• Ricardo Iribarren

    La Agonía del Unicornio (42)

    La Resurrección de Miñajapa

    por Ricardo Iribarren


“Petrov miró a Miñajapa: el ojo izquierdo permanecía abierto y brillante; el derecho estaba entrecerrado y opaco. Invocando a sus ayudantes espirituales, el médico se puso el adaptador en su boca. Espantó una mosca azul que volaba sobre el vientre del cuerpo, abrió con cierta dificultad las fauces rígidas y besó a la ratona por segunda vez en su vida..


La ratona Miñajapa había tenido un acceso de locura. En el asiento trasero del doctor Petrov, sostenido por el cinturón de seguridad, su cuerpo se arqueaba y emitía un sonido que superaba por completo a sus cuerdas vocales.

Era frecuente que seres de todos los mundos cayeran en éxtasis o en ataques parecidos a la epilepsia. Alguna vez el doctor Petrov lo había explicado en una de sus conferencias, y el concepto había sido origen de varios artículos incluidos en el tomo siete de sus obras completas.

Cuando un ser se somete a una situación de sufrimiento prolongado e incontrolable, cuando se ve obligado a adaptarse a un medio hostil que destruye los fundamentos de su mundo, el cuerpo responde actualizando de modo violento la imagen del paraíso. Si se trata de un ser similar a nosotros, es decir si tiene rostro y cuerpo, lo veremos, lanzar espuma por la boca y emitir sonidos espantosos. Por debajo de la agitación externa , el interior descansa; recorre los senderos que revelan su verdadero camino. Experimenta la felicidad de quién conoce su misión. Se siente regresando a su hogar; sabe que nunca salió del mismo y que nunca lo abandonará, no importa lo que ocurra en la visión sombría que conoce como realidad.

En cada convulsión de la ratona Miñajapa, la piel emitía pequeñas gotas que dejaban charcos ácidos y humeantes sobre el tapizado del vehículo. Grandes aureolas verdes llenaban el asiento trasero, manchas que en algún momento los miembros de la servidumbre intentarían infructuosamente limpiar con poderosos compuestos químicos.

Atardecía sobre la ciudad. El médico trató de no pensar en la ratona desquiciada y repasó lo que debía hacer a continuación. Debía acumular una cantidad enorme del viento cargado de vacío. Veinticinco años atrás había logrado condensarlo en un recipiente pequeño: el proceso había sido largo y complicado; tuvo que recurrir a principios científicos y a conjuros tomados de cierta magia ceremonial de las aldeas anagógicas del Kurdestán. Ahora disponía de mucha más experiencia, por lo que el tiempo del proceso podría reducirse. Necesitaba condensar y guardar una cantidad mucho mayor de aquel viento y para ello había pensado en los silos abandonados que se encontraban al sur de la residencia.

Petrov sintió la gota de sangre minúscula que escapaba de su labio inferior y se deslizaba hasta su lengua. Era una reacción propia de su organismo cuando debía internarse en la dimensión de los muertos. Pensó en detenerse para pasar por los labios agrietados un lápiz de manteca de cacao, pero un grito de la ratona más fuerte que los anteriores lo hizo desistir. Debía llegar hasta la residencia. Dejaría a Miñajapa al cuidado de la servidumbre, quizá le hiciera un par de pases para calmarla y luego se ocuparía de multiplicar el viento cargado de vacío. Grandes cantidades del mismo producirían algunos efectos en la ciudad, en los habitantes, pero detendrían la desaparición de personas y quizá permitiera regresar a los desaparecidos.

La ratona Miñajapa lanzó un grito intenso, agudo, con un registro de soprano. Petrov lo conocía: era el aullido de los ratones cuando se enfrentaban con la muerte. El médico había participado de las costumbres de los diferentes mundos que recorría. El único sonido parecido era el de las hembras Ajdum, cuyo universo se concentraba en cualquier haz de hebras que contuviera siete o múltiplo de siete. Las mujeres de esa raza, largas, casi sin rasgos, con aspecto de fantasmas, lanzaban un grito similar cuando estaban por casarse y abandonar la familia materna. Sin embargo, el sonido que emitían los ratones azules frente a la muerte era diez veces más escalofriante que cualquier otro.

