de detenidos y heridos en la
Guerra Civil.
Como podemos ver, Pío Baroja (para Gracia) fue el que mostró una repulsa más clara en multitud
de artículos escritos durante mucho tiempo condenando a fascistas y comunistas por igual.
Baroja reeditó en Santiago de Chile los artículos publicados en forma de libro antes de 1938,
llamado Ayer y hoy donde se explicitan las condenas a todos ellos y al nuevo poder en España,
es decir, al régimen de Franco.
Hay páginas muy interesantes en el libro de Gracia, críticas muy duras al doctor Marañón o a
falangistas como Pedro Laín Entralgo o Eugenio D´Ors. Para el escritor catalán es la figura de
Juan Ramón Jiménez, una de las más sinceras y valientes, junto a Baroja, a la hora de condenar
la Guerra Civil y el régimen de Franco.
Volviendo al libro de Gil-Albert, sus últimas páginas están dedicadas al resultado de toda
esta contienda, una época que no le gusta al escritor alicantino porque considera que está
basada en la falta de libertad y en la mentira.
Recojo unas líneas de Drama Patrio en su apartado final que merecen nuestro interés: “Una
inmoralidad general, no de superficie sino de fondo, y que tiene como base la mentira
masticada por todos, gobernantes y gobernados, ha convertido a las clases burguesas, y a un
gran sector popular, en una nación de apolíticos, de arribistas y de descreídos, cuyo afán es
el medro, la diversión y la comodidad: panem et circenses” (Juan Gil-Albert, 2004: 257).
Para el escritor, atendiendo a su ética de hombre libre, que desea la libertad para todos, la
dictadura ha provocado una gran mascarada, donde la mediocridad inunda todo. Un país con
censura, sin verdaderos derechos, presidido por un sistema donde el culto a la Iglesia
católica y al Ejército lo son, lamentablemente, todo.
Naturalmente, en este ámbito de desolación, la figura del Caudillo tiene mucho que ver y a él
le dedica las últimas páginas de este interesante estudio de una época sesgada por el
conflicto bélico.
Los comentarios que Gil-Albert dedica a la figura de Franco nos demuestran que el escritor
considera al dictador como un personaje del siglo XIX, de aquellos que llevaban a cabo
pronunciamientos militares, de esos generales escasos de cultura que, haciendo uso de la
fuerza, tomaron el poder en España.
Cito esta impresión: “El Caudillo es hoy, más que nada, un ídolo aureolado por el miedo y la
superstición. No se le quiere, más que por los suyos” (Juan Gil-Albert, 2004: 258). Considera
al dictador como un hombre poseído por una “gracia de Dios” que le llevaba en sus discursos a
citar comentarios sobre la Cruzada española y
desmanes semejantes.
Considera también al Caudillo como un hombre aislado, incapaz de abrir sus horizontes y, por
ende, los de España, envuelto siempre en una retórica beata y retrógrada: “Inmovilizado dentro
de su red de premisas arcaicas, Franco ha sucumbido, inevitablemente, no importa que se
disfrace de paisano, a la parálisis” (Juan Gil-Albert, 2004: 258).
Le acusa de no postrarse ante el Papa, de no viajar al otro Continente, es decir, de no
ejercer como líder, sino como lo que realmente fue, un poso de tiempos arcaicos, recluido como
Felipe II en su Escorial para vergüenza de los tiempos.
Termino este interesante estudio de esta obra clave (por su temática y su visión cronológica
brillante sobre los antecedentes de la guerra y sus consecuencias) con las opiniones de Paul
Preston sobre el comportamiento del Caudillo ante la corrupción: “Franco nunca mostró el menor
interés en detener los sobornos, sino que se valía de su conocimiento de ellos para aumentar
su poder sobre los implicados” (Paul Preston, 2001: 46).
Y cuenta también Preston que no recomendaba a los que le informaban de la corrupción, sino que
éstos eran delatados por el Caudillo a los culpables (los corruptos)
de dicha acusación.
Hay muchos detalles interesantes, pero sería muy extenso y nos saldríamos de nuestro objetivo,
la visión que Gil-Albert tiene del personaje, la desconfianza del escritor a una España que
progrese en semejantes circunstancias. En su libro Drama Patrio ya nos revela que la mentira y
la vulgaridad han fundamentado el sistema franquista.
