“Petrov miró a Miñajapa: el ojo izquierdo permanecía abierto y brillante; el derecho
estaba entrecerrado y opaco. Invocando a sus ayudantes espirituales, el médico se puso el
adaptador en su boca. Espantó una mosca azul que volaba sobre el vientre del cuerpo, abrió con
cierta dificultad las fauces rígidas y besó a la ratona por segunda vez en su vida..
La ratona Miñajapa había tenido un acceso de locura. En el asiento trasero del doctor Petrov,
sostenido por el cinturón de seguridad, su cuerpo se arqueaba y emitía un sonido que superaba
por completo a sus cuerdas vocales.
Era frecuente que seres de todos los mundos cayeran en éxtasis o en ataques parecidos a la
epilepsia. Alguna vez el doctor Petrov lo había explicado en una de sus conferencias, y el
concepto había sido origen de varios artículos incluidos en el tomo siete de sus obras
completas.
Cuando un ser se somete a una situación de sufrimiento prolongado e incontrolable, cuando se
ve obligado a adaptarse a un medio hostil que destruye los fundamentos de su mundo, el cuerpo
responde actualizando de modo violento la imagen del paraíso. Si se trata de un ser similar a
nosotros, es decir si tiene rostro y cuerpo, lo veremos, lanzar espuma por la boca y emitir
sonidos espantosos. Por debajo de la agitación externa , el interior descansa; recorre los
senderos que revelan su verdadero camino. Experimenta la felicidad de quién conoce su misión.
Se siente regresando a su hogar; sabe que nunca salió del mismo y que nunca lo abandonará, no
importa lo que ocurra en la visión sombría que conoce como realidad.
En cada convulsión de la ratona Miñajapa, la piel emitía pequeñas gotas que dejaban charcos
ácidos y humeantes sobre el tapizado del vehículo. Grandes aureolas verdes llenaban el asiento
trasero, manchas que en algún momento los miembros de la servidumbre intentarían
infructuosamente limpiar con poderosos compuestos químicos.
Atardecía sobre la ciudad. El médico trató de no pensar en la ratona desquiciada y repasó lo
que debía hacer a continuación. Debía acumular una cantidad enorme del viento cargado de
vacío. Veinticinco años atrás había logrado condensarlo en un recipiente pequeño: el proceso
había sido largo y complicado; tuvo que recurrir a principios científicos y a conjuros tomados
de cierta magia ceremonial de las aldeas anagógicas del Kurdestán. Ahora disponía de mucha más
experiencia, por lo que el tiempo del proceso podría reducirse. Necesitaba condensar y guardar
una cantidad mucho mayor de aquel viento y para ello había pensado en los silos abandonados
que se encontraban al sur de la residencia.
Petrov sintió la gota de sangre minúscula que escapaba de su labio inferior y se deslizaba
hasta su lengua. Era una reacción propia de su organismo cuando debía internarse en la
dimensión de los muertos. Pensó en detenerse para pasar por los labios agrietados un lápiz de
manteca de cacao, pero un grito de la ratona más fuerte que los anteriores lo hizo desistir.
Debía llegar hasta la residencia. Dejaría a Miñajapa al cuidado de la servidumbre, quizá le
hiciera un par de pases para calmarla y luego se ocuparía de multiplicar el viento cargado de
vacío. Grandes cantidades del mismo producirían algunos efectos en la ciudad, en los
habitantes, pero detendrían la desaparición de personas y quizá permitiera regresar a los
desaparecidos.
La ratona Miñajapa lanzó un grito intenso, agudo, con un registro de soprano. Petrov lo
conocía: era el aullido de los ratones cuando se enfrentaban con la muerte. El médico había
participado de las costumbres de los diferentes mundos que recorría. El único sonido parecido
era el de las hembras Ajdum, cuyo universo se concentraba en cualquier haz de hebras que
contuviera siete o múltiplo de siete. Las mujeres de esa raza, largas, casi sin rasgos, con
aspecto de fantasmas, lanzaban un grito similar cuando estaban por casarse y abandonar la
familia materna. Sin embargo, el sonido que emitían los ratones azules frente a la muerte era
diez veces más escalofriante que cualquier otro.
