JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN
Ganador hace muy pocos años del Cervantes, la figura de Pepe Caballero Bonald se ilumina como
si navegase en muchos mundos interiores, desde el barroquismo que siempre ha pervivido en su
universo literario hasta una forma de decir culta y cuidada donde la ética y la estética
prevalecen sobre todo lo demás.
Perteneciente a la Generación de los cincuenta, compañero de poetas de la talla de Paco Brines
o José Ángel Valente, Caballero Bonald, un poco mayor que ellos, pero joven de espíritu,
envuelto en un universo literario que supo triunfar en la novela en 1962 con Dos días de
septiembre y que encontró su verdadero universo en Ágata, ojo de gato, fue en la poesía donde
fue trenzando desde el año 1952 una obra que ha sabido tocar diversos temas, pero sobre todo
los esenciales, el tiempo, la muerte, la infancia, obsesiones suyas y de otros que han ido
componiendo el mosaico de su obra muy bien recogida en la Obra poética completa (1952-2009),
Somos el tiempo que nos queda.
LA NOCHE COMO UN UNIVERSO POÉTICO DE GRAN CALADO EXISTENCIAL
Recoge su primer libro Las adivinaciones (1952), la idea de la vida como una pregunta, cuyo
eco debe resolverse en busca de la fe o en un paganismo, donde el hombre encuentre sus
verdades. Poemas como “Génesis de la luz”, confirman el alto poder de la creación, donde la
soledad de la noche nos invita al desasosiego, porque es fácil perderse en la negrura de la
noche. Libro amoroso este incipiente poemario donde el deseo convive con la entrega, a
sabiendas de que todo amor es, en definitiva, pérdida:
“Por las ventanas, por los ojos / de cerraduras y raíces, / por orificios y rendijas / y por
debajo de las puertas, / entra la noche”.
Noche que se precipita en lugares recónditos, que pasea ante nosotros en el insomnio
insondable, noche vertiginosa que nos hace ver monstruos en la lenta espera del alba. El
hombre que no duerme, como diría Lorca, será mordido, será vampirizado por la poderosa noche.
Entra esta rugiente y poderosa, como nos dice en los versos que siguen:
“Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales,
/ habitaciones de prostíbulos, / templos, alcobas, celdas, chozos, / y en los rincones de la
boca /entra también la noche”.
La noche como testigo de los pulsos de la vida, en el dolor, en el placer, en la intimidad de
dos cuerpos (en los rincones de la boca). Pero la noche entra en el escritor que quiere crear,
desvelado ante el insomnio de sus pensamientos, cuando la palabra no sale, pero busca su
perfil, para que el poema reluzca como un faro ante la negrura de la noche:
“Entra la noche como un bulto / de mar vacío y de caverna, / se va esparciendo por los bordes
/del alcohol y del insomnio, / lame las manos del enfermo / y el corazón de los cautivos, / y
en la blancura de las páginas / entra también la noche”.
Pesado fardo el de la noche, donde los seres se buscan, el poema quiere nacer, hastiado del
interior en el que vive, deseando ser creado para relucir en la página en blanco, como los
pasos en la nieve que Jaime Siles nos dejó en uno de sus famosos libros de poemas. Para el
poeta jerezano, la noche es impulso, deseo que busca su plenitud, por ello, la noche canta, no
solo es luz, también grito, los cinco sentidos se agudizan ante el impacto de la noche sobre
nosotros:
“Entra la noche como un grito / entre el silencio de los muros, / propaga espantos y vigilias,
/ late en lo hondo de las piedras, / abre sus últimos boquetes /entre los cuerpos que se aman,
/ y en el papel emborronado /entra también la noche”.
Como nos quiso decir el poeta en versos anteriores, la noche viene, como si fuese esa noche de
insomnio que cantaba Dámaso Alonso en Hijos de la ira, pero ahora, con el romanticismo latente
del poeta jerezano, la noche llega con el deseo de abrir boquetes entre los cuerpos, como nos
ha dejado también Javier Lostalé en el poema “El hueco” (perteneciente a La tormenta
transparente), donde el amor de unos seres entregados al deseo siempre deja un hueco, el
silencio que queda entre dos seres y que el amor ha de llenar.