Aún así, sí quiero señalar un último apunte del libro de Preston para que podamos comprender
que lo que más odia el escritor alicantino en Franco es su incompetencia
para abrir un proyecto de España. Cito una última línea del libro de Preston donde escribe
sobre la escasa cultura del Caudillo: “Desde el comienzo de sus años en el poder, raramente
leía libros, miraba por encima los periódicos y se interesaba poco por la cultura o por el
arte” (Paul Preston, 2001: 57). Lo dice muy bien el escritor, cuando indica que no parecía el
hombre preparado para mejorar España, como también señaló muy bien Gil-Albert en su libro.
Hemos podido ver que el escritor alicantino mostró una sinceridad tanto en el exilio, como a
su vuelta a España en 1947. Fue un hombre incapaz de hacer cualquier acercamiento a un régimen
que detestaba y su falta de prisa y su decencia le llevaron a esperar un mejor momento para
que algunas de sus obras más polémicas pudiesen publicarse.
El caso de Gil-Albert en su crítica a la dictadura es semejante al que Gracia citaba en Baroja
o Juan Ramón Jiménez. Pero hay otro caso admirable, el de Pedro Salinas, el cual no cesó de
manifestar su odio a los fascistas en cartas y artículos. En sus cartas a Katherine Whitmore
le declarará la repugnancia que siente hacia el comportamiento de algunos intelectuales como
Ortega o Salvador de Madariaga y en 1941 escribió: “Ortega, franquista; Ramón (Gómez de la
Serna), franquista. Y Pérez de Ayala. ¡Marañón en París, colaborando con los alemanes!” (estas
líneas están extraídas del estudio de Jordi Gracia ya comentado, 2004:177).
Termino este repaso a Drama Patrio que, si bien se escribió en 1964, no vio la luz hasta 1977.
Nos preguntamos por qué este período de oscuridad en un libro tan interesante. Podemos
imaginar que en un país donde la censura franquista ponía cortapisas a muchos libros, este
testimonio fuera censurado y no pudiera vivir en libertad como muchos hubieran deseado.
Como hombre arraigado a su país y como hombre sensible que deseaba un mundo más libre, podemos
entender el exilio inevitable ante la demencia de la Guerra Civil. Al volver a España, se
centró en su afán de conocer todos los aspectos de la historia de su país, al igual que mostró
su interés por el arte en general. Su ética le llevó a denunciar en esta obra un mundo regido
por la mediocridad, haciendo del libro un gran testimonio de su sentido ético de la vida. Hoy
nos parece mucho más valioso porque nos sirve para reflexionar en la distancia y no olvidar lo
que cuenta tan brillantemente en sus páginas.
CONCLUSIÓN: DRAMA PATRIO
El libro de Gil-Albert no sólo constituye un repaso a los antecedentes de la Guerra Civil
española, sino que es una crítica demoledora contra toda ideología.
El escritor alicantino pertenece, por su origen, a un mundo conservador, pero las
circunstancias que se manifestaron a partir del año 1936 le llevan a expresar sus ideas
republicanas. Es consciente de los graves errores de los políticos dirigentes, pero no por
ello puede apoyar la rebelión de los militares. Su contribución a la revista Hora de España y
su alianza con los intelectuales antifascistas prueba su compromiso ético con la República.
El libro es, también, una dura crítica contra los excesos de ambos bandos, ya que tanto la
izquierda como la derecha cometieron atrocidades en la Guerra Civil. Para Gil-Albert, las
promesas del comunismo como un sistema justo para el mundo entran en grave crisis, tanto por
los múltiples asesinatos que se cometen en los años de la Guerra, como por el fracaso del
comunismo en el mundo. La figura de Franco, su incompetencia, es otra de las críticas claves
del libro. La falta de libertad, la presencia omnipotente de la Iglesia, demuestran que el
país abunda en la mediocridad y en la ignorancia.
Por ello, el libro es muy interesante, demuestra que el escritor alicantino no tiene ningún
reparo en manifestar su discrepancia con un régimen que ha abolido la libertad como principio
básico.
Los comentarios de Gil-Albert me han servido para profundizar en algunos de los problemas que
España vivió en el siglo XX. Por ello, he considerado oportuno citar las opiniones de
diferentes escritores sobre la Guerra Civil, sus orígenes y sus consecuencias.
Considero un apartado interesante el dedicado a la posición de los intelectuales en la
posguerra española. La decisión de algunos de adherirse al régimen y de otros de criticarlo
con dureza, muestran la diversidad ideológica de España. Algunos de los intelectuales citados
en el estudio no mostraron su discrepancia con el régimen, por no perder su posición en el
mismo.
Termino insistiendo en la talla de un hombre como Gil-Albert que pudo, debido a su situación
económica privilegiada, adherirse al bando de los vencedores de la Guerra Civil, pero que, por
compromiso ético, mostró siempre su disconformidad con el régimen de Franco.
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