El doctor Petrov no podía detenerse. La cucaracha gigante estaba cerca y al abandonar la
residencia ya no contaba con la protección de las tetas de Karina. Miró por el espejo el
cuerpo de la ratona: inmóvil con los ojos cerrados. Era evidente que el pecho subía y bajaba
en el movimiento de respirar. En la casa podría tratarla con todo tipo de conjuros.
Tampoco podía hacer nada con relación a la herida en el labio. La gota de sangre había bajado
hasta llegar a su barbilla. Dos horas atrás había cruzado un haz de uz apenas azulado que
emergía del asfalto oscuro. Los conductores normales no lo hubieran detectado, pero Petrov
estaba atento a esas señales. Un hombre común no habría sido conducido a esa calle aterida,
donde tanto en invierno como en verano, el asfalto y las paredes de las casas derruidas
emitían una fosforescencia húmeda. Si alguien inadvertido tomaba esa calle y atravesaba la
barrera de la fosforescencia, no volverían a encontrarlo. Si una vez cruzado el resplandor
violeta, llegaba hasta el final de la calle y giraba a la izquierda o a la derecha, se
encontraría en otro mundo; otro estado; otra dimensión (no había términos adecuados para
expresarlo) Petrov también sabía que para regresar de allí se requerían los mismos esfuerzos
que hacerlo de la muerte.
Aquella había sido la única forma de llegar al enorme galpón que flotaba invisible a pocos
centímetros de la realidad cotidiana de los hombres. El lugar donde iban a parar aquellos que
sufrían el rapto por el viento cargado de sustancia que emergía del caparazón de la cucaracha
gigante, aquella que en su interior contenía los cuerpos estrechamente abrazados de Mika y del
escritor unicornio
La ratona volvió a gritar. Por el espejo retrovisor Petrov, vio que el animal se retorcía y
quedaba inmóvil. Boca arriba, con las patas tiesas y los ojos abiertos, La muerte pasó junto
al médico como un perfume a rosas descompuestas. En ese momento, la torre de la residencia
apareció a lo lejos. El médico calculó que tenía el tiempo suficiente para entrar en el
jardín. Allí, bajo la protección de las Tetas de Karina, podría efectuar en la ratona la
resurrección número tres mil sesenta y siete.
En diez minutos, estacionó en el extremo norte de la mansión. Abrió la guantera y tomó uno de
los tres hocicos elaborados con plástico y mica y recubiertos con sedosa piel artificial:
piezas únicas construidas para Petrov. En un extremo se reproducía la boca del médico y en el
otro el hocico y las fauces del animal. Todo construido con la misma textura y temperatura que
la boca natural. Una bandera surgió del costado del vehículo: era la señal para que los
criados, que corrían a ayudarle, se detuvieran: el jefe estaba concentrado en un hechizo.
Petrov se volvió hacia el cadáver de Miñajapa. El ojo izquierdo estaba excesivamente abierto,
con expresión de horror mientras que el derecho, fuertemente cerrado, emitía lágrimas
constantes.
Invocando a sus ayudantes espirituales, el médico se puso el adaptador en su boca. Espantó una
mosca azul que volaba sobre el vientre del cuerpo, abrió con cierta dificultad las fauces
rígidas y besó a la ratona por segunda vez en su vida. En menos de treinta segundos, el animal
empezó a moverse: como era frecuente en quien regresa de la muerte. Primero fueron
contracciones de sus patas, luego un gemido débil y finalmente una tos intensa producida por
el aire que llenaba con violencia los conductos. Se incorporó, miró a su alrededor sin
entender dónde estaba y cuando vio a Petrov, se arrodilló en el piso del automóvil y empezó a
besar los zapatos del médico; tan solo se detenía para observarlo cada tanto con una intensa y
luminosa mirada.
Ver Curriculum