Poemas como “Mendigo”, “Espera”, van dejando una huella, un espacio, como el de Espera, donde
un hombre siempre busca a la mujer, y aquel a esta, envueltos en la espera eterna de los
amantes, donde el dolor: “que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre”, se conjuga
con el apasionamiento de esos seres que se deshacen si no se aman, vacíos en los cuerpos,
rendidos ante tanta soledad:
“Y tú me lo dices que estás tan hecha / a esta deshabitada cerrazón de la carne / que apenas
si tu sombra se delata, / que apenas si eres cierta /en esta oscuridad que la distancia pone
/entre tu cuerpo y el mío”.
Vacío que sangra, deshabitados los seres de su amor, cuerpos que han de rellenar el hueco del
amor, en la cerrazón de la carne no consumada, donde Caballero Bonald se desangra en un poema
de amor, en la búsqueda del otro para cimentar la vida.
La noche vuelve en Las horas muertas (1959), donde Caballero Bonald retoma esa búsqueda de su
deseo, la confirmación del amor, donde poder vivir la vida deshabitada antes, ahora,
contrariamente a esa primera noche de Las adivinaciones (1952), el poeta jerezano se vuelve a
una noche creadora, germinal, donde la vida pueda ser, como nos dice el poema “Un libro, un
vaso, nada”:
“Todas las noches dejo / mi soledad entre los libros, abro / la puerta a los oráculos / quemo
mi alma con el fuego del salmista”.
En el oráculo se halla la fe, la que componga las piezas rotas, la que propicie la creación,
la que abra, como una granada, el poema, envuelto entonces en luz germinal. Es una noche que
abre la senda del viaje, como la de San Juan de la Cruz en la que el alma busca a Dios en su
célebre Noche oscura del alma:
“Todas las noches junto inútilmente / los residuos del día, me distancio / del tiempo funeral
del desamor, / consisto en lo que he sido. / (Una mano olvidada entre las sábanas / rompe
papeles, incinera / los escombros del sueño).
La idea de la creación también la cuestiona el poeta, ante la inutilidad de todo, como si el
desaliento estuviese detrás de todo acto germinal, como si el sentido de la vida ya viniese
roto por nuestra mortalidad, en la idea que generaron nuestros escritores del 98, el absurdo
vital, que la filosofía de Schopenhauer o de Nietzsche también ha sabido ver. Lector culto,
Caballero Bonald, recoge la tradición y la envuelve en buena poesía, donde alumbra el espíritu
manriqueño hasta el mundo lorquiano:
“Oh posesión / de nadie, ¿para qué / tantas páginas vanas, tantos / días vacíos? Mira / a tu
alrededor, ¿qué queda? Solos / estamos: toda la ausencia cabe / entre lo verdadero y lo
ilusorio. Aquí / mi obstinación es mi alegría: / un libro, un vaso, nada”.
Vacío final, el libro como posesión amada, como un cuerpo que se acaricia en cada página,
pliegue secreto de ternura, como una piel, el vaso, lugar del vacío, de viajes donde siempre
se vuelve al lugar de inicio, el alcohol como evasión ante la vida, la nada como resultado,
espacio y ámbito donde el poeta vive y sufre su desarraigo existencial.
De nuevo, la noche, en Pliegues de cordel (1963), donde Caballero Bonald retoma esa idea de la
noche que engendra monstruos, como el sueño de la razón de Goya o esos caminos que trazaba
Luis Rosales en La casa encendida, noche que hace más sensible cualquier sonido, que todo lo
desvela, donde cualquier ruido parece un eco callado del mundo:
“A veces, en la turbia / galería del sueño, encendía / la luz y me quedaba / oyendo los ruidos
/ de la noche: el treno / de la ronda, el gotear / del grifo, la doméstica / respiración y
como un vago / acicate de vida / en la madera”.