El doctor Petrov no podía detenerse. La cucaracha gigante estaba cerca y al abandonar la residencia ya no contaba con la protección de las tetas de Karina. Miró por el espejo el cuerpo de la ratona: inmóvil con los ojos cerrados. Era evidente que el pecho subía y bajaba en el movimiento de respirar. En la casa podría tratarla con todo tipo de conjuros.

Tampoco podía hacer nada con relación a la herida en el labio. La gota de sangre había bajado hasta llegar a su barbilla. Dos horas atrás había cruzado un haz de uz apenas azulado que emergía del asfalto oscuro. Los conductores normales no lo hubieran detectado, pero Petrov estaba atento a esas señales. Un hombre común no habría sido conducido a esa calle aterida, donde tanto en invierno como en verano, el asfalto y las paredes de las casas derruidas emitían una fosforescencia húmeda. Si alguien inadvertido tomaba esa calle y atravesaba la barrera de la fosforescencia, no volverían a encontrarlo. Si una vez cruzado el resplandor violeta, llegaba hasta el final de la calle y giraba a la izquierda o a la derecha, se encontraría en otro mundo; otro estado; otra dimensión (no había términos adecuados para expresarlo) Petrov también sabía que para regresar de allí se requerían los mismos esfuerzos que hacerlo de la muerte.

Aquella había sido la única forma de llegar al enorme galpón que flotaba invisible a pocos centímetros de la realidad cotidiana de los hombres. El lugar donde iban a parar aquellos que sufrían el rapto por el viento cargado de sustancia que emergía del caparazón de la cucaracha gigante, aquella que en su interior contenía los cuerpos estrechamente abrazados de Mika y del escritor unicornio

La ratona volvió a gritar. Por el espejo retrovisor Petrov, vio que el animal se retorcía y quedaba inmóvil. Boca arriba, con las patas tiesas y los ojos abiertos, La muerte pasó junto al médico como un perfume a rosas descompuestas. En ese momento, la torre de la residencia apareció a lo lejos. El médico calculó que tenía el tiempo suficiente para entrar en el jardín. Allí, bajo la protección de las Tetas de Karina, podría efectuar en la ratona la resurrección número tres mil sesenta y siete.

En diez minutos, estacionó en el extremo norte de la mansión. Abrió la guantera y tomó uno de los tres hocicos elaborados con plástico y mica y recubiertos con sedosa piel artificial: piezas únicas construidas para Petrov. En un extremo se reproducía la boca del médico y en el otro el hocico y las fauces del animal. Todo construido con la misma textura y temperatura que la boca natural. Una bandera surgió del costado del vehículo: era la señal para que los criados, que corrían a ayudarle, se detuvieran: el jefe estaba concentrado en un hechizo. Petrov se volvió hacia el cadáver de Miñajapa. El ojo izquierdo estaba excesivamente abierto, con expresión de horror mientras que el derecho, fuertemente cerrado, emitía lágrimas constantes.

Invocando a sus ayudantes espirituales, el médico se puso el adaptador en su boca. Espantó una mosca azul que volaba sobre el vientre del cuerpo, abrió con cierta dificultad las fauces rígidas y besó a la ratona por segunda vez en su vida. En menos de treinta segundos, el animal empezó a moverse: como era frecuente en quien regresa de la muerte. Primero fueron contracciones de sus patas, luego un gemido débil y finalmente una tos intensa producida por el aire que llenaba con violencia los conductos. Se incorporó, miró a su alrededor sin entender dónde estaba y cuando vio a Petrov, se arrodilló en el piso del automóvil y empezó a besar los zapatos del médico; tan solo se detenía para observarlo cada tanto con una intensa y luminosa mirada.

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