Todo sonaba, todo era súbito despertar, como si crujiese la madera, como si toda cosa cobrase
vida, muebles, libros, donde la noche era como un deseo imposible para volver a la infancia,
tema clave en su obra, como en la de Paco Brines, un paraíso perdido para siempre:
“Dormía / vigilando las sombras, / la rebelión de gérmenes / del sueño, entumeciéndome / de
fe, como esperando / desde el rincón de reo de mi infancia / que fuese libre para despertar”.
Reo de mi infancia, como si nada pudiese volver al sueño de la felicidad, lugar de plenitud,
oasis donde la vida ya no nos quita la sed.
En Diario de Argónida (1997), el poeta canta lo que se va, donde la inclemencia del ayer tiene
espejos interiores, tanto que hay poemas como “Interior noche”, donde todo es pasado, como si
el presente fuese ya un instante que se escapa, casi nada, después del crimen de la vida, como
nos dice el poema:
“Un redundante síndrome de alarma / corre / veloz, / impregna / los papeles, los
inmisericordes / formularios del tiempo, empaña / los cristales que velan el pasado”.
La alarma de la vida, que ya ha pasado factura, donde nada queda, solo la memoria, lugar donde
ha de permanecer el ser ante la escombrera del tiempo, envuelto en sombras, que sobrevuelan
sobre la nada del ser.
Todo se resuelve en la memoria, pero el presente, como si fuese un laberinto esconde el crimen
de la vida, su erosión sobre el rostro, sobre los surcos de la mirada:
“te acuerdas / seguramente del que fuiste, pero no /del que serás después de cometido el
crimen”.
Sin duda alguna, el libro tantea los terrenos de la memoria, como en el poema “Marcas del
camino”, donde nos habla de la cicatriz que supone el tiempo o “Presente histórico”, donde los
días tienen el sabor añejo del tiempo, en esa casa nativa, que parece que lo mira, como el
balcón donde anidaban los pájaros idos en la poesía de Brines o el viejo que llega a la casa
en “Las brasas”, primer y celebrado libro del poeta valenciano.
Y, por fin, su libro “La noche no tiene paredes”, del año 2009, donde Caballero Bonald nos
canta al pasado, como resumen lastimoso de un tiempo que ya no volverá, en poemas tan
emocionantes como “Cuerpo desnudo, ya no te conozco”, perfecto resumen de una obra poética
hecha contra el tiempo, pero que muere por su mismo paso, una obra que reivindica la memoria,
pero que, en la línea de su querido amigo Brines, sabe que todo es devastación, la vida lo ha
dado todo y no ha dado nada, así es el mundo, tal y como lo ve Caballero Bonald, celebrado
premio Cervantes y gran poeta, sin duda:
“Cuerpo desnudo, ya no te conozco, / llegas de lejos y desentendido, / te acercas con despacio
/ ¿desde dónde?, / permaneces inmóvil frente a mí / y ya no te conozco”.
Vida que se va, cuerpos que se dejan de querer y el dolor que el paso del tiempo va horadando
en los cuerpos ya envejecidos, lejos de aquel raudo tiempo de la juventud, que cantaba Cernuda
ante la pérdida inevitable de su rostro bello.
Sin duda alguna, el cuerpo, destino de los hombres ante la realidad, deja al poeta abierto a
la sombra definitiva, donde vive el dolor y la memoria, con la noche como escenario preferido:
“Cuerpo desnudo, pedestal de niebla / donde se juntan finalmente / las fases del temor y sus
contrarios, / dulce efigie carnal a quien ya no conozco”.
Final necesario para una voz verdadera cuya trayectoria ha tocado diferentes estilos, pero es
en la poesía, con la hondura que nos regalan los poemas comentados y otros muchos, donde el
hombre enamorado de la vida, pero desalentado ante su devenir, logra triunfar, ahora ante un
reconocimiento que nos alegra a todos, el Premio Cervantes.
Ver Curriculum
